Así que. Estoy de vuelta. No sé por cuánto tiempo. Al principio todo es, de nuevo, la violencia del contraste y nada más. Graffitti en casi todos los edificios y ruido en casi todas partes. Gente, familias, durmiendo sobre la banqueta afuera de la central de Observatorio. Mi edificio gris, oscuro; para variar, sin agua. Música norteña a todo volumen en el primer piso (música en todas partes). Caminé las calles abrumada por la ciudad y sus amontonamientos, concreto encima de concreto y masas humanas en todas las vías públicas, en todas las corrientes del tráfico.
Cuando me gusta mucho una película puedo verla nuevamente con alguien más y entonces me ocurre con frecuencia que me abstraigo de mí misma y lo observo todo desde los ojos imaginarios de la otra persona; me tenso o me relajo en las escenas controversiales dependiendo de si mi acompañante es liberal o no tanto, si aprueba o desaprueba la violencia o los soliloquios filosóficos, y así hasta que la película termina y sé si hubo o no una secreta comunión entre nosotros, si pudimos o no mirar de maneras parecidas las mismas cosas. Y así me ocurrió ahora con la ciudad y J. A veces me tensaba involuntariamente frente a la suciedad y la basura, y me fijaba con más atención que antes en las grietas de las banquetas; en Toronto son todas lisas y aquí él tropezaba con el cemento a cada rato.
Después de los primeros minutos el espíritu respiró profundo nomás, de vuelta en casa. Tacos de aguacate, salsa, la gente entrañable, el centro histórico de noche, silencioso, iluminado, las calles que cargan las sombras de sus siglos y sus pequeñas o grandes revoluciones, nada simétrico ni diseñado cuidadosamente, todo orgánico y caótico, y viejo. Alegre y claroscuro. Rebosante y dramático. Perros de la calle con ojos expresivos, grasa humeando en los puestos de la esquina. Soy otra vez dueña sin reservas de una ventana. Desde la suya me saluda Andrea, y entra a mi casa vestida como brujita de Halloween y se queda muchas horas, riendo explosivamente a la menor provocación, platicando en español con J. que no entiende nada y contesta en inglés. Y luego Michoacán y entonces, por fin, montañas. Nunca me doy cuenta de lo mucho que me consuelan hasta que las tengo enfrente de nuevo. Por fin, un horizonte, una cadena azul, y verde.
Corajes con las noticias en el periódico. Injusticia sin fin, impunidad sin fin, pero los barrios vibran su melodía de todos los días y sobreviven sin aspavientos. Pasa el camión del gas, el camión de las naranjas, el de los fierros viejos; J. les toma video, fascinado, y toma fotos de los tendederos y los techos pelones y sin terminar, atravesados por varillas.
Me gusta estar aquí. Me gusta esta gente, este sentido del humor. Me gusta que en Morelia todavía pueda uno fumar adentro de los bares mientras bebe una cerveza, y que en las esquinas de mi colonia en Pátzcuaro la gente arme fogatas para tomar ponche sin que los multe el gobierno. Me gusta el sol, y la luz, y me gusta mucho la temperatura sin violencia de casi todos los días. Me gusta estar cerca de la gente cercana. Me gusta no tener que extrañar a nadie y poder hablar largamente con los pies recogidos en la silla sorbiendo café, en lugar del zumbido de los teléfonos públicos en Toronto.
No hay nada malo en vivir en otro lado, en todo caso, se alargan y enriquecen las listas de las personas y las imágenes y las atmósferas que nos conmueven y nos resultan cercanas. Es sólo que las raíces pierden un poco de su consistencia sólida, quizás. Vivimos en un estado permanente de nostalgia.
Casi toda la gente que conozco de mi edad está terminando una maestría o algo así, definiendo su vida con trazos cada vez más consistentes. Yo voy exactamente al revés. Me he dedicado concienzudamente a diluirlo todo y ahora, de nuevo, el futuro es una imagen borrosa, blanca. Cierro los ojos y ahí están mis sueños, y mis planes, islas verdes que tiemblan bajo el peso del cielo. Lo que me sorprende cada vez más, es que cada vez tengo menos miedo. Me estoy entregando a la incertidumbre suavemente.
El encanto dulce de las caídas. Plum. Al agua. Y milagrosamente, todo sigue estando bien
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