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jueves, 28 de septiembre de 2017

México lindo



Visitar México siempre me da un poco de miedo. No me da miedo México, pero me da miedo abrir el corazón y luego cerrarlo abruptamente en el regreso. Ese acto de expansión y encogimiento nunca es fácil. Todo el tiempo en mi país traigo el desasosiego de la despedida y la distancia atorada en la garganta (una distancia que también se encoge y luego se ensancha, al revés del corazón), resistiendo las ganas inaguantables de mandarlo todo a la chingada y quedarme nomás. 

No es la comida (aunque daría lo que fuera, en cualquier momento, por una tortilla hecha a mano salidita del comal, o la visión de las montañas de fruta en los mercados, o un bolillo recién horneado, o un taquito de la esquina, o un plato de pozole o un tamal rosa de dulce  y un atole de cajeta y la lista es interminable). No es el clima (aunque hay que saber del pinche invierno, gris, oscuro a las 4 de la tarde, pelón y muerto, y hay que saber de la lluvia helada a tres o dos grados centígrados y un paraguas que no puede con las ráfagas de viento, y hay que saber del frío que duele en la piel y te encierra en espacios con calefacción para entender el lujo indescriptible del sol que no se acaba todo el año). No son las playas ni los paisajes ni los edificios coloniales (aunque me gusta cómo en México germinan los mejores cuadros de las escenas más modestas: un horizonte montañoso encima de los tinacos de cemento, o un cerrito verde detrás de un tendedero, o una calle empedrada y estrecha subiendo hacia una catedral amarilla o rosa). 

Lo que aprieta más fuerte al corazón cuando estoy lejos es una multitud de otras cosas: quiero escuchar el lenguaje de los chiflidos en las calles y en los portones y debajo de las ventanas, quiero escuchar ese chiflido fuerte y corto con el que los mexicanos le piden a alguien que voltee o que se asome. Quiero escuchar los llamados del afilador y el señor de los camotes. Quiero que la gente escuche el radio en las fondas, y en las tienditas y en los microbuses. Quiero la variedad y hondura de un mundo hecho de una multitud de mundos: el son jarocho o el son de tierra caliente o el abajeño o el huapango; el violín de los mariachis o de las pirecuas o de la huasteca potosina; el mole rojo o verde o negro o amarillo o coloradito (o blanco o rosa o de olla o almendrado); cada rincón sus máscaras y sus danzas y sus maneras de pedir la novia o celebrar un santo o recordar sus muertos o atesorar la imagen de un niño Dios o  peregrinar hasta una iglesia o una virgen. Quiero ver, de vez en cuando, chingá, una casa pintada de morado o verde brillante, quiero esa belleza chillona que es también una forma de alegría. Quiero que en la tienda me pregunten “¿qué te doy güerita?” y quiero que el taxista me cuente toda la historia de su vida y me pregunte la historia de mi vida. Quiero la familiaridad y la irreverencia con la que los mexicanos tratan a los desconocidos para crear intimidad y cercanía. Los canadienses son mundialmente famosos por su amabilidad y sí que son amables pero también observan siempre una distancia respetuosa que los mexicanos saben cómo romper de golpe y esa manera de hablarte de tú y hacerte un chiste no es necesariamente amabilidad sino calidez y esa calidez es irremplazable y dulce. Quiero la generosidad sin aspavientos que nace de tener por fuerza que apoyarse en la familia y en el barrio. Quiero las reuniones familiares multitudinarias. Quiero las fiestas escandalosas que se la siguen. Quiero que a veces la voluntad para ser felices y pasarla bien pueda más que las obligaciones. Quiero esa profunda, inexplicable capacidad para la alegría. Quiero el sentido del humor, negro y políticamente incorrecto, y esa manera de usar el humor para hacerle frente también a la muerte y la tragedia. Quiero esa fuerza. Es una fuerza indescriptible, sin medida, que sostiene a los migrantes a través del desierto y sostiene a la gente que trabaja duramente y sin descanso, en el campo y en las fábricas y bajo el rayito de sol en los semáforos. Más que otras cosas duele particularmente ver esa lucha, y saber que esa lucha es particularmente difícil, pero quiero la fuerza que nace cotidianamente ahí y la manera en la que la gente es fuerte sin ser áspera ni dura.
Porque quiero saber también que, si la tierra tiembla y mi casa se sacude, va a haber una multitud de manos extendiéndose hacia el derrumbe. 

Estuve en Michoacán los días del último temblor pero tuve que regresar a Toronto casi de inmediato. Y asistí desde la distancia, por televisión y redes sociales y crónicas individuales a la explosión generosa, a la solidaridad como maremoto de los mexicanos: un mar de manos, un mar de maneras de hacer cercanos a los desconocidos. En todos los países donde hay un desastre o una tragedia la gente hace lo posible por ayudar pero esto es distinto. Es espontáneo, auto-organizado (y bien organizado), es multitudinario y omnipresente, está hecho con ingenio y con imaginación, está tejido con actos de gran desprendimiento, de generosidad y calidez enormes. Así como los pueblos de pronto se levantan para hacer revoluciones, ahora en México se ha levantado el pueblo en un abrazo colectivo. Las dos cosas nacen quizás del mismo instinto, de una conciencia que vuelve a los problemas de los extraños tan importantes como los problemas propios. 

Eso lo traigo atorado como un nudo o una astilla y no hay manera de sacudir de adentro tanta distancia. Porque no es la comida, ni el clima, ni la arquitectura colonial ni las playas o los paisajes. Es la gente. Chingá. La gente chingona de México. Y esto es desde luego un error. Es un engaño del corazón que colorea las cosas libremente,  el corazón de todos es así y el mío mucho, desde siempre: una distorsión romántica tras otra. México tiene muchas cosas feas, muchas cosas malas, mucha gente chingona pero también una bola de lacras. Y acá en Canadá no hay que preocuparse por esconder el celular o la cartera y se vive en paz y sin tanto sobresalto. Pero si el corazón nos engaña es porque estamos enamorados. Y el amor no es por completo una distorsión sino también una manera de entender bien, de mirar por encima de la superficie y acceder a algo que sabemos cierto, y bueno. Estoy enamorada de México. Es mi tierra. Ahora hay que volver, de una vez por todas. Hay que volver a México. Hay que volver a vivir con los compatriotas y poner el corazón y el alma en casa, estar con la gente querida. No hay de otra.

