lunes, 28 de abril de 2008

Antónimos de la sobriedad

Escuché en el radio que los ejecutivos deberían ir en patines de oficina en oficina. Sólo como imagen posible, de un mundo más ligero, donde todos tuviéramos más sentido del humor. Ahora sonrío cada vez que veo a mi jefe (un ser bonachón y pro-capitalista que debe pesar más de cien kilos), porque me lo imagino sobre ruedas (fosforescentes), y esa es una imagen invaluable.

Fuera de la esfera pequeñita de mi vida ocurren todo tipo de tragedias. Yo, en realidad, no conozco el sufrimiento. Lo veo de reojo cuando me obligan a mirarlo, en el metro, en las calles de esta ciudad que oculta muchas cosas y nos revela muchas otras, aunque no pidamos revelación alguna, aunque cada quien siga instalado en la comodidad sin sacudidas de su vida más o menos apacible. Si vamos a atormentarnos por algo, deberíamos atormentarnos por lo inconmensurable, como el peso sin medida de esas realidades que sólo vemos con el rabillo del ojo, mientras vamos de paso, concentrados en los pormenores de nuestra existencia. Y esa capacidad para sentir tangiblemente la injusticia o el dolor de los otros nace apenas en el corazón de seres que tienen algo de revolucionarios. La mayoría nos conmovemos sólo cuando algo nos obliga a conmovernos. Cada quien cree que hace lo que puede, y se concentra en vivir su vida, nada más.

Y si mi corazón no me alcanza para el verdadero heroísmo. Si no me voy a ir a alguna montaña a pelear por un sueño colectivo, si mis fuerzas alcanzan apenas para mis pequeños anhelos. Si no puedo ser lo suficientemente seria para lo que merece seriedad. Entonces no debería ser seria, y punto. Es hora de comprar unos patines. Seguir algunas extravagancias.

Me gustan mucho las personas que siguen el camino que les van señalando sus impulsos. Los poetas. Los vagabundos. Cualquiera que viaje por espacios secretos, fuera de los rangos de acción de ojos vigilantes. Los escapistas. Que juegan. Que van de contrabando en los vagones del tren.

No hay de otra: si vamos a comprometernos con algo debería ser sólo con las ideas verdaderamente inmensas. Belleza, justicia, amor, verdad. Me sorprende la cantidad de angustia que pueden generar ideas minúsculas como calificaciones, currículum, oficina, impuestos, o automóvil.

Todavía soy mucho más convencional de lo que me gustaría. Soy convencional, y punto. Ninguna duda al respecto. La semana pasada hice mi declaración anual para Hacienda, y luego me sentí aliviada. Soy mucho menos audaz de lo que me predico a mí misma, y con frecuencia, francamente cobarde. Pero a veces llegan olas de suavidad, ligeras, y todo aparece bajo la luz más libre que debería iluminarme siempre. La libertad, por lo menos la mía, mi libertad pequeña y egoísta, no es algo abstracto y azul, y lejano como el cielo. Es mía, y lo único que hace falta es el momento en que la tome del todo y la use para volar.

Encontré esta frase en el blog de Guillermo Fadanelli: No existen caminos verdaderos para los hombres sobrios sino pasillos iluminados que conducen a un féretro corriente.

No quiero reemplazar los caminos con pasillos iluminados. Me rehúso a la sobriedad. No porque crea que la única manera de acercarse a la verdad o la vida sea con la botella. Hay muchas maneras de embriagarnos. Hay imágenes, contactos, instantes de lucidez, que embriagan. La sobriedad me recuerda a mundos estrictos y ordenados y a la inquietud por palabras minúsculas como cuenta de cheques, o reputación.

Las palabras que más me gustan son antónimos de la sobriedad: arrebato, enamoramiento, exuberancia. Sentido del humor.

En mi propio diccionario además, sobrio no es sinónimo de frugal. La frugalidad está emparentada con una especie limpia y desnuda de independencia. Y la sobriedad es sólo el ejercicio ciego de la sensatez.

Estoy segura de que los héroes, todos los héroes que han caminado esta tierra, no fueron personas sobrias. Creo que les preocupaban las palabras inmensas y se reían alegremente de todo lo demás. Los héroes se asomaron al abismo de un exceso, y saltaron. No a un exceso autoindulgente. Sino al exceso implícito en las palabras inconmensurables.

En el mundo hay ángeles así. Personas que usan sus alas.

A nosotros por todas partes nos predican contención. O excesos demasiado vacíos como para acelerar las corrientes del alma. La gente evita la celulitis, va al gimnasio regularmente, hace dietas, se compra zapatos que hagan juego con el vestido, toma más de ocho vasos de agua al día, visita al dentista dos veces al año. La gente que puede darse el lujo de su propia somnolencia, y entregarse a los límites circulares de esas pequeñas angustias.

Nunca como ahora había probado tan de cerca el sabor de la contención. Que no es ni siquiera amargo, sino más bien insípido, apenas un poco gris.

Y nunca como ahora había sido tan cercana la posibilidad de todo lo otro. Los abismos o la ligereza. Espacios ocultos en trenes. Realidades sin vigilancia.

El mundo está abierto, como una promesa sin fin. Las alas, olvidadas, susurran una pregunta que es como una plegaria: ¿Por qué no?

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