miércoles, 10 de septiembre de 2008

"happy and bleeding"

Las últimas noches, me duermo con un hoyito en la panza, y me despierto sintiéndome fuerte y feliz. El hoyito en la panza es producto del miedo acumulado durante el día, porque de pronto, cada par de horas, llega un momento lúcido en el que queda claro que están a punto de disolverse todos mis refugios, y todo está a punto de ser muy incierto, y más difícil que ahora. A veces eso me pone tan nerviosa, que me siento ligeramente paralizada. En cuanto resuelvo el umbral de parálisis, me encuentro con que me siento feliz. Alguna vez, hace mucho, en las páginas tamaño carta de alguno de mis muchos diarios - cuadernos profesionales que ustedes nunca van a leer -escribí que la felicidad era, según yo, la conciencia intensa de lo agridulce.

Tengo miedo. Sé que todo está a punto de ser duro, en oposición a la calma suave y confortable con la que han transcurrido los meses que ya casi suman un año. Me la he pasado como gatita gorda tumbada bajo el sol, ronroneando, encogiéndome con la taza de café en la cama, en la silla de la oficina. Viviendo aventuras a la altura de estos días y estas noches, aventuras pequeñitas, egoístas.

Luego me pregunto –ahí está la raíz del miedo- si soy capaz de hacer lo que me prometo que quiero hacer. Si voy a aguantar el frío y el cansancio, y la distancia, y toda la inseguridad de un territorio nuevo, del que no conozco las coordenadas ni las reglas implícitas. Y luego me digo, con la voz más cobarde de mí misma, que qué ganas de sufrir, chingá, como esos cuates que suben montañas altísimas y peligrosas, y pasan horas y horas de dolor muscular y falta de oxígeno y momentos en los que parece que se van a morir, sólo para 5 minutos de cumbre en los que, lo único que tienen, es el orgullo de que aguantaron el sufrimiento que se infligieron voluntariamente a sí mismos. Pero bueno, hay otras promesas, promesas interiores, irrenunciables. Promesas viejas, que hay que cumplir.

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