viernes, 20 de febrero de 2009

otra oda sin consecuencias

Esta es una de mis oraciones autoflagelatorias: Infinidad de películas que no he visto, infinidad que sólo he visto a la mitad. “Buenos Muchachos”, de Scorsese: sólo vi el principio (mea culpa, otra vez), y lo que más recuerdo es un discurso inaugural de Henry (Ray Liotta) hablando condescendientemente acerca de todos los hombres comunes y corrientes que van a trabajos de 9 a 5 para ser pobres de todos modos. Mejor ser gángster, por supuesto. Por supuesto. Y yo pienso, también, en las vidas de todos los que no eligen tan libremente su destino. La existencia en este mundo jodido está compuesta por tareas más, o menos, jodidas, y es un cliché pero es cierto que para que el poeta asuma su pose reflexiva alguien le sirve el café y le lleva la cuenta hasta su mesa en la terraza y para que el aventurero tome la carretera hace falta el cobrador en la caseta de la autopista, despierto y de pie a las tres de la mañana, dando el cambio correcto con eficiencia. Así que esta ya no es la Grecia clásica pero de todos modos, para que haya filósofos, hay esclavos. Y qué bueno que haya filósofos, y poetas, y aventureros, y cineastas, y científicos, sin ellos esta sociedad acabaría por perder de algún modo su carácter humano. Pero también es cierto que estamos en contra del sistema desde la ventaja que el sistema hizo posible para nosotros. Los esclavos reciben nuestros depósitos bancarios en la ventanilla y recogen nuestra basura y reparan nuestras tuberías congestionadas y ponen productos nuevos en los estantes de las tiendas. Debe ser que he pasado muchos de los últimos meses envuelta en la sinfonía repetida de esos horarios y esas rutinas, iguales siempre, inamovibles. Y con todo mi corazón romántico les digo que la vida está en todos lados y también ahí en las existencias sin romanticismo. La felicidad y la ternura florecen igual en las universidades y en las tienditas de supermercado. La humanidad anda por ahí en todas partes, sufriendo y gozando, con los ojos a veces luminosos y con voces que se dulcifican o se quiebran, debajo de los grandes telescopios y detrás de los mostradores de las papelerías, encima del camión del gas o con el arco del violín entre los dedos. Unos eligen y otros no pueden. A unos se les reconoce y aplaude y los otros son para siempre invisibles, como si para ellos (o para mí, para nosotros) no hubiera trascendencia posible. Yo he resultado bastante apolítica en mi vida y también en mi blog (por falta de generosidad y agallas o por desamparo temprano y generacional), pero con algunas cosas siempre he estado de acuerdo, dan ganas de repetir como un eco algunas de las palabras que se dicen en el sur (...para todos, todo). Pero lo que quiero decir ahora es que nos atraviesan muchos denominadores universales, y que las existencias grises también son luminosas (muchas existencias en muchos lados son, de hecho, majestuosamente claroscuras). Y que hay una dignidad heroica en todos los que mantienen a las ciudades y los campos latiendo desde las orillas más incómodas de todas nuestras injusticias. Yo no peleo por nadie y lo único que aprendo poco a poco y con torpeza es a mirar cada vez más. A todos, en todas partes, y en todas las orillas.

La subsistencia requiere de más fuerza que las vidas desahogadas. Más espina dorsal, más pecho para jalar aire. Y esto debe ser mi romanticismo pero a veces creo que la subsistencia se las arregla para vibrar más libremente y a su manera, y a veces me gustan más las canciones de los esclavos que los conciertos de cámara. Y me gusta más mi mercadito de la Portales que las tiendas desinfectadas y muertas y producidas en serie de lugares como Perisur. Y me gustaron más los bares tristes a donde fui con J. que los cafecitos universitarios del centro de Toronto. Y no es una cuestión de principios sino de inclinaciones particulares: quién sabe por qué, me gusta votar a favor de las periferias.

México. Ruido, tendederos, congestionamiento, música a todo volumen y colonias achaparradas y grises y sin árboles, perros de la calle y puestos de fayuca. Gente que se comunica a chiflidos, gente desmadrosa. La vida en Canadá es más bonita y más limpia pero en México es más heroica. Es así, y es triste (y no), y es así.

miércoles, 4 de febrero de 2009

Estoy de regreso.