miércoles, 9 de noviembre de 2011

Hubo una época en la que Mario Benedetti me gustaba mucho (y no es que ahora me guste menos, sino que el paso del tiempo y las transiciones biográficas me han empujado a otros escritores que son ahora los más cercanos), como siempre en el caso de la literatura (y la música, y las películas) hay frases o atmósferas o páginas o personajes que es como si nos estuvieran mirando, susurrando cosas que hacen un eco íntimo y profundo. En el caso de Benedetti, lo que más recuerdo es una página en “La Tregua” donde el personaje principal escribe que si pudiera ser cualquier cosa, cualquier profesión en el mundo, sería mesero, para asomarse todos los días a la humanidad; si pudiera admirarse y conmoverse cotidianamente con algo   no sería con cuadros ni ciudades ni monumentos, sino con el ir y venir apresurado de las personas y sus rostros. Algo así.  El caso es que cuando leí ese cachito del libro estuve profundamente de acuerdo, y mi vida ha cambiado desde entonces, y yo por supuesto he cambiado, y hace mucho que no leo a Benedetti, pero ese cachito del libro me sigue acompañando. De  hecho,  mi decisión de estudiar Antropología Social  es una respuesta, una manera de estar de acuerdo con ese cachito del libro. Y mis peores trabajos (incluido, literalmente, el de mesera en un café de la ciudad de México) han estado siempre redimidos por la oportunidad de asomarme a la humanidad. Ahora me encuentro pensando con mucha frecuencia en esa página  leída a los quince o los dieciséis años,  porque mi trabajo es precisamente asomarme a los rostros de las personas, y sus historias. Mi chamba consiste en detener a los que pasan y convencerlos a que donen dinero para ONGs tipo “Doctors Without Borders”: es un trabajo para jóvenes estudiantes o recién egresados, para gente que no tiene chance aún de hacer lo que realmente quiere hacer, pero que tampoco quiere trabajar en un café o en un McDonalds. En esa categoría caigo también, temporalmente, en lo que paso por los exámenes y las certificaciones y le voy encontrando las salidas a la vida pobretona y apenas sobreviviente de recién inmigrada.    Abundan los momentos frustrantes, sobre todo cuando no puedo convencer a la gente para que done dinero, y siento sobre mi cabeza la amenaza de un desempleo inmediato. Todos los días, sin embargo, la humanidad pasa frente a mi mesa, y se detiene junto a mí, y platica conmigo, y es tacaña y oscura, o generosa y brillante, y con mayor frecuencia de la que podría imaginarse, me cuenta sus historias. Mis compañeros de chamba son un grupo joven y original y maravilloso. Tienen hobbies como asistir a marchas de zombis; o memorizan el canto de cientos de aves para identificar su presencia detenida brevemente al filo de una sombra, en el mundo; o duermen sólo cuatro horas diarias para leer obsesivamente y no tienen más que un par de zapatos pero estantes opulentos, rebosantes de libros; o tocan el banjo; o les encanta la lucha libre; o van a convenciones de vikingos; o a convenciones de comics. Son todos muy jóvenes, y yo, a su lado, mucho mayor, me siento a ratos oficialmente perdida en todos mis comienzos, en todas las abruptas interrupciones de los últimos años de mi vida, mientras ellos parecen ir sin desviaciones hacia el futuro que han inventado para sí  mismos.   
 Todos los días platico con unos quince desconocidos (a veces muchos más), y me entero de cosas, y nunca sé de qué tamaño es la revelación siguiente, a veces es que han viajado desde la India para estudiar contabilidad en una universidad canadiense, a veces es que uno de sus hijos ha sobrevivido el cáncer (o lucha por doceava vez contra el cáncer), o que ellos mismos han sobrevivido la vida en un campo de refugiados en África. Hoy por ejemplo, conocí a un hombre que acaba de salir del hospital luego de un trasplante doble de pulmones (un hombre todavía joven que se movía lentamente por los pasillos con un andador), y a una mujer que con una sonrisa leyó para mí las letras pequeñas de los carteles para demostrar lo bien que le sirven las córneas que le llegaron en regalo desde los ojos de un muerto. Mi trabajo consiste en convencer a todos esos extraños para que donen dinero, y por unos meses fui muy buena, y ahora ya no mucho, así que en realidad no sé hasta cuándo me va a durar la gracia de este sueldo, y si hay que buscar otra forma de ganar la vida pues tampoco me da mucho miedo esa recurrente inseguridad (me he acostumbrado a recomenzar como en un espacio despejado). Respeto a la gente que no dona, porque tiene poco, o porque no cree en el asunto este de las donaciones. Los que son más bien cómicos son los que sí  creen, y lo miran a uno con una cara terriblemente compungida porque pues pobres de los niños, o los refugiados hambrientos, y ellos están ahí, blackberry en mano, de vuelta de sus vacaciones en las bermudas, y dicen que la verdad sí quisieran (a veces los ojos les lagrimean un poco mientras sostienen un vaso de café gourmet que cuesta el doble de lo que cuesta el café que bebemos el resto de los mortales), pero lo que pasa es que no les alcanza, no tienen dinero.  Ellos me recuerdan un texto en donde Guillermo Fadanelli compara esos gestos con  muecas de estreñimiento. Afortunadamente no son ellos de quienes quiero hablar porque resulta que hay muchos más (en mi memoria) de los otros, los que iluminan todo con una generosidad que se siente como una reconciliación, con la humanidad, o con el mundo (es verdad conocida que soy bien pinche romántica y bien pinche cursi). La generosidad es un acto resplandeciente, y casi nunca viene de los que tienen mucho, los más desprendidos son los que tienen muy poco (a veces casi nada), y quién sabe, es un misterio para mí  dónde están las cuerdas de esas almas que luego de luchar duramente por las cosas, las entregan sin  mayores aspavientos a alguien más. Tengo muchas historias favoritas,  migrantes ilegales con malas rodillas y sin seguro médico, mamás solteras, estudiantes extranjeros con deudas hasta el cuello, hombres y mujeres de una dulzura infinita. No me alcanza el espacio para todos, así que voy a escribir sólo de Don Jaime, porque es paisano (del mero Michoacán), y porque lo vi de nuevo este domingo. Lo conocí  hace muchos meses (Abril o algo así),  él era uno (el mayor) entre un grupo suave y tembloroso de mexicanos que se alegraron mucho que habláramos español, y de que fuéramos mexicanos, y además de Michoacán. Era un martes y ellos me contaron que ese mismo jueves les tocaba reunirse con el juez y saber si siempre sí o siempre no se podían quedar en Canadá. Yo les sonreí y les desee mucha suerte y así nos despedimos. La segunda vez fue un domingo, un mes después o algo así, Don Jaime se acercó a mi mesa, me dijo que se acordaba de mí,   y que gracias a Dios la jueza les había dado chance de quedarse, y luego en un torrente dulce me contó pedacitos de su vida, iba a ver si podía conseguir trabajo de cleaner, aunque fuera un part time, no podía trabajar de otra cosa porque no había podido aprender inglés, a lo mejor, me dijo, se le dificulta por los golpes que recibió una vez en la cabeza, en alguna de las muchas escenas de sus sufrimientos pasados, en México.  Así y todo, sin trabajo, me dijo que quería donar dinero, y no el mínimo que eran entonces 10 dólares, sino póngale usted veinte, mensuales. Luego lo vi moviéndose por algunas horas (al final le dieron el trabajo de cleaner), recogiendo los periódicos que se arrastraban en el estacionamiento, moviéndose ágilmente con su escoba y su recogedor en la mano (como yo me movía también, no hace demasiado tiempo). Antier lo vi otra vez, iba a cumplir con su turno de cleaner en el mall, se acercó a saludarme, me acuerdo de usted, Jimena, y yo me acuerdo de usted, Don Jaime, su preocupación era que le habían hablado los de Doctors without borders para una cita o algo parecido, pero él no pudo entender nada porque era puro inglés (va a la escuela entre semana, y aprende poco a poquito), fue a la oficina en el centro de Toronto, pero no se pudieron dar a entender, ni ellos ni él, me platicó una escena confusa que envolvía el uso o la falta de una identificación oficial. De nuevo, me enamoré de la sencillez resplandeciente y limpia de Don Jaime, haciendo sus esfuerzos, yendo por alguna razón oscura al centro de Toronto, donando sus veinte dólares sin falta  todos los meses. Y pienso que hay como un círculo abriéndose o cerrándose suavemente, que empieza con los michoacanos de allá,  gente que silbaba por ejemplo en las mañanas,  resistiendo el frío con los pies desprotegidos,  los 17 niños resplandecientes que dejé en la escuela de La Ciénega; y que alcanza ahora al rostro suave, el rostro dulce de Don Jaime, en un guiño o un puente invisible entre corazones similares que hacen señas desde países distintos mientras estoy ahí, para darme cuenta.     

