miércoles, 5 de noviembre de 2008

Noviembre...

No tengo dinero. Cero. Pero tengo una hora extra de tiempo, inesperada, gracias a un cambio de horario del que me enteré hace dos minutos. Para sentarme en la ventana del café junto a la chamba, y tomar mi `ultimo café del día, sintiendo el sol a través de la ventana. Delicioso. Es dos de noviembre, en P`atzcuaro la ciudad está llena de visitantes y artesanías y quedan las huellas de las flores sobre las tumbas. Aquí ya se disolvieron los ecos de Halloween. Y me gustó. Ver a los niños y algunos adultos caminar con sus disfraces por la tienda. Ese fue además un día soleado y tibio y una noche sin viento y sin frío. Me gustó ir en el metro y ver a los chavos disfrazados camino hacia sus fiestas, ocultando el alcohol en bolsas de plástico en sus mochilas. Disfraces a veces cuidadosos y detallados, una Dorothy perfecta con zapatitos rojos, un hombre del siglo pasado con monóculo y bastón y reloj de cadena y sombrero de copa y bigote, un construction worker con una tabla atravesando el casco y sangre escurriéndole por todos lados. Y disfraces sin sentido, gente que se pintó la cara de rojo y de negro o azul y amarillo y agarr`o todos los trapos que se encontró en el clóset y se los puso encima. Me gustó ver las casas oscuras a lo largo de las calles, con sus calabazas encendidas y las calaveras con ojos fosforescentes colgando en las ventanas, todo apagado y los monstruos silbando para invitar a los niños, con telarañas artificiales cubriendo los jardines y los coches. Me gustó ver a los adultos susurrando en los porches. Y me gustó ver a los niños. Niños felices. Caminando en grupo por las banquetas, cargando bolsas grandes, pesadas, llenas de dulces. Hablando entre s`i en murmullos, y gritándose de un lado al otro de las calles, caminando con prisa, tratando de tocar todas las puertas del mundo antes de que se acabaran los regalos. Si hubiera tenido dinero, me habría encantado repartir dulces, también, y disfrazarme de algo terrorífico y hacer gestos teatrales al abrir y divertirme con las reacciones de mis visitantes.

Adoro estar aquí, ahora. Alimentándome de la ciudad que es apenas sus imágenes, aún. Todo se mueve vertiginosamente. El otoño se desmorona minuto a minuto y los `árboles se quedan sin hojas. Estoy en los `últimos días de gracia antes del frío de a de veras. S`e que es un frío que inmoviliza en muchos sentidos. Así que hay prisa. Para vivir y conocer la ciudad y hacer la tesis antes de que ya no pueda caminar largamente por las calles.

Lo malo es que la pranganez absoluta también es una forma de inmovilidad. Si esta fuera una especie distinta de aventura no importaría nada. Justo ahora, en la página en turno, Kerouac y Neal se han quedado sin un centavo por enésima vez, mientras van rumbo a San Francisco por segunda o tercera vez y no importa.

Yo tengo que pagar una renta, ya, y pagar el monto del transporte para llegar temprano a un trabajo al que tengo que llegar sin falta todos los días. Tengo que salir de deudas y ahorrar para `África y acabar una tesis. Ese minucioso tejido de las obligaciones está en la forma y el sentido de todos los próximos minutos y las semanas y los meses. Mientras tanto, el famoso primer adelanto del primer sueldo no llega nunca.

Lo que me gusta de mi chamba es que es física y mecánica y no requiere nada de mi mente ni mi espíritu. Esos permanecen absolutamente míos a lo largo de las jornadas. Así que sostengo largos soliloquios filosóficos, examino mi vida, voy bordando los contornos del próximo sueño con detalles inventados sobre la marcha. Una marcha a través de pasillos helados. Mientras siento c`omo se cierra el ciclo evasivo, y voy en el canal de las confrontaciones. Asumiendo umbrales, apretando los dientes, inclinando la cabeza suavemente mientras Canadá se despliega enfrente sin que yo me despliegue aún realmente en Canadá. Todo es ligeramente `áspero, y nuevo. Todavía se siente muy nuevo. Intenso. A veces, como ahora justo ahora, lo que hay es un enamoramiento luminoso de todo y de todos. Una cosquilla de sorpresa. Ayer vi a una ancianita de 70 y tantos con el cabello pintado de azul y una perforación en la ceja. Todo parece posible, todos los cuadros imaginables.

