Día 1.
Llueve. Todos estos días, la lluvia viene con nosotros. Truenos el día de mi boda. Una carretera blanca por el granizo a la altura de Puebla. Y ahora, lluvia blanda y dulce y sin frío en nuestra primer mañana en Palenque. Casi no hemos dormido. La selva está justo alrededor de nosotros, manda sus hormigas rojas, sus pájaros, su olor a hierbas que crecen y se pudren velozmente. El aire y la tierra están llenos de alas y hojas que se sacuden, de monos y arañas que laten furtivamente, de seres que crujen y que cantan. No hay silencio, el rumor de la vida abundante cae con suavidad en el aire, todos los segundos. Contra el cielo se dibujan árboles interminables, verde oscuro, y contra esos árboles se dibujan ceibas blancas. Nos rodean parvadas de montes alados, en el centro de las nubes. Y aquí, en medio de la violencia explosiva de la selva, lo que hay es suavidad ilimitada, la sensación de que la tierra y el cielo nos cubren y nos arropan con ternura.
Día 2.
Sigue lloviendo. La lluvia es buena cuando es de noche y nos cae encima como arrullo tibio. Hoy subimos a las ruinas a través de la selva (sin lluvia). Escuchamos aullar a los monos, y escuchamos al agua rodando en arroyos y cascadas. Vimos a los árboles enraizados en las piedras de los viejos templos, creciendo como torres verdes, y blancas, y rojas. Y luego llegamos a la explanada y subimos escalinatas blancas y estábamos en el primer techo de la selva, pero la selva se alzaba aún por encima de nosotros, cantando los llamados de sus aves, las amenazas roncas de sus monos, los aleteos sutiles de sus mariposas. Y estuvimos ahí y tomamos fotos desde todos los ángulos y en todas las cumbres, y aplaudimos para escuchar el eco del Quetzal, y nos asomamos a los túneles y las tumbas y las estelas con las entronizaciones y los reyes-dioses, y las victorias y los sacrificios. A veces el estuco seguía en pie y nos mostraba flores azules, suelos negros. Estuvimos muchas horas ahí, mirando a la selva desde la punta de todas las pirámides y mirando a la ciudad maya desde todos sus centros y todas sus periferias. Estuvimos ahí, pegando el oído a las piedras, pensando en los fantasmas vivos de la ciudad desierta. Y no llovió más que una llovizna breve, como para espantar a los turistas ruidosos. Pero ahora es de noche y escribo bajo la luz de la linterna, y afuera llueve mucho, limpiamente. Sólo se escuchan conversaciones suaves a la distancia, y el crecimiento caudaloso de la lluvia.
Día 3.
Nos levantamos tempranito y nos lavamos los dientes con prisa para esperar el transporte a Yaxchilán, y Bonampak. Los tours apestan, hay que compartir el viaje con turistas gordos que se quejan porque no encuentran el cinturón de seguridad en el asiento trasero de la camioneta, hay que aguantar chistes ruidosos, y esperar a que la gente se tome la foto enfrente de cada pirámide, y cada letrerito, y cada ceiba. Pero esta vez íbamos al interior espeso de la selva, y no supimos cómo llegar de otro modo. Además nuestro chofer fue "el borrego"; simpatiquísimo y locuaz, quien nos contó historias verídicas y exageradas con un entusiasmo iluminado que me hizo pensar en mi esposo. Llovió persistentemente, de nuevo, todo el día. Aquí, en Chiapas, las nubes crecen en el suelo y desde ahí se elevan, los árboles humean humedad en volutas blancas. No hay una división clara entre la tierra y el cielo, la selva es una ola gigantesca, una montaña ondulada que se eleva sin fin, que nos aturde. Los mayas tenían razón, el cielo está sostenido por las ramas de las ceibas.
Las ceibas, por cierto, son los árboles más hermosos de este mundo.
Nos metimos con la camioneta a las olas de la selva, al cielo gris y blanco sobre los montes verdes y blancos. Llegamos cerca de la rivera del Corozal, casi en la frontera con Guatemala, y nos subimos a una camioneta de los tzeltales para la orilla del río. Familias chaparritas, silenciosas, hombres y niños firmes y ligeros bajo la llovizna, bajo las sombras verdes de esta parte del mundo. Tomamos un bote que nos llevó entre Guatemala y México hasta el sitio de las ruinas. Caminamos entre templos de hace más de mil años y ceibas de hace más de doscientos años. Piedras húmedas donde los gobernantes se perforaban las yemas de los dedos y hacían subir la sangre con el humo del copal, para los dioses. Y ahora Marlén, nuestra guía, nos sonreía con dulzura y nos platicaba las propiedades del perejil y el palo mulato. Regresamos al bote y nos morimos de frío bajo la lluvia, y comimos, y agarramos camino al terreno Lacandón, cada vez más lejos de este mundo y más cerca del corazón natural de la tierra. Tomamos otra camioneta con los lacandones y agarramos una brecha a través de lo más denso en la creciente espesura. Llegamos a Bonampak ya tarde, y Pequeño Sol nos explicó en español con acento maya las pinturas, y las estelas. No hubo tiempo de subir hasta la punta de la larga escalinata, donde antes los astrónomos se ponían a descifrar las constelaciones. Llovía, y teníamos frío, y Pequeño Sol nos explicó que estaban a punto de cerrar el sitio. Afuera, niños y niñas lacandones de largos cabellos negros y camisones de manta nos ofrecían collares y brincaban descalzos sobre el agua.
Ahora es el día siguiente y la lluvia sigue cayendo. Los músicos locales toman café y tocan la guitarra alrededor de una sola mesa en el restaurante, y en la zona de acampado no hay turistas, sólo viajeros que reciben la lluvia dulcemente, que no se preocupan por nada, que no sufren mayores tensiones aparte de encontrar el hashís que se van a fumar por la mañana. Me gusta este lugar, y sus personajes locales. Niños de cabello largo que juegan a ser aviones desde los brazos de los amigos de sus padres. Aquí no hay ruido, sólo murmullos. Música suave que no desentona con la música de la selva. Le doy un sorbito a la taza de café con mucha azúcar, me dedico a oír los rumores tranquilos del mundo. Estamos como a veinte grados pero la gente de aquí se queja del frío. Ojalá pudiera quedarme para siempre en este lugar, donde se oyen con más frecuencia los monos que los coches, y el frío a la mitad de Diciembre es estar a veinte grados centígrados.
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