Por lo pronto, los árboles son todavía un incendio que se desmorona poco a poco, y hace frío pero no mucho, y lo que necesito es cerrar los ojos, ahora, por un tiempo, y escuchar los rumores internos, la sangre viajando para arriba y para abajo, el alma sacudiéndose suavemente, el leve temblor de los pulmones mientras respiro, profundo, y encuentro la fortaleza para los saltos que siguen, cada vez más necesarios.  

lunes, 1 de diciembre de 2008

Son altos los decibeles de estas experiencias, porque son nuevas, porque estoy sola. Todo ocurre a otro volumen, en el límite tembloroso de mis tímpanos, y mis pulmones, y todas las membranas de todas las células. Cuando una cotidianidad crece a lo largo de las situaciones y modifica la impresión del principio, encuentro a veces una indiferencia que me desconcierta. Respecto a C., por ejemplo, ya sólo siento algo de hueva. Me sorprende lo distante de él que me encuentro ahora y me sorprende que la ilusión de un contacto o una promesa haya sobrevivido tantas semanas. Las conexiones. Ching`a. Son de mis eventos favoritos en este mundo. A veces son espejismos, a veces no. Y los viajes lo deforman todo. No confío en nada de lo que siento. A lo mejor cuando regrese a México las sensaciones de ahora y todos sus acentos van a adormecerse bajo luces disminuidas, y todo se sentirá menos, en general. Hay magias, de pronto, hay, magias, que aparecen frágilmente por un acomodo inusual en todas las circunstancias. Estar sola en una nueva ciudad y un nuevo país. Estar hasta la madre de la comunicación en inglés. Estar hasta la madre de una sensación de esfuerzo permanente, y no-relajación. Que mi paisano, de Michoacán (no el que tiene una hija que se llama como yo, sino L., el otro, el que debe tener más o menos mi edad), me hable por teléfono. Que me diga que se regresa a México al día siguiente y yo decida que tengo que verlo, aunque no haya dormido nada la noche anterior (una noche que ocurrió dulce y entre neblinas y entre canadienses y en la que bailé en un bar, y en la banqueta, con los audífonos de alguien más sobre mis oídos), y aunque haya trabajado así un turno interminable de nueve horas, y esté en mi casa, calientita, con ganas infinitas de tenderme por fin en la cama. Me pongo la chamarra a las nueve de la noche y salgo a verlo, y me lleva a cenar a un lugarcito por su casa, y por primera vez desde que llegué a Canadá me siento relajada, y hay una conexión (milagro chiquito), y hablamos, sin silencios incómodos, sin momentos rígidos, de playas vírgenes y hongos y mares y viajes y maneras de estar en el mundo y caminos y posibilidades, África y Australia. Y descubro que me gusta la manera en la que L. está en el mundo, y me gusta la manera en la que está conmigo, sentado frente a mí, bebiendo una cerveza china (que por cierto no sabe nada mal). Y su manera de estar en el mundo se parece a su manera de estar conmigo. Y hay algo cálido y dulce, por fin, en mi panza. Algo cálido en la luz bajo la que estamos juntos, comiendo comida china deliciosa, cerca de Dundas West. Y a lo mejor todo es consecuencia de los decibeles del viaje, subiéndole el volumen a todas mis impresiones. En ese momento no estoy consciente de nada, ni siquiera de la intensidad. Estoy dejando que las cosas sucedan. `El tiene ganas de pasar más tiempo conmigo y yo me echo hacia atrás, decido regresar a mi casa mientras todavía hay metro y autobús que me lleven, atrapada en pensamientos mezquinos y prácticos como que no tengo dinero suficiente para un taxi después. L. me dice en broma que me vaya con `el a México. Sólo me río. Me dice en broma o en serio que vaya a su casa y lo ayude a empacar. No quiero convertirme en una especie de `ultima conquista en Toronto. Le digo que no. Me dice que si me puede besar y me dice que le gusto y me pregunta en voz baja si `el me gusta un poquito, y le digo que sí y dejo que me bese y todo se siente suave y en su lugar. Sin aspereza sin desajustes. Se siente bien. Y es muy breve. Y soy yo la que se va y le desea buena suerte, casi corriendo escaleras hacia abajo, hacia el metro.

La intensidad y la magia de lo que ocurrió sólo me pegaron después. Todo el domingo, y ahora todo el lunes, estuve deseando que esté conmigo, que sea mi cómplice para la ciudad, y hay la promesa de otros hombres, de otros países, pero yo lo quiero a `el y hasta lo extraño, como si nos hubiéramos conocido mucho tiempo, pero sólo pasamos un par de horas solos y juntos, los `únicos dos clientes bajo la luz enrojecida de un restaurantito chino. Y `el ya está de vuelta en Michoacán. Y a lo mejor lo que sucede es sólo deformación y decibeles, soledad y Toronto. Tiene mi dirección y prometió visitarme en México pero quizás lo más mágico entre nosotros debía ocurrir ahora, y en este frío, en estas calles bajo la promesa de la nieve y todas las promesas de lo conocido y lo desconocido. Debí haberle pedido que se quedara en Canadá más días. O que de plano no cambiara su boleto, y que se quedara todo el mes, conmigo. M e pregunto si `el hubiera aceptado. Es curioso cómo lo extraño, y cómo me arrepiento de no haber pasado más tiempo con `el esa noche, haber seguido un impulso que nos abriera un espacio más amplio, a `el y a mí, juntos, en el volumen y el aire y la electricidad irrepetible de Toronto. Sospecho que en México nada se va a sentir tan dulce y cálido como se sintió aquí, pero habrá que ver. En fin en fin en fin. Hay un menú apetitoso y variado de hombres, de todos los rasgos y los tonos y los acentos. Y yo al que quiero y extraño es a mi paisano de Michoacán. Estuvimos juntos realmente sólo dos horas y ya van dos días que lo extraño.

