miércoles, 17 de septiembre de 2008

un poquito de pánico

Me acuerdo perfectamente de un viernes cuando estaba en el último semestre de la prepa: caminaba con la mochila cargada de libros y ropa, por una calle cuesta arriba, bajo el sol de las dos de la tarde, sintiéndome muy cansada, con muchas ganas de llegar por fin a mi casa, y de pronto sentí pánico, porque ya había decidido irme a un programa de servicio social en educación rural en cuanto me graduara de la escuela, y me di cuenta de que era una niña consentida sufriendo por muy poco, y que estaba a punto de averiguar lo que era el cansancio de a de veras. Fue un instante de conciencia anticipada en el que me quedó claro, sin tanto romanticismo de por medio, en lo que me había metido. Y así fue. Los siguientes dos años caminé mucho, con mochilas pesadas en la espalda, por cuestas que a veces parecían interminables, y hubo momentos de sufrimiento, pero esa fue una época feliz.

Dentro de mí hubo alguna vez la fuerza necesaria para vivir esos dos años. Para vivir sola en esta ciudad, después. Pero creo que el último año de mi vida ha sido simplemente blando, simplemente cómodo. Engordo en la silla, frente a la pantalla eterna de la computadora, mientras le dedico más tiempo del que debería a escribir, por ejemplo, en este blog. Y esa sensación de pánico que sentí aquel viernes a las dos de la tarde, sudando bajo la mochila, se parece al pánico que a veces siento ahorita. Me he echado a perder. Me levanto tarde los fines de semana, y todos los días, me doy el lujo de despertar paulatinamente, con una taza de café en la cama, escuchando música, y todo está perfumado con una voluptuosidad laxa y poco demandante. Yo me voy haciendo una masa dúctil, que sigue los impulsos inmediatos sin mucha disciplina, y sólo responde a los requerimientos externos cuando cae encima la presión del tiempo.

No quiero sólo cerrar los ciclos que me hace falta cerrar, para seguir un camino que está cada vez más claro y responde a una necesidad casi dolorosa de sentido, y de contacto. Quiero ponerme a prueba. Quiero sufrir un poco. Quiero una realidad incómoda, donde no haya tanto espacio para estirarme suavemente a lo largo de la cama. No quiero ahorita marcos institucionales, ni seguridad anticipada. Quiero arriesgarme a la incertidumbre, y quiero ver si no se durmió por completo en mí la fuerza que alguna vez me permitió vivir otras aventuras que también eran necesarias, entonces, y que ahora son zonas luminosas en mi memoria. Quiero un poco de pánico.

La felicidad no se parece en nada al letargo, y tampoco se parece demasiado a la comodidad, aunque no quiero renunciar para siempre a las sensaciones dulces de los domingos en la cama, o las tardes en el cine, o las comidas opulentas, que forman parte cotidiana de una belleza sin la que seríamos seres muy fríos, voluntariamente empobrecidos. Si algo me mata, o más bien, me mantiene viva, ahora, son esos momentos deliciosos: un buen disco, una taza de café y una novela, una noche bailando sin descanso, una película a blanco y negro, instantes de comunión con la gente que quiero, con la ciudad que quiero. Regresó mi mejor amiga de una estancia fuera del país, y el fin de semana pasado, dueñas nuevamente de nuestra complicidad, la ciudad me pareció luminosa. Todo se sintió perfecto, incluyendo los puestos de fritangas en el mercado de la portales, y el ruido de los tianguis, y los taxis de Insurgentes en la madrugada, y mi edificio, oscuro, ruidoso, con Andrea que tiene cuatro años y es mi vecina, y sostiene largas conversaciones conmigo desde su ventana. Y yo conozco el lenguaje y los códigos implícitos de esta ciudad caótica, y quienes me acompañan en ella. Y me siento protegida por ángeles, cerca de mis amigos y mi familia.

Y si me voy (y todo apunta a que sí, y más me vale que sí), me voy a un lugar del que no conozco los símbolos ni las reglas, en condiciones precarias, y sola. Me voy al frío, y soy una de las personas más friolentas que existen. Me voy a partir la espalda. De eso se trata. Quiero ver si aguanto un poco de rudeza, si mis días pueden ser ásperos, y yo puedo, entonces, sobrevivirlos.

Porque además, sucede que cuando todo es nuevo y difícil uno está obligado a estar despierto, todo el tiempo. Y estar despiertos se parece mucho a ser felices.
Y nomás para seguir echándome porras, alimentando los discursos que me animen al salto final, pongo aquí un poema que escribí hace yo creo más de un año (y ya entonces me sentía tal como me siento justo ahora).

Quiero decir un día: he sido
Quiero decir: invoqué al cielo
sobre mi cabeza
y el huracán se enredó en mi cabello
y corrió mi sangre
como una roja manada de lobos
dibujando sobre la nieve
constelaciones de rosas y heridas.

Y aulló mi pecho y mi corazón se deshizo
sobre los lomos de caballos tendidos
que atropellaban la tierra, blancos,
como una avalancha de lágrimas
para los ojos secos del mundo
hundiendo en las costillas del polvo
cascos desamparados, golpeando
como las manos de los locos y
sumiéndose como cuchillos.

Quiero decir: salté a la noche
cuando no se veía nada, y nadie sabía
si habría pétalos de miel
para mi cráneo salado
o una luciérnaga breve
para el aire frío.

Quiero decir: puse mi barco entre arrebatos helados
y me dejé golpear por las olas
y me dejé quebrar en dos
y me dejé llorar
y entonar mis canciones
y susurrar mis besos
y nacer mis flores
violetas húmedas
sobre la lengua.

Ahora digo, por primera vez: he saltado
Todo es negro en este momento
no hay luz y no hay esperanza, pero espero
soplando con dulzura aliento en mi pecho.

Mi sangre empieza a correr
en hilos delgados, entre mis piernas
como la primer lágrima del primer ángel
que se lanzó hacia el mundo, desde las nubes.

Y quiero irme en mi sangre como en un río
entre los tambores de una tribu púrpura
entre las antorchas de un barco de guerra
velas tejidas con pájaros
y flechas adornadas con plumas
y cabellos trenzados con fuego.

Quiero correr con mi sangre, hacia dentro
donde están las grietas para abrir mi espalda
Ahí donde duermen salvajes las estrellas
que quieren despertar.

Y quizás, ahora, pronto,
le alcance al cielo para encender
una sola, breve, luciérnaga.

1 comentario:

Anónimo dijo...

porque te gust ael rojo..eres muy sensiblee chevere