Existimos, ahora, a la sombra de una
pobreza primermundista. Es decir, podemos pagar comida china de vez en cuando,
internet, cable. Pero vivimos en un departamento diminuto, en un sótano, por
ejemplo, y no compramos cosas libremente con frecuencia, y a veces sentimos un
sobresalto de incertidumbre, sobre todo si nos dan menos horas en el trabajo, o
si hay la posibilidad de quedarnos sin trabajo. No hace mucho sin embargo, yo pasé
muchos meses al lado de personas que tenían menos todavía, mucho menos, pero más
de cualquier forma, mucho más. Hay personas así, familias así. Trabajan
aplicadamente, con sus manos, con la fuerza de sus brazos, todo el día, todos
los días, y viven sin lujos, sin cable, sin internet, sin comida china. Pero están
en el mundo, en el centro mismo de la enormidad del mundo, están bajo las
estrellas, bajo los árboles, se echan a correr libremente, en lugares sin
asfalto, sin tráfico, sin semáforos. A veces, caminando por estas calles de acá,
me imagino en cuál de todas las casas me gustaría vivir: una casa bien
iluminada, con muchas ventanas, con un jardincito, con un árbol gigante en la parte trasera. Aplicando
obsesivamente para trabajos administrativos en organizaciones no
gubernamentales (para los únicos para los que tengo certificados suficientes,
de acuerdo a las reglas canadienses), me imagino un mejor sueldo, una vida más
holgada, un departamento con más luz. En realidad no es eso lo que quiero.
Desde el principio, lo que siempre he querido, es el mundo. Los árboles, las
estrellas, las carreras de niños en lugares sin semáforos.