martes, 11 de noviembre de 2008

Ah. Mi vida es estos días una cadena de momentos minúsculos, breves flashes de linterna en medio de lo espeso. Un chavo (ahora sé que se llama Zayid, y que es de Bangla Desh) de piel color olivo y ojos grandes ligeramente rasgados y labios llenos y en general muy guapo, había aparecido un par de veces por la tienda y nos habíamos mirado y sonreído. A mí me pareció guapo, eso es todo, un aire con Gael García en versión olivo. Hubo un instante muy evidente la segunda vez que nos encontramos en la tienda, porque `el iba cargando sus bolsas del súper y se detuvo en seco sólo para mirarme. Anoche, estaba hablando por teléfono en Runnymede y `el apareció en la estación del metro (que está de hecho bastante lejos de Coxwell, por donde está mi chamba), y me mir`o y se detuvo en seco otra vez, hizo un gesto de reconocimiento y esperó pacientemente a que yo terminara mi larga conversación, y decidió que mi autobús lo llevaba también a donde tenia que ir y se subi`o conmigo. `El iba sentado junto a mí y podía sentirlo ligeramente nervioso. Lleva 7 años en Toronto, tiene 29 (se ve un poco m`as chico), a mí me calculó primero 20, luego 22 y la dejamos en 24, digo, para qué corregirlo, ningún afán por la exactitud en esos terrenos. Hay un baresito a dos cuadras de mi parada del bus y `el me dijo, tómate una cerveza conmigo y yo dije, pues por qué no. Resulta que anoche había un juego de basketball muy importante y `el se moría por verlo así que preguntó en ese lugar, donde 5 hombres rojos y rubios y gordos miraban el fútbol americano, dónde había otro bar con señal de satélite y nos mandaron algunas cuadras m`as lejos y caminamos en el frío encogidos en las chamarras hasta el otro bar que estaba cerrado así que regresamos a los 5 hombres rojos y una cabeza de venado empotrada en la pared. Me invitó una cerveza canadiense. Se port`o bien (no intentó pasarse de lanza), pero no sentí ninguna conexión de ningún tipo. Sólo una especie de vacío. Ninguna electricidad ningún estremecimiento. Y nada era falso pero nada era completamente honesto. `El no me dijo ninguna mentira pero tampoco me reveló ninguna verdad acerca de s`i mismo, me ofrecía una y otra vez sólo su superficie y acabé por aburrirme. Me acompañó a mi casa y me sentí mal por `el porque no sé cuánto tuvo que caminar hasta donde iba originalmente. Tiene mi número y yo tengo el suyo y quiere que nos veamos mañana, mi día libre, pero no nos vamos a ver, no lo creo.

Con C. por otro lado, las cosas adquirieron un acento enrarecido. Tengo un nuevo compañero en la chamba que es de Bolivia, y es delicioso detenerme a veces para hablar con ` él en español. C. se dio cuenta y me dijo, ah, spanish eh? Y yo le dije que s `i muy emocionada, que era un alivio para mí, que extraño mi idioma y que extraño mi pa`is. Una cosa llevó a la otra y `el acabó preguntándome quiénes estaban allá, y entonces quiénes aquí, y yo, seguramente me puse roja, y seguramente hablé con nerviosismo y le dije que nadie en realidad, que la primera vez que hablamos le había dicho que mi familia estaba aquí por puro pánico, pero que en realidad estoy sola. Y no sé. Estábamos en el umbral de una nueva cercanía poco a poco, todo muy gradual y muy lento y muy sutil y muy ambiguo. Y ahora, vuelve una sensación de distancia, no sé qué tan irremediable. Pero ya no depende de mí. Lo mío fue un instante inocente de miedo en mi primera conversación con quien era, finalmente, un empleado de la tienda, digo, muy guapo eso s`i, pero un guardia de seguridad, y me sentí insegura sobre mi status migratorio, mi primer día de trabajo (ilegal), la primer semana en Toronto. Así que ahora todo depende de `el, y si hay distancia, entonces nunca hubo mucha cercanía y tan tan. Lo malo es que en realidad no hay, nada, apenas la promesa muy frágil de un puente.

El asunto es que, a pesar de que Zayid tiene unos labios muy apetecibles, la sensación que m`as me cala ahora es la ausencia de intimidad de cualquier tipo. Todos los roces, todos los contactos ocurren aún en las superficies, la mía, y la de todos los demás. Con Zayid me voy a sentir tan sola como me siento sin `el. C., por otro lado, tiene alma, se le nota, es un espíritu rumoroso en las coyunturas y el cuello y las líneas generales y las comisuras de la boca y el dibujo interminable de la sonrisa y los ojos. Algo templado y sólido en la voz. No quiero acurrucarme en cualquier pecho entre unos brazos al azar. Quiero sumergirme en una voz profunda y protectora. Quiero electricidad y nerviosismo. No confío en los hombres que no me ponen nerviosa.

Y no estoy enamorada de C. Todo es todavía un juego que puede jugarse con dulzura. Hay luz que es una pequeña luz cuando me coquetea o parece como que me coquetea, y hay oscuridad que es una diminuta oscuridad cuando lo siento lejano o poco interesado. No hay vida ni muerte involucradas, sólo las horas que transcurren en el microcosmos de una tiendita canadiense. Hay sombras, las siluetas de promesas silenciosas, o de silencios absolutos, entre nosotros, fantasmas moviéndose muy lento sin revelar nada, sin veredicto alguno. Estoy fascinada con mi novela en turno, y estoy llegando a algunas de mis páginas favoritas, donde por ejemplo, Kerouac describe a Bill Burroughs: “… He was a gray, nondescript looking fellow you wouldn’t notice on the street, unless you looked closer and saw his mad bony skull with its strange youthfulness and fire--- a Kansas minister with exotic phenomenal fires and mysteries. He had studied medicine in Viena, known Freud too: had studied anthropology, read everything: and now he was settling to his life’s work, which was the study of things themselves in the streets of life and the night.” Y pienso, que desde luego, quiero algo de eso. He ahí mi disyuntiva. Quiero libertad, pero quiero además, significados. No estoy en la línea de Borroughs, porque no podría sobrevivir a una convicción nihilista, he ahí mi drama, me fallan al mero final las convicciones. No puedo creer en el sinsentido así como me cuesta trabajo creer en los sentidos absolutos. Lo he escrito aquí muchas veces, yo no quiero teorías universales, a mí denme destellos, denme luciérnagas, eso es todo. Así que en el esquema mayor de nuestras vidas, no sé si C. y yo podamos entendernos, `el dueño ya de una luz serena y eterna, y yo cachando el momento de breve incendio en la panza de los insectos, fascinada también por la noche y la poesía incierta de algunos callejones. A veces, creo que ahí está la raíz de mis problemas, de toda mi tristeza. Me falta ser radical. Creo que los seres m`as bellos del planeta son también en alguna medida radicales. Creyentes. Místicos. Tienen fe. Fe a la manera de Borroughs, en las posibilidades infinitas de las búsquedas sin moraleja alguna. En el carácter infinito de la posibilidad. Fe en todo lo posible y asequible. Ejercicio sin cortapisas de la libertad. O fe a la manera de los monjes que vi en aquel documental (En el gran silencio), fe en lo místico y lo profundo y lo interior, también infinito. En el carácter absoluto de la contención. Y `Ángeles sobrevolando con suavidad nuestras cabezas, suspirando con cierta melancolía sobre nosotros. Me siento incapaz de la radicalidad, pero irremediablemente atraída hacia ella. La verdad es que, en el fondo de todas las cosas, lo que me mata es el mundo, y unas ganas enormes de creer. Así que qui`en sabe. Qui`en sabe. En una de esas C. y yo podemos estar cerca, o en una de esas estamos lejos sin remedio. Me inclino m`as a la radicalidad de los que buscan que a la radicalidad de los que se apuestan en el mundo desde la torre inexpugnable de una sola respuesta, de una vez y para siempre y por encima de todas las cosas. En el fondo, aún, me aterran las definiciones totales. Y me atraen los vagabundos hambrientos que consumen libertad en porciones abundantes. He descubierto promesas nuevas a lo largo de este viaje. Empiezo a creer también en los `Ángeles. Pero no estoy hecha de materia religiosa. En realidad C. y yo no hemos sostenido ninguna conversación que dure lo suficiente para saber si, después de todo, podemos entendernos. Yo hago eso. Todo el tiempo. Soy una tejedora sedienta y me gustan las imágenes lejanas. Me gusta pensar largamente en las posibilidades de la posibilidad antes de que nada sea, de hecho, posible. Lo que me sorprende es que habiendo una frontera tan evidente entre nosotros, una separación probablemente insalvable en nuestras maneras de situarnos en el mundo, me encuentro escribiendo sobre `el, y pensando en `el, derretida por su voz, que es sin lugar a dudas la voz m`as sexy, hasta ahora, de Toronto y sus inmediaciones. El domingo pasado no me buscó para ofrecerme raid. Me encogí de hombros ligeramente triste, salí a la tarde oscurecida y lluviosa y he aquí que he ahí, `el, esperándome a la salida, tocando su claxon. No pudimos platicar esta vez tampoco, porque ahora traía a todo volumen la música de su banda. Uf. Y el asunto es que suenan muy bien. Intensos. `El no es el vocalista principal, pero caché su voz, cantando a ratos, y sólo podía pensar en que esa voz tiene algo, marino o selvático, ronco y maravilloso, que no puedo resistir. Por supuesto, para mí, no es necesario agonizar respecto a todas estas cosas. Todo puede quedarse tranquilamente en un juego dulce y suave para jugarse por unos meses, hasta que regrese a México. Estoy aquí por un rato nada m`as. As`i es más fácil. Agonizo un poco porque creo que C. lo piensa todo en términos más absolutos y la levedad es imposible a su lado. Quizás eso también me atrae. Será posible enamorarse de alguien sólo por su corazón? En fin en fin en fin.