Despedida en el aeropuerto, ojos húmedos. El mundo era blanco y helado por mucho tiempo a través de la ventana del avión. Poco a poco hacia el sur reapareció la tierra parda y hubo todo tipo de cosas, lagos enormes y azules y ríos que eran líneas inmóviles y sinuosas. Me fascinaban las casas solas a la orilla de un bosque o un campo o cualquier inmensidad y apenas podía imaginarme las vidas de esas personas en el centro del mundo y lejos de todo. Compartí la ventana con un niño de cuatro años que se emocionaba con los lagos y se decepcionó porque no había barcos de papel flotando encima. Yo sólo adiviné a medias acerca de la geografía debajo, pero creo que reconocí a México de inmediato por una sensación desordenada y libre en los trazos humanos sobre la superficie del planeta. Montañas. Una línea de humo, un bosque en llamas. Luego, la ciudad. Más infinita que el lago Ontario, casi tan interminable como el mar.

De pronto, de nuevo, en mi ciudad. Todos hablando español con acento y gestos como los míos. Las pequeñas idiosincrasias de nosotros, evidentes en la manera en que dos azafatas murmuraban con complicidad femenina algún chisme, algún drama.

Bienvenida, abrazos. Yo estaba despierta casi desde la noche anterior y veía a la ciudad desenvolverse enfrente desde una burbuja adormilada, incrédula. Se desplegaba la violencia del contraste y la distancia que separa al invierno blanco de este invierno violeta y tibio, y al primer mundo con sus cortes limpios y sus árboles abundantes, sus porches y su simetría, de este mundo pobre, casas feas y cuadradas apretándose entre sí a lo largo de calles pelonas, tendederos en los techos, tinacos de concreto. Una sensación sucia y picante en el aire. Y luz, sol, jacarandas.

La casa de mi abuela. Taquitos de rajas con crema, y aguacate, y una cerveza, y la gloria.

Decidimos ir al cine (yo llevaba cuatro meses de abstinencia) y vimos “Benjamin Button”, y yo estuve de acuerdo con Benjamín cuando regresa a su casa luego de un viaje prolongado y encuentra que todo es igual pero él es distinto, así que nada es igual. Hay una secuencia (de mis favoritas) en la que se teje azarosamente una colisión que inicia cuando una mujer olvida su paraguas. Vi la colisión en la pantalla sin saber que iba en camino a mi propia colisión y quizás todo empezó con un olvido o una indecisión tan insignificante y tan significativa como la mujer y su sombrilla.

Salimos del cine. Fuimos a un cibercafé y le escribí a J. quien ya me había escrito la mañana de ese día, desde su paisaje blanco y frío.

Caminábamos hacia el metro y nos salieron 3 adolescentes en bici, con pistolas. Cortaron cartucho. Se llevaron la cartera de mi hermana, con el dinero que ella tenía para regresar a Michoacán, y se llevaron mi cámara. La cámara era mi único lujo, mi única evidencia tangible del tiempo transcurrido y las horas trabajadas. Yo pasé meses solitarios caminando en aquel mundo nuevo y lo único que hice fue tomar fotos. Las fotos estaban en la memoria de la cámara y no las había descargado en ningún lado así que se perdieron para siempre.

Apenas 5 horas de regreso en México ya no tenía nada. Era romántico pensar en que iba a ahorrar dinero suficiente para África y que iba a hacer toda una tesis mientras trabajaba seis días a la semana. La verdad es que sólo regresé con mi cámara, mis fotos, y dinero suficiente para regresar en el verano y abrazar a J., otro rato.

Ahora sólo tengo mis cicatrices. Y cuando lo pienso, cicatrices eran lo que yo quería. La certeza de que he vivido, que me tembló el pecho, que algunas veces se me aceleró el pulso y se me hincharon los pulmones como las velas de los barcos sobre el mar.

Estoy triste. Me falta J. Me duele México, su violencia, su crisis, sus chavitos de 16 años cortando cartucho, nerviosos.

No sé en qué medida soy distinta. El viaje se irá sedimentando en mí y yo entenderé poco a poco. Ahora el agua está todavía revuelta y la ola que me revuelca sigue rompiéndose.

Creo que toqué la realidad. Toqué el anti-romanticismo desde mis ojos permanentemente románticos. Toqué la imperfección claroscura y punzante de todas las cosas.

Ni siquiera el amor es romántico ahora. Mi historia de amor ha sido desde el principio casi tan triste como ha sido dulce y hermosa.