miércoles, 23 de julio de 2008

laberinto

Si estuviera realmente anclada a la vida y el mundo, aún a sus corrientes más oscuras o más espesas, no haría tantas preguntas, porque la contemplación igual sólo le sirve a cerebros privilegiados, y el mío es apenas un cerebro promedio. No talking man, all action. Mi vida es esto, este minuto de miércoles soleado, oyendo una canción al azar de The Beta Band. La promesa de ver a mi mamá al ratito, de visita en la ciudad por unos días, el exprés doble con azúcar, el respaldo flexible de la silla, las voces que flotan entre cubículos, el sonido del teclado bajo los dedos. El ritmo del pecho, y la sensación del laberinto. El laberinto. Hay quienes marcan rutas sobre el mapa de los años, y palomean destinos, uno tras otro, una sola carrera. Lo malo de las carreras es que parecen flechas disparadas en una sola dirección y todo lo que importa es el destino, y una vez que se alcanza, todo lo que importa es el destino siguiente (asch, algo así también lo dijo Kundera en algún lado, yo no tengo ideas originales y cito a Kundera con mucha mayor frecuencia de la que debería; juro que no es el único al autor al que he leído). A mí lo que me importan son los colores del camino, y sus lluvias, y las imágenes a través del cuadrito de la ventana, o el abismo del cielo abierto sobre la cabeza, o el aire frío en la cara, y los encuentros, los guiños que nos hacemos al pasar, y cosas así, por el estilo, en realidad no me importa demasiado si más allá está el diploma A o B o Z, como decía ese personaje de “Little Miss Sunshine”, un pinche concurso de belleza tras otro, validaciones basadas en las preguntas incorrectas, en los artificios de la competencia, qué hueva. Pero el presente, así, pensado en función del presente y no del futuro, se parece mucho a la deriva, y lo único malo de la deriva es que es una forma sutil de laberinto, es fácil caminar en círculos, flotar sin resistencia hasta el fondo de los remolinos. Si yo fuera realmente profunda, si estuviera verdaderamente adolorida por el mundo y la existencia, ya me habría suicidado, o ya habría contemplado con seriedad la idea del asesinato, o sería monja en algún lugar silencioso, o ermitaña en el fondo de un escondite boscoso, o revolucionaria en una selva del sur, si el sinsentido realmente me hubiera llegado hasta el plexo solar ya habría roto un sinnúmero de convenciones sociales, habría tenido algunos cientos de amantes, por ejemplo, y me inyectaría heroína, o asaltaría bancos, o planearía fraudes. No haría cosas terribles como trabajar en una oficina y pagar puntualmente los impuestos. No soy Horacio Oliveira, tampoco, aparte de que no soy un hombre cultísimo de cuarentaytantos que va y vuelve de París a Argentina, yo no busco una humanidad en mí al margen de la humanidad misma. A mí, la verdad, con ingenuidad sin disculpas, me gusta la gente. No me gusta el mundo, pero me gusta la gente. Los veo ahí, como yo, gotitas perdidas en las corrientes veloces, sin capacidad de guerrilla ni levantamientos, bañaditos y perfumados por la mañana en el metro, consultando los relojes para llegar a tiempo a sus trabajos, igual que yo, bañadita y perfumada, mirando con angustia el minutero en la muñeca, los veo iguales a mí, dejándose partir la espalda, resistiendo con los dientes apretados, y así, con sensiblería cursi, me dan ganas de darles, a todos, una ventana hacia el mar, o acariciarles la cabeza, pobrecitos, de todos, nosotros, y cosas así, por el estilo, cosas que no sirven para nada.

Parece que no hay salida porque de todos modos me duele el corazón, a veces, ese músculo simbólico donde guardamos las cosas que nos duelen. Hay viajes en metro que me dejan exhausta. Esta ciudad tiene eso. El metro está tan lleno de realidad que no hay cómo evadirse, aunque hundas la nariz en la novela (y llegues al fragmento ese en el que Oliveira mira al hombre del pijama rosa que acaricia sin descanso una paloma en los pasillos del manicomio) la realidad interrumpe los sueños y las reflexiones y llega de la mano de un hombre ciego que canta horriblemente con el aparato de música a todo volumen recargado en el pecho, o de la mano del niño descalzo que pide dinero para los campesinos en Puebla, y que hay campesinos pobres lo sabe de sobra todo el mundo, y estos que vienen de Puebla se aparecen con frecuencia, pero hay algo en el gesto del niño en el momento en que extiende con rigidez el brazo para entregar un papelito que nadie acepta, una y otra vez, con la misma seriedad y el mismo ademán rígido, algo que es aguja pinchando el centro de la muñeca de cera, o ácido sobre el confort de la oficina abrigada y la música y el cafecito caliente.