miércoles, 5 de noviembre de 2008

Noviembre...

No tengo dinero. Cero. Pero tengo una hora extra de tiempo, inesperada, gracias a un cambio de horario del que me enteré hace dos minutos. Para sentarme en la ventana del café junto a la chamba, y tomar mi `ultimo café del día, sintiendo el sol a través de la ventana. Delicioso. Es dos de noviembre, en P`atzcuaro la ciudad está llena de visitantes y artesanías y quedan las huellas de las flores sobre las tumbas. Aquí ya se disolvieron los ecos de Halloween. Y me gustó. Ver a los niños y algunos adultos caminar con sus disfraces por la tienda. Ese fue además un día soleado y tibio y una noche sin viento y sin frío. Me gustó ir en el metro y ver a los chavos disfrazados camino hacia sus fiestas, ocultando el alcohol en bolsas de plástico en sus mochilas. Disfraces a veces cuidadosos y detallados, una Dorothy perfecta con zapatitos rojos, un hombre del siglo pasado con monóculo y bastón y reloj de cadena y sombrero de copa y bigote, un construction worker con una tabla atravesando el casco y sangre escurriéndole por todos lados. Y disfraces sin sentido, gente que se pintó la cara de rojo y de negro o azul y amarillo y agarr`o todos los trapos que se encontró en el clóset y se los puso encima. Me gustó ver las casas oscuras a lo largo de las calles, con sus calabazas encendidas y las calaveras con ojos fosforescentes colgando en las ventanas, todo apagado y los monstruos silbando para invitar a los niños, con telarañas artificiales cubriendo los jardines y los coches. Me gustó ver a los adultos susurrando en los porches. Y me gustó ver a los niños. Niños felices. Caminando en grupo por las banquetas, cargando bolsas grandes, pesadas, llenas de dulces. Hablando entre s`i en murmullos, y gritándose de un lado al otro de las calles, caminando con prisa, tratando de tocar todas las puertas del mundo antes de que se acabaran los regalos. Si hubiera tenido dinero, me habría encantado repartir dulces, también, y disfrazarme de algo terrorífico y hacer gestos teatrales al abrir y divertirme con las reacciones de mis visitantes.

Adoro estar aquí, ahora. Alimentándome de la ciudad que es apenas sus imágenes, aún. Todo se mueve vertiginosamente. El otoño se desmorona minuto a minuto y los `árboles se quedan sin hojas. Estoy en los `últimos días de gracia antes del frío de a de veras. S`e que es un frío que inmoviliza en muchos sentidos. Así que hay prisa. Para vivir y conocer la ciudad y hacer la tesis antes de que ya no pueda caminar largamente por las calles.

Lo malo es que la pranganez absoluta también es una forma de inmovilidad. Si esta fuera una especie distinta de aventura no importaría nada. Justo ahora, en la página en turno, Kerouac y Neal se han quedado sin un centavo por enésima vez, mientras van rumbo a San Francisco por segunda o tercera vez y no importa.

Yo tengo que pagar una renta, ya, y pagar el monto del transporte para llegar temprano a un trabajo al que tengo que llegar sin falta todos los días. Tengo que salir de deudas y ahorrar para `África y acabar una tesis. Ese minucioso tejido de las obligaciones está en la forma y el sentido de todos los próximos minutos y las semanas y los meses. Mientras tanto, el famoso primer adelanto del primer sueldo no llega nunca.

Lo que me gusta de mi chamba es que es física y mecánica y no requiere nada de mi mente ni mi espíritu. Esos permanecen absolutamente míos a lo largo de las jornadas. Así que sostengo largos soliloquios filosóficos, examino mi vida, voy bordando los contornos del próximo sueño con detalles inventados sobre la marcha. Una marcha a través de pasillos helados. Mientras siento c`omo se cierra el ciclo evasivo, y voy en el canal de las confrontaciones. Asumiendo umbrales, apretando los dientes, inclinando la cabeza suavemente mientras Canadá se despliega enfrente sin que yo me despliegue aún realmente en Canadá. Todo es ligeramente `áspero, y nuevo. Todavía se siente muy nuevo. Intenso. A veces, como ahora justo ahora, lo que hay es un enamoramiento luminoso de todo y de todos. Una cosquilla de sorpresa. Ayer vi a una ancianita de 70 y tantos con el cabello pintado de azul y una perforación en la ceja. Todo parece posible, todos los cuadros imaginables.