COTIDIANIDADES

Hay un hombre, ni siquiera sé su nombre, debe tener treinta y tantos, alto y delgado y de rostro largo y ojos grises y algunas canas prematuras. No es feo. Trabaja en la sección de lácteos, una zona de puros refrigeradores, el `área m`as helada de una tienda de por s`i helada. Le tengo un cariño especial a los trabajan ahí. Es la zona m`as ruda y ellos chambean con estoicismo. Hay un gordito oriental que tiene el sentido del deber m`as férreo que haya visto yo en alguien trabajando en un supermercado. Nunca lo he visto sonreír. Dice, con un acento oriental “sorry” (s`ori), todo el tiempo, después de cada frase y al principio, como si fuera un reflejo automático. Se mueve velozmente y es el `único al que he visto correr, para hacer lo que le piden. Como si hubiera un incendio o alguna amenaza de ese estilo. Lo he visto caminar con prisa (siempre tiene prisa y siempre está cumpliendo con su deber), murmurando para s`i mismo, como un mantra, “so-rry-so-rry-so-rry-so-rry-so-rry”. Me imagino que debe venir de un entorno sumamente severo. Me infunde muchísima ternura. Pero mi favorito es el hombre de ojos grises. Todos sus ademanes son serenos. Tiene una voz indescriptible, aunque la mayor parte del tiempo no habla, ni sonríe. Es una voz donde está contenida toda la dulzura del universo. Toda. Lo había visto en el cuarto del lunch y me intrigaba, su manera de comer muy lento y en silencio total, cosas seguramente preparadas por su esposa, alguna comida cuidadosamente cocinada y empacada, y su anillo en el anular izquierdo pero también su arete en el lóbulo de la oreja, lo que le da un aire rebelde que no parece cuadrar por completo con todo lo demás. Alguna vez recogí y acomodé en un estante algo que se había ca`ido, alguna cosa sin ninguna importancia de ese estilo, y `el iba caminando a mi lado y me mir`o y me sonrió a medias (nunca lo he visto sonreír por completo), y sus ojos se dulcificaron como si fueran testigos de otra cosa, algo m`as significativo, y me dijo, “thank you dear, thank you”. Esa fue la primera vez que oí su voz. Ahí estaba la explicación o parte de la clave a su aire hermético, sin carcajadas, sin arranques, sin una sola sonrisa completa: toda la dulzura del universo y una fragilidad sin defensas de otro tipo. Algún otro día, algo no funcionaba bien en los refris, y había una filtración que era necesario trapear, lo cual hice pensando que el asunto quedaba resuelto, y entonces `el me buscó y me explicó que se había llevado el trapeador y había vaciado el agua a una de mis cubetas y que la filtración continuaba, y claro todo esto no tiene importancia, pero sus palabras se desenvolvían con una voz serena y absolutamente dulce. Me hablaba con mucha amabilidad y lentitud, casi en voz baja, diciendo “dear” en todas las frases. Fui hasta donde estaba el problema y lo vi hincarse sobre el piso mojado para acomodar mercancía en los refris, empapando las rodillas de sus pantalones. Me derritió. Los hombres de la sección de lácteos no se quejan, no hacen aspavientos. Otra vez, mientras estaba en la parte trasera de la tienda pensé que estaba sola y en el circuito de `éxitos comerciales que da vueltas y vueltas en los altavoces empezó a sonar rage against the machine así que yo, por qué no, escoba y recogedor en la mano, empecé a sacudir la cabeza hacia atrás y hacia delante y entonces lo vi, testigo de mis desplantes. No hizo ningún gesto. Yo sólo me reí y me encogí un poquito y seguí barriendo. Desde entonces, nos medio sonreímos cuando nos encontramos en los pasillos. A una media sonrisa mía responde una media sonrisa suya, y viceversa.

