viernes, 25 de junio de 2010

silencio

Para sobrevivir a lo que haya que sobrevivir, ayuda mucho tener uno, o dos, o más héroes, al lado. Cuando era más joven y me tendía, exactamente como ahora, a imaginar mis futuros probables o imposibles, me preguntaba si alguna vez iba a hacer algo verdaderamente heroico. Me respondí poco a poco en la historia que a fin de cuentas acabé viviendo, que no iba a luchar por una salvación multitudinaria; que no era lo suficientemente valiente y desprendida como para unirme a una guerrilla, por ejemplo. Que no tenía la audacia para salir demasiado de los límites sociales, legales, impuestos por el mundo, y que iba, a lo más, a escribir ligeramente por encima del renglón, de vez en cuando en los márgenes. Que no iba a ser famosa, que mi foto no iba a aparecer en playeras o carteles, que nadie iba a hacer una película basada en mi vida, actuada por estrellas hollywoodenses. Agradezco a los héroes que fueron, o son, hogueras, maravillosos derrumbes, imágenes sobre las que podemos volver muchas veces para reconciliarnos, aún, con esta incierta especie de los humanos. Pero yo quiero hablar de otros héroes. Quiero escribir acerca de los corazones heroicos que nos acompañan, que están al pie de nuestros acantilados. La gente que nos quiere sin condiciones de por medio. La gente a la que podemos regresar siempre que tengamos frío, o cuando estamos enfermos, si tenemos un raspón en las rodillas, o se nos fractura la esperanza en turno. Alguna vez haré la relación completa de mis héroes particulares, cotidianos; vale más la pena, sin duda, que la relación completa de los saltos ciegos que llenan este blog.


Hay corazones, pechos, que he conocido por mucho tiempo y de todos modos, me deslumbran. Adoro, por ejemplo, el ajetreo cotidiano de las manos de mi mamá. Esas manos salvan gatos de la calle, plantan todo tipo de cosas con la ilusión de que crezcan (hace dos días, llegó resplandeciente con una vid entre los brazos, decidida a cosechar uvas en el jardincito de su casa). Esas manos, también, diseñan mecanismos ingeniosos para tapar goteras, arreglar relojes de pared, hacer funcionar la palanquita del baño, usando materiales heterodoxos como rocas, o botones. Esas manos inventan móviles delicados con cuerda, palitos de madera, aretes que se quedaron sin el par, y me recuerdan las cosas que haría Horacio Oliveira con sus hilos de colores, antes de prenderles fuego. Ella, además, parece incapaz de derrumbarse, o dejar de querer; sin importar la dureza o la melancolía que le pongan enfrente, su vitalidad explosiva la mueve siempre a bailar en la cocina, a mirar el mundo con calidez infinita.

Así que es bueno estar en Pátzcuaro, y tenerla cerca. Este es un mundo dulcificado, suave. Se escuchan cosas como los grillos. Viviendo por varios años en la ciudad de México casi había olvidado qué se siente mirar al horizonte y sentirme seducida por una imagen de belleza y serenidad sencillas. A donde quiera que mire hay manchones verdes de bosque o montañas sobresaliendo entre la niebla. Cuando camino hasta el centro, y veo la Plaza Grande, y calles empedradas al fondo que suben hasta ex colegios jesuitas, o iglesias, recuerdo que Pátzcuaro me gusta mucho. Es un mundo que se teje sin choques con el cielo a veces azul, a veces gris. Aquí es posible, a ratos, olvidar el mundo. Y eso es precisamente lo que ocupo. La ciudad de México va a ser, siempre, mi ciudad, pero requiere de mucha energía, nada más para resistir sus embestidas, para seguirle el paso a sus estímulos. Necesito hundirme, por un rato, en un mundo que sea más bien ligero, que no pese, que no aturda. Un mundo que me ofrezca silencio para pensar.