COTIDIANIDADES

Hay un hombre, ni siquiera sé su nombre, debe tener treinta y tantos, alto y delgado y de rostro largo y ojos grises y algunas canas prematuras. No es feo. Trabaja en la sección de lácteos, una zona de puros refrigeradores, el `área m`as helada de una tienda de por s`i helada. Le tengo un cariño especial a los trabajan ahí. Es la zona m`as ruda y ellos chambean con estoicismo. Hay un gordito oriental que tiene el sentido del deber m`as férreo que haya visto yo en alguien trabajando en un supermercado. Nunca lo he visto sonreír. Dice, con un acento oriental “sorry” (s`ori), todo el tiempo, después de cada frase y al principio, como si fuera un reflejo automático. Se mueve velozmente y es el `único al que he visto correr, para hacer lo que le piden. Como si hubiera un incendio o alguna amenaza de ese estilo. Lo he visto caminar con prisa (siempre tiene prisa y siempre está cumpliendo con su deber), murmurando para s`i mismo, como un mantra, “so-rry-so-rry-so-rry-so-rry-so-rry”. Me imagino que debe venir de un entorno sumamente severo. Me infunde muchísima ternura. Pero mi favorito es el hombre de ojos grises. Todos sus ademanes son serenos. Tiene una voz indescriptible, aunque la mayor parte del tiempo no habla, ni sonríe. Es una voz donde está contenida toda la dulzura del universo. Toda. Lo había visto en el cuarto del lunch y me intrigaba, su manera de comer muy lento y en silencio total, cosas seguramente preparadas por su esposa, alguna comida cuidadosamente cocinada y empacada, y su anillo en el anular izquierdo pero también su arete en el lóbulo de la oreja, lo que le da un aire rebelde que no parece cuadrar por completo con todo lo demás. Alguna vez recogí y acomodé en un estante algo que se había ca`ido, alguna cosa sin ninguna importancia de ese estilo, y `el iba caminando a mi lado y me mir`o y me sonrió a medias (nunca lo he visto sonreír por completo), y sus ojos se dulcificaron como si fueran testigos de otra cosa, algo m`as significativo, y me dijo, “thank you dear, thank you”. Esa fue la primera vez que oí su voz. Ahí estaba la explicación o parte de la clave a su aire hermético, sin carcajadas, sin arranques, sin una sola sonrisa completa: toda la dulzura del universo y una fragilidad sin defensas de otro tipo. Algún otro día, algo no funcionaba bien en los refris, y había una filtración que era necesario trapear, lo cual hice pensando que el asunto quedaba resuelto, y entonces `el me buscó y me explicó que se había llevado el trapeador y había vaciado el agua a una de mis cubetas y que la filtración continuaba, y claro todo esto no tiene importancia, pero sus palabras se desenvolvían con una voz serena y absolutamente dulce. Me hablaba con mucha amabilidad y lentitud, casi en voz baja, diciendo “dear” en todas las frases. Fui hasta donde estaba el problema y lo vi hincarse sobre el piso mojado para acomodar mercancía en los refris, empapando las rodillas de sus pantalones. Me derritió. Los hombres de la sección de lácteos no se quejan, no hacen aspavientos. Otra vez, mientras estaba en la parte trasera de la tienda pensé que estaba sola y en el circuito de `éxitos comerciales que da vueltas y vueltas en los altavoces empezó a sonar rage against the machine así que yo, por qué no, escoba y recogedor en la mano, empecé a sacudir la cabeza hacia atrás y hacia delante y entonces lo vi, testigo de mis desplantes. No hizo ningún gesto. Yo sólo me reí y me encogí un poquito y seguí barriendo. Desde entonces, nos medio sonreímos cuando nos encontramos en los pasillos. A una media sonrisa mía responde una media sonrisa suya, y viceversa.

Luego está D. (el que tiene la piel de vikingo y los rasgos afilados de marinero). Siempre se está moviendo con ademanes vigorosos. Trae un déficit permanente de sueño. Le pregunto c`omo está y siempre resulta que lleva 28 o 32 horas sin dormir o algo por el estilo. Es de noche, estamos en la entrada trasera del super, junto al estacionamiento, yo espero a C., quien me ofreció un raid en su coche nuevo hasta el metro (y como adivinar`an ustedes, estoy feliz-feliz), y D. sali`o a fumar un cigarro. Le digo que trabaja demasiado y `el me dice que no, que antes trabajaba 20 horas diarias, y que de hecho ahora le ha bajado al ritmo de actividad. Le pregunto si está ahorrando para unas vacaciones lujosas en algún lugar tropical y me responde que no, que gana el dinero para ir al banco, abrir el cajón, y sentir bonito viéndolo reposar ahí, que no tiene vida social. Hay un aire irónico en todo lo que dice, fumando y bebiendo café junto al estacionamiento en su descanso de 5 minutos. Bueno, me dice en su acento canadiense, tengo que regresar. No te has acabado tu cigarro, le digo y me responde que nunca tiene tiempo para fumarlos completos, con su tono de ironía y derrota, mientras vuelve a la tienda con largos pasos vigorosos.

Y C. Sonrisa kilométrica, hoyuelos en las mejillas. Me buscó por la tienda para ofrecerme un raid, el domingo, en su coche nuevo, porque recuerda (y a mi no se me olvida nunca), que el domingo es el `único día de la semana en que los dos salimos al mismo tiempo. Me había presumido su coche recién comprado y yo pensaba en si me iba a ofrecer un raid o no, y cuando lo hizo, no pude dejar de sonreír. Me abri`o la puerta como un caballero perfecto (es un caballero perfecto). Había una pantallita plana junto al asiento del copiloto, y le pregunté qué era, y me dijo que una tele, y que ahorita me ponía una película. Así que los diez minutos de trayecto al metro no pudimos platicar porque iba a todo volumen una película sobre Jesucristo. Y yo, sentí que me derretía por completo, pero sentí como si acompañara a un hermanito menor o algo por el estilo, y supe que no iba a suceder nada verdaderamente romántico entre nosotros. Me dijo, nos vemos mañana, y al día siguiente no llegó, y pas`e el día angustiada, porque yo sé que faltar un solo día es suficiente para perder el trabajo, y entonces me di cuenta de que C. me importaba, mucho. No llegó mi contratador con el famosísimo cheque prometido, pero a mí lo que me preocupaba era la ausencia de C. Llegó como a las seis de la tarde, y cuando lo vi en el pasillo de la entrada con su uniforme negro, volví` a sonreír. Ayer fue su día libre, así que yo no esperaba verlo, pero hacia la noche se dio una vuelta por la tienda, y me salt`o un poquito el corazón. No hay nada ahí. Pero hay algo. Algo mío. Algo que nace, creo, de la enorme vulnerabilidad de este `ultimo mes. Ando queriendo enamorarme, porque ando queriendo que me abracen. Y este hombre tiene un corazón oceánico interminable, y la sonrisa m`as luminosa de Toronto (o México). Así que todas mis debilidades se inclinan suavemente hacia `el. Pero se me hace que no hay mucha esperanza para nosotros, que `el, finalmente, está buscando a otra mujer, y yo, a fin de cuentas, a otro hombre. Sin embargo, una pequeña cercanía se dibuja entre nosotros y eso me consuela. Podemos ser amigos. O en una de esas. Qui`en sabe. Manténgase usted sintonizado.

HAMBRE (Exageradísima soy)
En el cuarto del lunch. Sola. Escribiendo en mi media hora de descanso.
Hasta hace un mes, a menos que hubiera muchísimo trabajo, yo podía simplemente tomar una hora completa, a veces m`as tiempo, para comer, comidas baratas y opulentas. Y podía bajar a dotarme de dulces a la tiendita de golosinas a granel que se enriquecía con nosotros, con todos los god`inez de la zona. Chocolates. Bombones cubiertos de chocolate. Mentas cubiertas de chocolate. Hubo una época en la que todos los residentes de los cubículos vecinos y yo interrumpíamos brevemente actividades a eso de las 11, para preparar rápidamente un desayuno, que al principio era sólo un platito de cereal con leche, o un sandwichito de jamón, pero que luego alcanzó la sofisticación de chilaquiles verdes con queso, y molletes. Dios mío, no sé por qué me torturo de esta manera. Tengo hambre, en la mañana unté el `ultimo pan de la bolsa con crema de cacahuate y luego salí corriendo con miedo a perder el autobús y lo olvidé en la cocina, y ahora no tengo un centavo para comer. Ni uno solo. Olvidé mi sandwichito de crema de cacahuate. Chingaa. Salí corriendo y lo olvidé, y no tengo dinero tampoco para el pasaje de regreso a la casa. Y pienso, ching`a, me echo limoncito en la herida y pienso en la fonda, cerca de mi extrabajo, donde dan tortillas hechas a mano recién saliditas del comal. Y venden las mejores enchiladas de la ciudad. Auch. Estoy salivando como loca. He trabajado un chingo y no tengo un centavo y no se ha relajado, ni un poquito, la sensación precaria con la que comenzó octubre.