Luego está D. (el que tiene la piel de vikingo y los rasgos afilados de marinero). Siempre se está moviendo con ademanes vigorosos. Trae un déficit permanente de sueño. Le pregunto c`omo está y siempre resulta que lleva 28 o 32 horas sin dormir o algo por el estilo. Es de noche, estamos en la entrada trasera del super, junto al estacionamiento, yo espero a C., quien me ofreció un raid en su coche nuevo hasta el metro (y como adivinar`an ustedes, estoy feliz-feliz), y D. sali`o a fumar un cigarro. Le digo que trabaja demasiado y `el me dice que no, que antes trabajaba 20 horas diarias, y que de hecho ahora le ha bajado al ritmo de actividad. Le pregunto si está ahorrando para unas vacaciones lujosas en algún lugar tropical y me responde que no, que gana el dinero para ir al banco, abrir el cajón, y sentir bonito viéndolo reposar ahí, que no tiene vida social. Hay un aire irónico en todo lo que dice, fumando y bebiendo café junto al estacionamiento en su descanso de 5 minutos. Bueno, me dice en su acento canadiense, tengo que regresar. No te has acabado tu cigarro, le digo y me responde que nunca tiene tiempo para fumarlos completos, con su tono de ironía y derrota, mientras vuelve a la tienda con largos pasos vigorosos.

Y C. Sonrisa kilométrica, hoyuelos en las mejillas. Me buscó por la tienda para ofrecerme un raid, el domingo, en su coche nuevo, porque recuerda (y a mi no se me olvida nunca), que el domingo es el `único día de la semana en que los dos salimos al mismo tiempo. Me había presumido su coche recién comprado y yo pensaba en si me iba a ofrecer un raid o no, y cuando lo hizo, no pude dejar de sonreír. Me abri`o la puerta como un caballero perfecto (es un caballero perfecto). Había una pantallita plana junto al asiento del copiloto, y le pregunté qué era, y me dijo que una tele, y que ahorita me ponía una película. Así que los diez minutos de trayecto al metro no pudimos platicar porque iba a todo volumen una película sobre Jesucristo. Y yo, sentí que me derretía por completo, pero sentí como si acompañara a un hermanito menor o algo por el estilo, y supe que no iba a suceder nada verdaderamente romántico entre nosotros. Me dijo, nos vemos mañana, y al día siguiente no llegó, y pas`e el día angustiada, porque yo sé que faltar un solo día es suficiente para perder el trabajo, y entonces me di cuenta de que C. me importaba, mucho. No llegó mi contratador con el famosísimo cheque prometido, pero a mí lo que me preocupaba era la ausencia de C. Llegó como a las seis de la tarde, y cuando lo vi en el pasillo de la entrada con su uniforme negro, volví` a sonreír. Ayer fue su día libre, así que yo no esperaba verlo, pero hacia la noche se dio una vuelta por la tienda, y me salt`o un poquito el corazón. No hay nada ahí. Pero hay algo. Algo mío. Algo que nace, creo, de la enorme vulnerabilidad de este `ultimo mes. Ando queriendo enamorarme, porque ando queriendo que me abracen. Y este hombre tiene un corazón oceánico interminable, y la sonrisa m`as luminosa de Toronto (o México). Así que todas mis debilidades se inclinan suavemente hacia `el. Pero se me hace que no hay mucha esperanza para nosotros, que `el, finalmente, está buscando a otra mujer, y yo, a fin de cuentas, a otro hombre. Sin embargo, una pequeña cercanía se dibuja entre nosotros y eso me consuela. Podemos ser amigos. O en una de esas. Qui`en sabe. Manténgase usted sintonizado.

