jueves, 4 de septiembre de 2008

En vez de abedules
quisieras sembrar estrellas,
tomar a puños la luz
y germinar el cielo
para la tierra, en ramilletes
en nocturnas cosechas.

Pero la tierra es sólo la tierra
este poco de polvo, en el que todo se quiebra
estos grillos de huesos como briznas de paja
y pechos pequeños que sin embargo alcanzan, a veces
para cantar.

Y tú, silenciosa tú
de venas de arena, esperas
el golpe del tiempo
que se derrumba encima:
minutos como granizos de piedra
y días como corrientes marinas
rompiéndose siempre en el centro del cuerpo
que no sabe cantar, enfermo de cielo
envenenado por el deseo
de cristalinos surcos
para cultivar las nubes
como alfombras persas
para navegar.

Pero la tierra es sólo la tierra.
Sólo te queda quebrarte
y esperar las lluvias:
tu poquito de cielo
el único que te queda
abrir la boca paciente
hasta que un día, de pronto
desde el pecho luminoso y frágil
te nazca un ave de trigo dorado
un vuelo de profunda montaña
un aullido ronco, un himno crudo
un tarareo dulce.

Aguijoneada estás, enferma
por una cadena de ángeles
que son escombros de luz, apenas.
Pero la tierra es sólo la tierra
y ya sólo te queda
partirte en dos, con dulzura
y entonar, voz de grillo,
la sed suspendida, y el agua sucia
y el aguardiente y el pan
de todos los días.

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