El amor, yo creo, puede tener todos los acentos posibles. Estoy segura de que estoy enamorada de J. de una manera no romántica. Me siento tocada y conmovida por su voz y su cuerpo delgadísimo. Lo quiero. Anoche fuimos al bar de la esquina, junto a la chamba. Un lugar típico, supongo. En ese barrio, que no es una zona fresa sino más bien lo opuesto, muy al este de la ciudad. Un barrio en Toronto con sus violencias y sus oscuridades y sus tristezas cotidianas. El bar es apenas una grabadora a todo volumen y luces de navidad sin glamour de por medio. Personajes locales y una mesa de billar. La gente va, se sienta junto a la barra o en las mesitas, y se emborracha paulatinamente. Los mismos personajes en las mismas actitudes, todas las noches. Una mujer de piel muy oscura, nativa original de estas tierras, me explicó J., que bebe sola murmurando para sí misma hasta que se pierde por completo. Un rubio de ojos azules que es amigable con todos en el bar pero mantiene discusiones violentas por teléfono, invitando a gritos a alguien del otro lado a que vaya hasta ahí para agarrarse a madrazos. J. voltea y no se inmuta y me sonríe y me dice no te preocupes, siempre es así. La bartender es una mujer china muy joven y muy bonita, esbeltísima, de cabello largo, que habla un inglés con mucho acento y juega billar y se sienta al lado de los clientes y se recarga en el hombro de uno de ellos como en el hombro de un amigo. J. los conoce a todos, `el es uno más de los personajes en el bar al final de la cuadra. Pasamos una parte de la noche hablando de nuestros países, de tradiciones mexicanas y canadienses-europeas. J. está lleno de información y datos curiosos. Le gusta la historia, y recuerda todo (a diferencia de mí, que se me olvidan las cosas), le gusta la sensación de sus raíces, mitad alemanas y mitad irlandesas. `El bebe mucho, y yo poquito. Habla con entusiasmo. J. siempre habla mucho y siempre habla con entusiasmo iluminado. Se mueve con ademanes ligeramente nerviosos y fuma un chingo, pero su voz tiene algo sereno que nunca parece romperse ni oscurecerse. Poco a poco me va contando pedacitos de su historia. Yo no la voy a repetir aquí. Queda entre `el y yo. Sólo voy a decir que es una historia triste y luminosa. Es una tragedia sin acentos trágicos. Es sólo una vida sin muchos idilios ni romanticismo. J. no se la ha pasado andando en bici bajo las hojas de maple en los barrios fresas de la ciudad, `el conoce, más bien, los callejones. A mí, como ya se sabe, esas almas que deambulan y se encienden en las periferias oscuras y fracturadas, me gustan. Me gustan más que las almas que van exitosamente en la vida persiguiendo lo que todos persiguen. Canadá tiene sus propios callejones y su violencia y J. ha estado ahí y sin embargo, nada en `el parece endurecido o roto. J. es infinitamente dulce. Está infinitamente interesado en el mundo y en todas las personas que lo rodean. Y su dulzura no nace de una bondad inocente (no se parece en nada a mi dulzura), sino que es algo intacto en `el a pesar de momentos y luchas comparables a los puñetazos y el frío. Hay mucho en J. En su vitalidad y su sonrisa y su inteligencia, mucho que es noble y sutil y cristalino y a veces casi inocente, en el centro de la aspereza. Quizás porque `el bebió mucho y yo muy poco, el acabó revelándome mucho más de su vida que yo de la mía. Le dije que ya me iba, para alcanzar transporte, porque Toronto estaba esa noche bajo una tormenta que hace a los canadienses de sangre roja quejarse del clima, lo que me da derecho oficial a quejarme también, y eso quiere decir que había ventisca aguda y nieve a raudales y muchísimos grados bajo cero. Montañas blancas acumulándose en todos lados y en todos los caminos. J. me dijo, pues como quieras, pero puedes quedarte en mi casa (J. vive muy cerca de la chamba y yo vivo hasta el otro lado de la ciudad), te quedas en mi sillón de la sala, no voy a intentar nada raro. Así que me quedé con `el. Tomamos un taxi que `el pagó. `El ya iba algo borracho, la voz más pastosa, las palabras más lentas, pero se las arregló para platicar con nuestro conductor, que era un hombre joven, de Afganistán (where all the good things are happening, bromeaba, con voz profunda y parda el hombre, mientras iba manejando en la ventisca hasta la casa de J.)
Vive solo en un departamentito de sótano. Es un desmadre absoluto. La ropa desparramada y las botellas de cerveza lo cubren todo. No había espacio libre para caminar o para dejar la chamarra o sentarse. Pero nos las arreglamos para platicar y oír algunos de sus discos y canciones favoritas (tiene muy buen gusto para la música, y la disfruta, y le gustan, sobre todo, las cosas soleadas y suaves como el reggae, y sabe más que yo de todo eso). Me preparó una camita con los cojines del sillón. Y yo me tendí ahí mientras `el bebía más cerveza y segu`ia platicando entusiasmado, y yo cerraba los ojos muerta de cansancio y `el me sacudía suavemente para despertarme otra vez. Me mostró un álbum con fotos. Poquitas fotos. Un par de `el cuando era chico. Una de su mamá. Una de su papá. Un par de su hermana. Un par de un viaje a un pueblito canadiense aislado y casi rudimentario, `el con una playera anudada alrededor de la cabeza y el torso descubierto fingiendo que es un terrorista, apuntando con una pistola de juguete hacia la cámara.
Se portó dulce y fue un caballero, y `el no tenía que trabajar al día siguiente pero yo sí, y como una hora antes de la hora en que yo debía levantarme se levantó sobresaltado pensando que ya se me había hecho tarde. Nos quedamos dormidos otra vez, y mi alarma sonó, y desde la sala podía verlo tendido en el colchoncito en su cuarto, delgadísimo, inmóvil. No lo quise despertar pero `el se despertó de todos modos y salió a la mañana helada para mostrarme el camino hasta el metro. Aprovechó para encender un cigarro, y al despedirse sólo me apretó suavemente el hombro.
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