Cuando vivía en la ciudad de México y sentía mucho ruido en mi cabeza, o alguna emoción en la panza jalando aire, mi medicina era siempre caminar. Ver el cielo encima de los edificios, el temblor de un árbol junto a la banqueta, los rostros de las personas. Entonces, recrear un poco de silencio era siempre un ejercicio de abstracción, un poco patético quizás entre el motor de los coches y las prisas de la gente y los hacinamientos de concreto. Aquí ocurre naturalmente. Aquí hay alivio apenas me asomo por la ventana, y veo un pedazo húmedo de bosque que se mece contra el cielo. Aún así, a veces, cuando me entero de exposiciones y fiestas o conciertos en mi querido defectuoso, se me tuerce el estómago de envidia (qué le vamos a hacer, no se puede tener todo).

Las épocas que mejor me sientan son más bien rojas, sangre acelerada, ojos que se humedecen con imágenes nuevas y así por el estilo. Es entonces, creo, cuando soy más feliz. Ahora, todo es más bien de un azul pálido, pero está bien. Cuando esté otra vez en el centro de los huracanes que vienen, y viva entre prisas y deslumbres, voy a extrañar, estoy segura, este mundo que se abre siempre que lo necesito, como un refugio, sin demandas.

martes, 22 de junio de 2010

patear un poquito al corazón


En “antes del anochecer” (¡mis referencias son siempre las mismas!), el personaje de July Delpy platica con el personaje de Ethan Hawke acerca de un viaje por Europa del Este, cuando aún era parte del bloque comunista. La televisión estaba en un idioma incomprensible, no había nada para comprar, ningún anuncio en las calles urgiéndola al consumo, y todo lo que podía hacer era caminar, y escribir en su diario. Por primera vez en un mundo donde nadie la empujaba a perseguir antojos o demandas, las ideas fluían velozmente, su cerebro no tenía que resistir asedios, estaba claro y descansado, y era como estar bajo los efectos de una droga, sin necesidad de drogas. El personaje de Ethan Hawke (gringo), dice que siente como si su cultura lo programara para estar todo el tiempo un poco insatisfecho; lo que tenemos nunca es suficiente, y siempre podemos tener algo más, no hay que ser felices ahora, sino después, cuando crucemos a los pastos más verdes de la cerca de al lado, y luego a la de al lado, en una carrera sin fin, sin descanso. Y entonces, ¿tienen razón los budistas? ¿No somos libres del todo hasta que nos liberamos de las cargas del deseo? El personaje de July Delpy responde: ¿no es la ausencia de deseo un síntoma de la depresión? Desear, ya sea un par de zapatos o más intimidad con otra persona, es lo que nos recuerda que estamos vivos, y tenemos ganas de seguir viviendo.

Esa conversación me da vueltas en la cabeza porque llevo semanas sin desear realmente, nada. No siento ganas de buscar a mis amigos, de salir o bailar, de ver películas, o abrir una nueva novela. Nada. Mi corazón está en blanco. No creo que esté llegando a los límites de una iluminación espiritual estilo Nirvana. Creo, más bien, que estoy muy triste. La ausencia de deseos es una señal de alarma. Pero abrir la compuerta de los deseos es abrir la caja de pandora. Lo que más quiero está lejos, indefinidamente. Si empiezo a desear, me va a doler mucho más esa distancia. Así que me llevo la vida despacito, en estado semi-despierto, con el corazón adormecido, para que el corazón aguante. La hibernación como método de supervivencia.

Es la diferencia entre existir nomás, o estar viva. Aquí enfrente, inmediato, está el umbral para una definición interior. Quién sabe qué inmensa fragilidad o cobardía me mueve a ratos a los estados de latencia. Como si todo doliera demasiado. Pero siempre me dije que valen la pena las tormentas, cuando cae el agua y nos cala, sin impermeable, sin acurrucarnos tras la ventana. Me prediqué cosas como los naufragios, escribí líneas del tipo “quemar las naves del pecho, y perderlas al fondo del mar”. En el discurso, al menos, me inclino a favor de la valentía. Mi definición íntima de la felicidad es la antítesis del adormecimiento (eso también lo digo todo el tiempo); sé, sin duda, que vale la pena no sólo sentir, sino sentir en grande, sentir con todo el sistema nervioso. Y vivir con premura, consciente de la brevedad de todas las cosas. No puedo pasar este tiempo reduciéndolo a espera, mirando el reloj cada dos minutos. El tiempo sólo se va rápido cuando lo vivimos y lo disfrutamos, y para disfrutar, hay que abrir la caja agridulce de los deseos.