Y es preferible mirar. Odiaría voltear la cabeza. Pero me dan unas ganas terribles de irme a donde nadie me encuentre y la realidad no sea, por las mañanas, el niño de rostro inteligente y sereno que extiende muchas veces el brazo con el mismo gesto y la misma rigidez multiplicada. Los que viajan siempre en coche no saben; para muchos, el resto del mundo es una mancha borrosa que se deja velozmente atrás por el espejo retrovisor, mientras van de Polanco a Las Lomas, o de Santa Fe a La Condesa. Es curioso cómo todos vivimos en la misma ciudad y nadie vive en la misma ciudad que los demás. Todos vamos siguiendo las líneas preventivas de nuestras fronteras sociales, y sólo las calles, a veces, el metro, a veces, agrietan un poco los lentes, el parabrisas, los cristalitos protectores.

Y cuando ocurre, duele. Pero a mí nunca me duele lo suficiente. Lo malo de estos ojos que ven con el párpado entreabierto es que a pesar de todo, estoy aquí, escuchando el teclear de mis dedos sobre la máquina, escuchando ahora la versión acústica de una canción que se llama “Happiness”, con la noticia de que me aumentaron el sueldo, y de que todo marcha de lo más bien y no hay por qué preocuparse.

2 comentarios:

Haydeeakin dijo...

Jimenovna (como si fueses un personaje de Dovstoyevski)... Te conozco y se que te duele el mundo, te duele la gente. Y que si te preguntas, si dudas tanto, no creo que sea porque te falte estar clavada con alguna conviccion en específico. Mas bien yo siento que tiene que ver con entender ese dolor. Me acuerdo mucho de alguna platica que tuvimos, alguna vez de regreso a casa. Recuerdo que me decías que cada quien hace su contribución, su pequeña lucha; que son como una especie de heroes anónimos, silenciosos, merodeando la ciudad, haciendo sus pequeñas (pero valiosas) contribuciones. Aquel vecino o vecina que le dio la casa de campaña al hombre que vive abajo del puente, el hombre que alimenta a todos los perritos callejeros del vecindario, entre otros ejemplos, son de esos héroes, son de esos que les duele la gente. Y creo que tu también eres como esos heroes discretos; me consta y me requeteconsta que si... Creo firmemente que todos aquellos que hacen sus grandes y pequeñas contribuciones, todos aquellos heroes anónimos, todos aquellos que regresan (al menos) una mirada no de soslayo, ni de reprenda, sino más bien de empatía y dulzura hacia aquel que les ruega un centavito, a todos ellos les duele, les duele harto la gente... y casi estoy segura tambien, de que comparten algunas dudas... que no?. Te duele la gente y te duele hasta los huesos... que bueno que no has decidido ni paralizarte, ni quitarte la vida no más por no soportarlo...

Jimena dijo...

Qué bonito sentí entrar hoy a mi compu y encontrarme contigo, en mi blog. Tienes razón. Yo creo que lo más duro en mi caso no es sentir que no se haga nada, o de que sea imposible hacer algo, sino que yo en específico llevo ya varios meses en lo que se siente como el lado equivocado de la trinchera. Pero, aumento de sueldo y lo que sea, todo se aproxima a un delicioso derrumbe. Ojalá podamos compartirlo unos meses, en Canadá o en Europa o en Asia o en África o en Cuba o en Brasil, o en Tabasco o en Oaxaca... que podamos vivir juntas un periodo incierto. Ya visité tu blog, ahora me muero por leer algo!!! (prometiste un poema desde hace mucho). Gracias por ser siempre mi angelito guardián. Te quiero muuuuchooo.