POSDATA FELIZ.
Me abstraje de las imágenes de comida empaquetada de la tienda, de las ganas de morder una manzana, una pera, meterme un chocolate en la bolsa del pantalón. Salí a las siete, y empecé a caminar para buscar un cajero de mi banco, con la esperanza de que me hubieran depositado dinero. Caminé mucho, con un ligero dolor de cabeza, y me dio gusto, otra vez, perderme un poquito, con cierta incertidumbre, por Toronto, sin un solo centavo en la bolsa. Caminé por una zona llena de musulmanes saliendo del servicio religioso. Mujeres cubiertas con pañoletas, mujeres usando burcas, fantasmas misteriosos flotando sobre las banquetas, hombres usando barbas largas y largas camisas de algodón y sandalias y pequeños sombreros circulares. Los niños corrían afuera de la mezquita, persiguiéndose, y yo regresé a ciertos recuerdos y a ciertas sensaciones mías, a la salida de otras reuniones religiosas, cuando era chica. Luego, el barrio griego. Un grupo de hombres jóvenes y guapos y grandes fuera de un restaurante. Iba peguntándome cuántas horas tendría que caminar para llegar hasta mi casa si no había dinero en la tarjeta. Pero llegué a un cajero. Y empezaron a salir billetitos por la ranura y yo empecé a re`ir de gusto. Hoy me dan el cheque. Esa es la promesa. Mientras tanto, GRACIAS.

Me metí de inmediato a una tienda y me compré una bolsa de galletas de chocolate. La pura gloria. Y entonces me di cuenta de que por supuesto, no sé nada de la precariedad. Nada. Igual, si tengo alguna vez que enfrentarla, puedo sobrevivirla, pero no la conozco. Mi hambre duró poquito y tuvo un final feliz. Y hoy en la mañana vi las noticias sobre la crisis en la frontera con el Congo, y ni siquiera pude imaginarme la magnitud de las otras desesperaciones. Ocurren a muchos años luz de distancia de este cómodo departamentito con calefacción.

jueves, 16 de octubre de 2008

Tiempos laborales

8 horas del dia ocurren todos los dias en el pequenio mundo del supermercado. Me ando moviendo todo el tiempo, pero muchas veces, me gustaria detenerme y platicar, por ejemplo con C., que es manager y tiene un vistoso tatuaje en el cuello y la nuca y la mirada fija y un poco dura, y grita muchisimo, y tiene un sentido del humor abusivo y dice fuck, todo el tiempo. Uno de mis primeros dias en la chamba estaba en la parte trasera de la tienda, a donde llegan los proveedores con sus grandes camiones para entregar mercancia, y vi a C. gritando como maton newyorkino a alguien afuera: What the FUCK, GET THE FUCK AWAY FROM MY STORE RIGHT NOW, DON'T COME NEAR THIS PLACE!! Y yo, pense que a lo mejor Toronto me iba a mostrar finalmente alguno de sus lados mas oscuros y esperaba ver a algun delicuente heroinomano y medio ido tratando de escabullirse por la parte trasera o algo asi, pero en lugar de eso, de un camion de refrescos salio un hombre como de 60 anios y rostro asiatico y sombrero de pescador y ademanes parsimoniosos, a quien C. le seguia gritando GET THE FUUUCK AWAY FROM MY STORE, IS COREA FREE DAY, TODAY, a lo que el hombre respondia con una sonrisa serena desde un estado de animo ironico y zen, mientras C. decia cosas cada vez peores, sin ningun limite, y se aventaba lineas del tipo "Your wife doesn't get mad because she was with me all night", a lo que el coreano respondia sin inmutarse ni un poquito "Yes, she likes that young stuff". Y asi, por cinco minutos divertidisimos, que acabaron con el coreano diciendole dulcemente a C. "Hey, have a great fucking weekend", y C. respondia you should bring your kids someday, y los dos se despedian como amigos de toda la vida. Y tambien me gustaria detenerme a platicar con D. (quien, por otro lado, parece que nunca se detiene), alto y delgado, tambien con un tatuaje en el cuello y la piel roja como de vikingo y los rasgos afilados como de marinero. Camina para todos lados con rapidez y energia, siempre asumiendo con estoicismo las consecuencias del ultimo desastre sin dejar de hacer comentarios ironicos acerca de su recien adquirido status como manager (Why did I ever become one, what a fucking headache). Y tambien esta R., el viejecito de las verduras, quien se mueve suavemente empujando los carros llenos de broccoli o manzanas y lo hace chiflando con dulzura, tiene la voz muy delgada y ronca y quebradiza, y es el unico que cuida de no ensuciar los pasillos, como si estuviera cuidando de no hacerme trabajar en exceso. Creo que es originario de algun lugar de Europa Oriental. Y esta J., flaquito, no muy alto, los jeans siempre le quedan flojos y tiene una manera muy particular de caminar, con pasos largos y ligeros. Me mira, me pregunta como estoy, le pregunto como esta y me explica que esta crudo, que no se siente bien, y luego, mira, me dice senialando su cabeza, con los cabellos parados y revueltos como si se acabara de despertar, No puedo arreglar esto, me dice, le echo agua, y no pasa nada, vuelve a quedar igual. Y hay algo dulce y vital en el y en la manera en que se conecta con los demas, que me derrite un poco todos los dias, pero especialmente hoy, su cabello revuelto me hizo sonreir cada vez que me lo tope en los pasillos.

Y sigo haciendo mi chamba entre los canadienses quienes en general se portan muy bien y cuando me ven limpiando algo me dicen "Oooooh, very good job, ei? It loooks beeautyfuuuuul, just like new!, o me sonrien y comentan al pasar junto a mi, working hard ei? Y hace poco alguien se acerco mucho a mi, por detras, y susurro juguetonamente en mi oido: I'm right behind you, y yo voltee y me rei y alcance a ver los ojos azules y las patas de gallo y la nariz grande y afilada de un hombre como de treintaytantos y todo fue muy rapido asi que no lo pude ver bien, solo recuerdo la sensacion de su voz en mi oido y luego la vision breve de su perfil de mirada muy azul. Desde entonces, lo busco en todos los clientes de la tienda, porque tambien estoy enamorada de el, digo, de el tambien, por que chingados no. Y abuelitas dulces me sonrien y me preguntan, oooh, how you're doing dear? Y el super es un espacio publico tan fascinante como el metro o el autobus, pasan los rusos hablando ruso y los chinos hablando chino, mujeres musulmanas con una panioleta en la cabeza, o cubiertas con burcas que solo les dejan los ojos al descubierto, y hombres con turbantes al lado de hombres con corbata, y todas las indumentarias junto a todos los acentos. Asi que en medio de todo, aunque hay momentos en que realmente desearia estar en otro lado, especialmente si el dia es azul y tibio y yo en lugar de estar en las calles o en un parque estoy confinada a la tienda que es como un congelador, la verdad es que tambien ahi, estoy enamorada de Toronto.