Por aquí llueve. No hay tormenta, pero llueve, todos los días. Pienso en la historia particular de mis golpes y mis huracanes, y no es en realidad la tormenta lo más difícil, sino la lluvia que cae sin descanso, la sensación gris de una llovizna que no acaba. Ya sé que prometí menos auto conmiseración, pero la única forma que conozco para liberarme de los arranques de tristeza es escupiéndolos en palabras y palabras, como éstas. Lo que hace falta ahora es una sacudida, patear al corazón un poquito, para que despierte.

sábado, 19 de junio de 2010

a mí sí me gusta el mundial

Una nota en las noticias del canal once subraya lo evidente: el futbol nos hace olvidar momentáneamente la inseguridad, la crisis, la injusticia, los zetas. La cámara pasea por los rostros de la multitud reunida en el zócalo de la ciudad de México para ver el partido contra Francia. Cae el gol y todas las caras se iluminan, y la gente grita y salta y agita los brazos. Hay quienes afirman, quizás con cierta justicia, que el futbol es puro escape gratuito, receta fácil para el adormecimiento de las multitudes. A mí, la verdad, me conmovió la explosión de alegría, y cada vez que la tele mostraba a la gente intoxicada por la euforia del gol, me sentía un poquito intoxicada también. Vi el partido, desde luego, caminando nerviosamente, y aplaudí y grité con las anotaciones, igual que medio mundo. Sí. Somos un pueblo madreado, un país madreado. Sí. El futbol no corrige en nada la realidad en la que resbalamos todos los días. Pero qué bonito es que se abran de pronto ventanas breves para la felicidad colectiva.

El futbol, hasta eso, además de universal, es democrático. Los equipos se enfrentan en igualdad de condiciones, y ocurre que México domina a Francia, que Ghana y Australia empatan. Nada que ver con la realidad. He ahí el encanto. Hay un millón de experiencias que sin ser la realidad, son bellas, como las dos horas de una buena película, o los quince minutos de un buen poema. La belleza del futbol no tiene que ver con las ideas; es físico, inmediato, en cierta medida accidental, y arbitrario. Hay quienes piensan que mientras sumergirse en una novela es una forma de escape inteligente, sumergirse en los partidos de una copa mundial es una forma estúpida de escape. Uf, demasiada seriedad, demasiada solemnidad. Uno de mis recuerdos favoritos es este: la primaria donde estudié organizó un paseo para alumnos y ex alumnos y sus familias a la orilla del lago de Chupícuaro. Empezó a llover, y no sé cómo, acabamos jugando todos un partido de futbol de lo más caótico con el agua hasta las rodillas. Euforia pura. El futbol no es un placer sofisticado, es un placer sencillo. Es, ante todo, un juego. He ahí su belleza.

miércoles, 9 de junio de 2010

punto cero cero cero cero cero dos por ciento

Hoy por la mañana, salí con mi papá a caminar al “Estribo Chico”. Desde que mi hermana y yo éramos niñas, mi papá nos llevaba hasta la punta de ese cerro, a través de caminitos de tierra colorada, y lomas que se desmoronaban bajo los pies, para descansar en un claro en la cima, sobre un conjunto de piedras planas, siempre las mismas. Me gustó caminar y al mismo tiempo caminar a través de la memoria, por un trayecto que es el mismo y es distinto, y que empezó siguiendo la silueta de mi padre cuando había que dar muchos pasitos rápidos por cada zancada suya. Por muchos años no volví, hasta esta mañana.