HAMBRE (Exageradísima soy)
En el cuarto del lunch. Sola. Escribiendo en mi media hora de descanso.
Hasta hace un mes, a menos que hubiera muchísimo trabajo, yo podía simplemente tomar una hora completa, a veces m`as tiempo, para comer, comidas baratas y opulentas. Y podía bajar a dotarme de dulces a la tiendita de golosinas a granel que se enriquecía con nosotros, con todos los god`inez de la zona. Chocolates. Bombones cubiertos de chocolate. Mentas cubiertas de chocolate. Hubo una época en la que todos los residentes de los cubículos vecinos y yo interrumpíamos brevemente actividades a eso de las 11, para preparar rápidamente un desayuno, que al principio era sólo un platito de cereal con leche, o un sandwichito de jamón, pero que luego alcanzó la sofisticación de chilaquiles verdes con queso, y molletes. Dios mío, no sé por qué me torturo de esta manera. Tengo hambre, en la mañana unté el `ultimo pan de la bolsa con crema de cacahuate y luego salí corriendo con miedo a perder el autobús y lo olvidé en la cocina, y ahora no tengo un centavo para comer. Ni uno solo. Olvidé mi sandwichito de crema de cacahuate. Chingaa. Salí corriendo y lo olvidé, y no tengo dinero tampoco para el pasaje de regreso a la casa. Y pienso, ching`a, me echo limoncito en la herida y pienso en la fonda, cerca de mi extrabajo, donde dan tortillas hechas a mano recién saliditas del comal. Y venden las mejores enchiladas de la ciudad. Auch. Estoy salivando como loca. He trabajado un chingo y no tengo un centavo y no se ha relajado, ni un poquito, la sensación precaria con la que comenzó octubre.

POSDATA FELIZ.
Me abstraje de las imágenes de comida empaquetada de la tienda, de las ganas de morder una manzana, una pera, meterme un chocolate en la bolsa del pantalón. Salí a las siete, y empecé a caminar para buscar un cajero de mi banco, con la esperanza de que me hubieran depositado dinero. Caminé mucho, con un ligero dolor de cabeza, y me dio gusto, otra vez, perderme un poquito, con cierta incertidumbre, por Toronto, sin un solo centavo en la bolsa. Caminé por una zona llena de musulmanes saliendo del servicio religioso. Mujeres cubiertas con pañoletas, mujeres usando burcas, fantasmas misteriosos flotando sobre las banquetas, hombres usando barbas largas y largas camisas de algodón y sandalias y pequeños sombreros circulares. Los niños corrían afuera de la mezquita, persiguiéndose, y yo regresé a ciertos recuerdos y a ciertas sensaciones mías, a la salida de otras reuniones religiosas, cuando era chica. Luego, el barrio griego. Un grupo de hombres jóvenes y guapos y grandes fuera de un restaurante. Iba peguntándome cuántas horas tendría que caminar para llegar hasta mi casa si no había dinero en la tarjeta. Pero llegué a un cajero. Y empezaron a salir billetitos por la ranura y yo empecé a re`ir de gusto. Hoy me dan el cheque. Esa es la promesa. Mientras tanto, GRACIAS.

Me metí de inmediato a una tienda y me compré una bolsa de galletas de chocolate. La pura gloria. Y entonces me di cuenta de que por supuesto, no sé nada de la precariedad. Nada. Igual, si tengo alguna vez que enfrentarla, puedo sobrevivirla, pero no la conozco. Mi hambre duró poquito y tuvo un final feliz. Y hoy en la mañana vi las noticias sobre la crisis en la frontera con el Congo, y ni siquiera pude imaginarme la magnitud de las otras desesperaciones. Ocurren a muchos años luz de distancia de este cómodo departamentito con calefacción.

1 comentario:

Marco dijo...

Me gusta cómo escribes... mucho.

Pasaré a visitarte de vez en cuando, no tengo idea de quién seas o dónde estés, pero me gustó lo que leí.