sábado, 14 de marzo de 2009

overtura

Jail is where you promise yourself the right to live…

…Neal had every right to die the sweet deaths of complete love of his Luanne.


El tiempo perdido, las horas en una fila, en cualquier espera estéril, persiguiendo fantasmas o sombras, duele. Todos esos segundos. Hay meses, hay probablemente años de mi vida que transcurrieron sin sacudidas, en alguna forma de espera o latencia, en alguna forma de soledad o laberinto. Nunca dejé de estar viva, pero fueron épocas pálidas. Crecen entonces juramentos interiores iguales a las dulces muertes de completo amor de Luanne para Neal Cassady; el hombre delgado que pasó su juventud en cárceles y luego sólo se entregó sin pudor y sin objeciones al arrastre intoxicante de su libertad. A veces hace falta un poco de encierro, un poco de tristeza afilada sobre mañanas grises, para entregarnos luego con hambre y con sed a nuestras propias muertes de completo amor, cada quien su Luanne o su Neal, cada quien su carretera veloz, cada quien su delicia, su embriaguez sin límites.

En medio, de pronto, nos cae el mundo encima, de todos modos. Hay kilómetros, muy largos, separándome del hombre que es, hasta ahora, todas mis dulces muertes de completo amor. No tengo trabajo, necesito algo de medio tiempo, el dinero se diluye angustiosamente, parece que hay que jugar el juego del sistema, buscar nuestro disfraz Godínez más convincente, peinar un poco los cabellos desordenados, y de pronto ocurre por ejemplo que me encuentro en una habitación blanca, sillas de plástico y metal, mujeres y hombres jóvenes en su mejor traje de oficinista, cabellos engominados, tristeza sin límites. Estoy fuera de lugar, me veo hippie sin remedio, a pesar de mis mejores esfuerzos. Estoy desvelada, traigo en la bolsa mentas que muerdo compulsivamente. Hay hambre alrededor de mí. Sangre joven, y hambre. Entra un chavo con su mejor máscara de éxito, se para frente a nosotros y el circo empieza. Tristeza afilada bajo la luz del cuarto en blanco. Tráfico sucio tras la ventana. Me dan ganas de llorar justo ahí, entre los trajes y las corbatas y los tacones alineados y la gente que responde a coro a preguntas estúpidas, sin convencimiento, sólo con hambre, con sus semanas o meses de búsqueda encima, capas de polvo, de ceniza gris, sobre los zapatos y los cabellos recién lustrados. Que viniera un terremoto, que se cayera el edificio con sus paredes blancas y sus lámparas blancas, que se cayera todo el pavimento que nos tapa el horizonte, y viéramos entonces una montaña con árboles a la distancia, que niños muertos de la risa nos tomaran la mano y nos ayudaran a escapar, lejos de ahí, a cualquier parte, bajo cualquier cielo azul. El imbécil con mal disfraz de joven exitoso huele el hambre y la sangre expectante y exhausta del auditorio y se pasa la lengua por los colmillos y sigue su discurso acerca de cómo “esto no son ventas”, y el dinero nos acerca a la felicidad, y en este mundo hay ganadores o perdedores y hay que profesar la fe de de los materialistas y olvidarnos de Dios o los ángeles o la dulzura o la conciencia, y cada dos o tres palabras pregunta al auditorio quebrado por el país y su crisis: “¿Puedo contar con eso?” y el auditorio roto jala aire y grita al mismo tiempo: “¡Sí!”, y el vampiro pide más humillación, más hambre, así que pregunta más fuerte “¿Puedo contar con eso?” y las filas alineadas de maquillaje y sacos grises gritan desde sus estómagos:”¡Sí!”

Salí corriendo, por supuesto, pero no voy a olvidar la escena. La violación ejercida por el mundo sobre la humanidad de sus habitantes.

Y la búsqueda sigue con tintes menos siniestros, a veces hasta un poco prometedores, y todavía no me arrepiento de nada. A veces creo que la humanidad misma, incluso así alineada con traje sastre o corbata frente al paredón, podría ser también mis muertes de completo amor. Algún día, pronto, me voy a conseguir un martillo o una bola para demoliciones, voy a golpear algunas paredes blancas, y voy a abrazar a alguien, a algún desconocido, y cuando eso ocurra voy a entenderlo, porque también fui un soldado. Es una sinfonía desamparada y dulce la de esta humanidad que se agrieta y a veces, de vez en cuando, cuando me detengo un poco, puedo escucharla, y dan ganas de llorar en medio de la calle o el microbús o el supermercado, y hay un calor que se parece a una pequeña muerte, dentro de mi pecho.- Estoy perdida en algún punto de la Nápoles o la Roma, un hombre de cuarenta y tantos, moreno, carga una caja de cartón con dulces y cigarros y camina cadenciosamente con la mercancía sobre el hombro buscando un semáforo. Le pregunto por una calle y me mira con ojos luminosos un poco avergonzados y con gestos dulces me dice, “No sé, pero mire (me señala un letrero), si usted sabe leer, ahí están escritos los nombres.” Me lo dice con inocencia. Le doy las gracias y nos sonreímos y eso es todo.

Mientras tanto, todo lo demás también ocurre. Lo que verdaderamente ocurre, lo que nos ata a la vida. Llega la voz de J. por cables y cables, hasta mis oídos, y hay ciertos timbres de su voz que parecen sólo para mí, como si pudieran pertenecerme. Una fortaleza suave crece de mis huesos hacia fuera a lo largo de los últimos seis meses. Hay seguridad y promesas frente a la incertidumbre de mi carretera, mi camino veloz y abierto. Y hoy viene mi hermana. Vamos a ver juntas a Radiohead, mañana. Se me echan encima cariños de hace muchos años, como cobijas tejidas a mano. Estoy bien. Es más, estoy convencida de que hoy, esta mañana de sábado, soy feliz.

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