No crean que no me doy cuenta de lo inocente que resulta mi vida, sobre todo ahora. No crecí en una pintura perfecta, pero sí tuve una infancia feliz. Mañanas como la de hoy se sienten llenas de luz, y traen encima una felicidad serena que se multiplica en caminos que se multiplican en el reflejo del reflejo del recuerdo del recuerdo del último déja vú. Este blog sería sin duda más entretenido si describiera madrugadas veloces y claroscuras en lugar de mañanas claras con reminiscencias de mi niñez. Ya lo sé. Sólo tenía ganas de escribir: estoy bien, he decidido bajar el volumen a los discursos de auto-flagelación. Prometo posts más interesantes en el futuro, próximo. No pierda usted la fe ni la esperanza, amabilísimo lector. Después de todo, ahora me doy cuenta, yo tampoco pierdo la fe, ni la esperanza (lo cual me mantiene bastante cursi, ad infinitum). Como se sabe, todos los átomos de nuestros cuerpos vienen de los átomos de la explosión con la que inició el universo. Así que en esencia, estamos hechos de materia vieja, más que milenaria; alguien famoso dijo que somos polvo de estrellas. La reencarnación de las almas quién sabe si existe, pero podemos contar al menos con la reencarnación de la materia. A veces, me da por fantasear con los orígenes de mi conjunto específico de átomos, algo así como: 1.5% de los restos de algún venado, 3% de cometa, 1.4 % de mamut, 3.1% de un gitano, 0.3% de trilobite, 2% de supernova, 1% de fresno o jacaranda, 0.3% de alguno de esos atunes que nadan cuesta arriba, 2% de una bailarina de ballet, o de un marinero. ¿Y si me hubiera tocado el .000002 % de algún artista del pasado? Hay días en que me miro muy generosamente y sueño con un milimétrico porcentaje de Rimbaud o Kerouac, un poquito de alguna de sus uñas o sus pulmones, por ejemplo, pero hay otros, como hoy, en que me da miedo que mi .000002% venga de Norman Rockwell: una tras otra, puras escenas de bondad idílica. Creo más bien que en el hígado o la vena cava, cargo con unos poquitos átomos de algún músico vagabundo, que nunca se hizo famoso, y que no se definía a sí mismo sólo como músico, pero a veces, la gente en la calle se detenía para oírlo tocar.

sábado, 5 de junio de 2010

la cumbre del amor

Alguien que conozco dijo que en la vida uno puede ser muchas cosas, pero ser víctima, eso sí qué hueva. Cada vez que siento las olas de lo que parece un océano de tristeza quebrándose en mi pecho o detrás de mis globos oculares, recuerdo que ser víctima da mucha hueva. Ser autocompasiva, qué hueva. Tejer una letanía de quejas, qué hueva. Ser víctima en público, ante lectores más o menos anónimos, qué hueva. Pero sí. Hace casi cinco meses que no veo a mi marido, y extrañarlo es una tarea exhaustiva, que dura todo el día, todos los días, y no tiene fin, ningún fin claro y definido a la distancia, y cada vez que hacemos la cuenta parece que le debemos más tiempo a la burocracia migratoria de lo que creíamos, y el estómago se me cae hasta las rodillas y luego se me desploma otra vez. Y hay momentos, hoy, y ayer, por ejemplo, en que de veras no me queda energía para nada más y todo lo que quiero es acurrucarme un rato bajo las cobijas, como víctima apropiada de mis circunstancias. Y eso que si de algo he pecado en mi vida es de romántica-optimista, y podría decir por ejemplo que estamos creando la expectación perfecta para la más larga y deliciosa de las lunas de miel, una vez que tengamos derecho a hacer nuestra vida juntos. Voy a apreciar todo, todos los detalles diminutos, todas las pequeñas irritaciones. Porque extraño todo. La distancia ha coloreado todo intensamente. Alguna médula en el hueso del fémur o la pelvis o el omóplato, alguna parte inconfesable de mi cuerpo creyó desde el principio que el amor debía ser un poquito como ahora, un poquito de Cumbres Borrascosas, un poquito de Por quien doblan las campanas, y tres días rojos, sólo tres para siempre, para el guerrillero y su mujer. Alguna de mis partes más ingenuas sonrió, hace mucho tiempo, pensando en heroínas y héroes apasionados, cabalgando por campiñas inglesas, o España durante la guerra civil, y que se mueva la tierra cuando haces el amor con alguien que puede morir al día siguiente. Aunque creo todavía que esa intensidad y ese drama aparecen una y otra vez en un sinnúmero de historias reales, mi vocación amorosa está sin duda en otro lado. Yo lo que quiero, con toda el alma, es cotidianidad sin adornos. Cocinar la cena, masajear la espalda adolorida, remendar calcetines, ver películas viejas en la tele, oírlo silbar sin descanso, oírlo cantar en la regadera. Ésa, damas y caballeros, es la cumbre del amor, y todos estos meses intensos y dramáticos, son sólo su preludio.