sábado, 7 de noviembre de 2015

Una vela



Hace unos meses vi una película que me gustó mucho: “20,000 Days on Earth”. Ahí, Nick Cave (personajazo) dice algo que desde entonces me acompaña, algo en lo que me descubro pensando con frecuencia: 

“All of our days are numbered. We cannot afford to be idle. To act on a bad idea is better than to not act at all, because the worth of an idea never becomes apparent until you do it.
Sometimes this idea can be the smallest thing in the world – a little flame that you hunch over, and cup with your hand, and pray will not be extinguished by all the storm that howls about it. If you can hold on to that flame, great things can be constructed around it that are massive, and powerful, and world changing.
All held up by the tiniest of ideas.”

Ese breve discurso de Nick Cave me hizo pensar en otra frase, de otra película, que me ha acompañado por años: en un documental acerca de gitanos en España uno de ellos dice algo así como que su naturaleza es soñar, no alcanzar los sueños, porque al realizar los sueños se acaban las razones para seguir soñando. Otro de los discursos repetitivos de mi vida y de este blog.

Si pudiera condensar en una sola imagen este momento de mi vida sería así: caminando en la tormenta encogida para proteger la flama delicada y frágil de un sueño. Supongo que mi vida ha sido siempre el vaivén pendular entre los momentos en que sueños (inesperados, sorpresivos) florecen de pronto, y no hay más tiempo para soñar, y sólo hay que concentrarse en vivir y tomar minutos y días abiertos y dulces como frutas maduras, y los momentos en los que los sueños son semillas que hay que proteger de la misma manera que protegemos una flama con las manos y el cuerpo en medio de la tormenta. Hay épocas en las que la vida misma es una especie dulce de incendio, y hay épocas en las que nos tenemos que aferrar a nuestra esperanza de la misma manera en la que protegemos una vela. Hay épocas que son como triunfos inesperados, épocas en las que el mundo se abre dulcemente, enorme, interminable. Y hay épocas que son el acto de luchar, épocas en las que estamos golpeando una y otra vez con el cincel y el martillo para abrir un huequito, en el mundo, donde acomodarnos. 

Hace poco fue mi cumpleaños. Qué miedo. No tengo tras de mí, como se supone, una carrera establecida y brillante. Tengo más bien una línea en zigzag hecha de interrupciones y comienzos. Los últimos 4 años, en este país que todavía se siente de muchas maneras como un nuevo país, todo ha sido sobre todo el cincel y el martillo y la lucha y proteger la llamita de una vela. Pero mi corazón no está vacío. Porque si algo he sabido hacer, desde que era chica, es soñar, y tener esperanza. Y los sueños, aun cuando son apenas la semilla de sí mismos, son poderosos, y alcanzan para alimentarnos. Aun cuando son solo la flama de una sola idea que protegemos con las manos, alcanzan para iluminarnos. Así que a esta época no le falta su propia felicidad. El acto de luchar por lo que queremos es valioso. Y si no tenemos todavía lo que queremos, somos felices porque seguimos peleando. Mientras la llama de la vela respira, y nuestro corazón respira, somos a nuestra manera felices. 

“Porque de algo hay que morir” escribió Cortázar en algún lado, creo que es algo que dice Oliveira. El acto de ganarse la vida como una manera de morir un poco. Así ha sido la vida en Canadá. Sobrevivir de maneras más o menos aburridas y más o menos cercanas a los salarios mínimos. Poco a poco se van construyendo ahí pequeños progresos, un trabajo un poco mejor y por fin, un balcón, ventanas, plantitas, cosas vivas respirando y absorbiendo luz. Paralelamente, camino con la vela en la mano aventándome la apuesta de entrar a la escuela para aprender a dibujar, y luego, dibujo en el metro, dibujo los fines de semana, soñando con ser realmente buena, un día, lo suficientemente buena para ganarme la vida viviendo y no muriendo un poco frente a la pantalla oficinesca de una computadora. Y no se me escapa la ironía de que vine a Toronto la primera vez porque me sentía asfixiada por la pantalla oficinesca de una computadora, y ahora, años después, estoy otra vez tratando de escapar de una rutina parecida. Pero está bien. Porque en el metro, en los fines de semana, los sueños respiran y nos mueven a trabajar y pelear y nos llaman con nuestro propio nombre. Y hay felicidad ahí. Una felicidad incompleta pero suficiente.

Justo antes de venir a Canadá, dando clases en la secundaria de La Ciénega, la rutina diaria era parecida a un incendio dulce o una fruta madura. Pero esa era también una felicidad incompleta porque no estaba con mi esposo. Ahora, la rutina diaria se ilumina apenas con la vela del sueño que protegemos para que no se apague, pero J. está conmigo. Así que las cosas son pocas veces perfectas. Y en toda esta imperfección se las arregla uno para ser feliz, y estar bien. Y estoy bien. De una cosa estoy segura: “All of our days are numbered. We cannot afford to be iddle.”

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