viernes, 18 de julio de 2008

puntos ciegos

Nos la pasamos, a veces, pensando en lo que somos. Y a lo mejor, en el fondo, lo que realmente duele, es todo lo que no somos. Cada vez que elegimos, una historia posible cae en el vacío para hacerle espacio a las historias que acabamos viviendo. Está el peso evidente de decisiones como irte a vivir a una nueva ciudad, dejar de cortejar o de ser cortejada por x o y, o estudiar Antropología en lugar de Danza Contemporánea o Diseño, y están todas las bifurcaciones ínfimas que quizás también nos cambian para siempre, cuando doblamos a la izquierda en vez de la derecha, cuando llegamos tarde a una fiesta, cuando esperamos al siguiente vagón del metro. En todas las líneas de mi mano por las que nunca caminé hay una mujer felizmente casada y con hijos, una maestra rural en una comunidad de la sierra michoacana, una fabricante de separadores y libretas y lámparas viajando a Chiapas de aventón con una bola de amigos semidescalzos, de mirada encendida y cabello salvaje; una bailarina de carrera promisoria que lo vio todo interrumpido por un accidente en el que perdió una pierna o se rompió la espalda; una mujer comprometida con causas políticas que pasó varios meses en la cárcel y nunca más volvió a ser la misma que era, una mujer que se quemó en un accidente automovilístico, una mujer que se ganó el melate de chiripada cuando casi en broma decidió comprar un boleto, una migrante en España que la hace de estatua viviente sobre La Rambla (vestida de vagabundo, o de monumento ecuestre), una artista de circo que recorre entre esperanzada y exhausta los caminos de un circuito humilde de ciudades en provincia, con la sensación del polvo encima de los minutos y los días, y una actriz de teatro adicta sin remedio a la cocaína, y una diseñadora que vive igual que yo en el DF, pero en un edificio más bonito, en una colonia más pípiris náis. Somos lo que somos, y ahí, resumido, queda también todo lo que ya no fuimos.

Eso, hablando sólo de lo posible. Porque está también lo imposible. Lo que está en los puntos ciegos de nuestro alcance visual, más allá o más acá de todas nuestras posibilidades sensibles, de nuestro año, nuestro país, nuestra hora, nuestro ADN.

Hace mucho, platicando con mi papá, nos preguntábamos qué personaje de la historia nos gustaría ser por una semana, o un día, y él dio la que hasta ahorita me parece la mejor respuesta: él sería Einstein, para asomarse al universo con toda la lucidez de ese cerebro, para ver en la luz y en el espacio y en la materia y en el cielo, todo lo que él veía, y que para mí por ejemplo son sólo puntitos brillantes más o menos incomprensibles. Yo escogería un tour por conciertos magistrales, pero del lado de los músicos. Me gustaría ser Nina Simone, con un vestido entallado y una copa de coñac entre los dedos, seduciendo con la mirada a alguien de la primera fila, en un bar oscuro y espeso. Siempre quise ser una mujer con mucha voz y gestos cadenciosos, recargada con languidez y tristeza infinita sobre el micrófono. Y sería Thom Yorke, en cualquier momento, mientras escribe el poema adolorido que será la próxima canción, mientras juega con la guitarra o con el piano, mientras canta sacudiendo la cabeza hacia los lados con su gesto característico ante un estadio intoxicado. Me gustaría ser Jim Morrison en el momento exacto de uno de sus alaridos, y Jimmy Hendrix mientras le prende fuego a la guitarra. Pero no tengo voz, ni grandes facultades musicales, y nunca voy a saber qué se siente el acto creativo en vivo, la ceremonia mágica junto a un público de fieles. También me gustaría entender fácilmente a Kant y a Wittgenstein, y vivir en un mundo profundo, preocupada por las preguntas enormes, las inconmensurables, pero en lugar de eso resulté una lectora de novelas y de cuentos. Y me gustaría saber qué siente un corredor de distancias largas, o un escalador, mientras estira el esfuerzo todo lo que puede y el corazón late ensanchado, y un jugador de futbol, mientras su cuerpo reacciona con velocidad y hace exactamente lo que le piden. Pero siempre fui la niña que escogían al final en todos los equipos de la primaria, a la hora de la clase de educación física. Así que no voy a saber qué se siente eso, ni qué se siente improvisar en el piano, o dar piruetas desde la plataforma de diez metros. Tampoco voy a saber qué se siente ser útil a la manera heroica de los médicos sin fronteras en zonas de guerra, porque las vísceras y la sangre siempre me dieron náuseas, y no tengo las agallas para clavar el bisturí en un ser vivo sin que me tiemble la mano con mi pulso habitual de maraquero.

Luego, está la realidad misma, para colmo. No sólo está nuestro rango posible de experiencias, sino la forma en que alcanzamos a vivir la misma calle o la misma fiesta que los otros, o el mismo cuartito de París, y el mismo interlocutor nostálgico, para lo que es necesario traer nuevamente a Cortázar y Rayuela, y el fragmento que desencadenó todas estas palabras, que no son más que plagios grises de lo que Cortázar dijo primero, y mucho mejor que yo:

Vagando por el Quia des Célestins piso unas hojas secas y cuando levanto una y la miro bien la veo llena de polvo de oro viejo, con por debajo unas tierras profundas como el perfume musgoso que se me pega en la mano. Por todo eso traigo las hojas secas a mi pieza y las sujeto en la pantalla de una lámpara. Viene Ossip, se queda dos horas y ni siquiera mira la lámpara. Al otro día aparece Etienne, y todavía con la boina en la mano, Dis donc, c’est ‘epatant ça!, y levanta la lámpara, estudia las hojas, se entusiasma, Durero, las nervaduras, etcétera.

Una misma situación y dos versiones… Me quedo pensando en todas las hojas que no veré yo, el juntador de hojas secas, en tanta cosa que habrá en el aire y que no ven estos ojos, pobres murciélagos de novelas y cines y flores disecadas. Por todos lados habrá lámparas, habrá hojas que no veré.

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