Y bueno, C. mi querido C. guardia de seguridad, quien tiene una voz y una risa que llenan el espacio de manera profunda y luminosa. No es un guardia severo, mientras vigila el pasillo de la entrada platica y rie con los clientes, con el cuate de la india que vende tarjetas de credito, y su voz es algo nocturno y calido y mis oidos se han hecho sensibles a ese timbre y se han acostumbrado a buscarlo en toda la tienda (donde, por otro lado, siempre estan sonando exitos comerciales de los 80's, 90's y dos miles, y juro que voy a ser feliz cuando no me vea obligada a escuchar otra pinche y repinche boy band). No se cuanto tiempo lleva C. trabajando en la tienda, pero hace coneccion con todos. Lo he visto acercarse a ancianitas que se inclinan temblorosas sobre sus compras y tomarles las manos suavemente y decirles, hey, how are you, y ellas lo reconocen y le sonrien como a alguien querido. Hoy, por fin, platique un ratito con el en el cuarto del lunch. Parece ser que hoy fue su ultimo dia en la universidad y se gradua ya como trabajador social (vamos por muy buen camino pense mientras lo escuchaba), le interesa trabajar con chavos, en carceles. Su primer amor es la musica (ni mandadito hacer, iba pensando yo mientras tanto), toca el piano, tiene una banda llamada Di-verse integrada por un salvadorenio que rapea y una chava palestina (me presto los audifonos para que oyera una cancion y la verdad es que suenan muy bien), quiere tener su propia disquera algun dia. Cuando le pregunte como conocio a la gente de su banda me explico que en la iglesia (oooh, pero si ibamos tan bien, segui pensando para mis adentros). Asi que es religioso. Y yo aprecio el asunto espiritual pero no soy muy buena para el asunto dogmatico. Tengo ganas de seguir platicando con el. Me encanto la forma en que le apasionan las cosas que le apasionan y la forma en que sonrie ampliamente y sube el oscuro tono de su voz hablando de ellas. Me gusta la forma en que se conecta con el mundo, como queda claro en su forma de conectarse con el microcosmos de la tienda. Siempre esta platicando y riendo, verdaderas conversaciones y no comentarios banales sobre el clima, con la gente que esta a su lado, y su risa es un temblor brillante y azul, completamente azul. Le dije que el dia se me habia hecho interminable porque andaba necesitando una aspirina desde que empece la jornada en el trabajo, y el fue despues a la oficina de los managers, y me busco por la tienda para darme una pastilla de Tylenol. Mi heroe. Mi caballero de luminosa armadura.

lunes, 13 de octubre de 2008

Octubre es el mes en el que naci, y es un mes para lugares del norte, donde el otonio es el otonio y de pronto, hay por encima de nuestras cabezas un techo amarillo y rojo, que tiembla. Toda la luz es distinta. Florecen plantas delicadas al raz del suelo. Hay ardillas a diestra y siniestra y de pronto, en una claro tras una casa, hay una congregacion de cuervos, graznando, volando bajo, en grupo, de un conjunto de ramas al siguiente. Los canadienses van en bici, en shorts, con hijos, con tenis, con perros. Es lunes de Thanksgiving y es como domingo. La temperatura es tibia y el cielo, parcialmente azul. Vi a un chavo caminar al lado de su perro labrador, subir un sendero y luego, tras un grupo de arboles (pero sin esconderse demasiado) encender brevemente una pipa. Me dieron ganas de seguirlo. Cerca de la multitud, mas arriba, unos italianos jugaban una cascarita de futbol contra unos balcanicos (quien sabe de donde eran pero se llamaban entre si con esos hermosos sonidos rusos o yugoslavos llenos de yyyes y vvves y sschhsces). Jugaban con los torsos desnudos y ese era un espactaculo casi tan seductor como el otonio. Camine por senderitos lejos de todo y luego norteada como soy me dio miedo perderme (aunque no habia manera), y regrese a una zona con mas gente a recargarme en un tronco y sentir el sol en las piernas.

Anoche vi una de las mejores peliculas que he visto en mi vida (Ja, a lo mejor digo eso con mucha frecuencia, pero siempre es la verdad). "Cool hand Luke" con Paul Newman. Uf. Estoy enamorada de el. Lo he visto en muchas peliculas que me han gustado mucho y en las que el me ha gustado muchisimo, pero esta es sin dudas mi favorita. No se si califica como una "feel good movie", por eso de que muestra algo humano que parece inquebrantable en alguien a quien intentan quebrar, todo el tiempo. A mi me entristecio un chingo. Los seres mas extraordinarios de este mundo no forman parte del mundo, se mueven en las orillas y los callejones de la tierra, se portan como locos, se rebelan, se pierden para siempre en la selva, estan encarcelados porque ejercen y respiran y exudan una libertad corrosiva y el mundo percibe su amenaza y les pone grilletes en los pies. Son los santos de la tierra. Me los imagino, sombras esbeltas, y sonrisas dulces y peligrosas. Frugales, raidos, luminosos. Agiles, veloces. Los poetas, los que no usan corbata ni trajes de negocios sino el polvo sutil de muchos caminos, en la periferia de todas las cosas. Son seres ligeros a quienes obligan a llevar no uno, sino dos juegos de cadenas en los pies, para clavarlos en la gravedad del mundo. Seres capaces de escurrirse a traves de todos los candados y todos los cerrojos.

Estoy aqui, y a veces, Mexico es una mancha borrosa y lejana y apenas tangible y en lugar de las imagenes hermosas y caoticas y desesperadas e mi ciudad y de espacios como el metro donde las asimetrias se muestran con todos sus dientes amarillos en chavos que por ejemplo dejan caer sus espaldas sobre el vidrio de botellas y ensenian el torso con sangre reciente y cicatrices viejas, aqui las hojas de maple tintinean con suavidad protectora por encima de las cabezas y por todos lados hay arboles y una sensacion limpia. Y dan ganas, por que no, algunas veces, de vivir en una de esas casitas de madera de dos pisos y jardines frontales y que los ninios dibujen juegos de avion interminables sobre el asfalto de una calle sin amenazas ni sobresaltos. Ir al parque los domingos, jugar tenis. Porque ademas, aqui por lo menos hasta ahora la impresion es que la gente no parece perseguir algun frenesi de consumo sino que trabaja y vive confortablemente en medio de la diversidad mientras los ecos de muchos idiomas y muchos acentos suenan en los autobuses y el metro y las calles. Ligeramente paradisiaco todo, la gente es amable y casi angelical, y en las noticias locales los crimenes que escandalizan son que alguien grafiteo un monumento o que una rata fue vista cerca de un restaurante chino. Y yo pienso en el dolor de estomago todavia reciente por la noticia del 15 de septiembre en Morelia. Alla decapitan y tiran granadas, aqui alguien pintarrajeo una estatua. Aqui hay paz. Hay una suavidad dulce. Y entonces pienso en que esto es precisamente de lo que ando huyendo, de la suavidad dulce y la comodidad letargica. Aunque para mi, por supuesto, nada ha sido comodo ni letargico hasta ahora, y yo miro la tarjeta postal de Toronto desde la aspereza y la embriaguez de mi propia soledad y mi incertidumbre. Lo que pienso es que aqui hay cosas que pierden peso y se hacen borrosas, como el metro en Mexico. Uno puede olvidar las otras caras del mundo, aunque tambien estan aqui, en los migrantes, los que van en este metro cubiertos por el polvo de las construcciones y duermen en el asiento, exhaustos, molidos. Y los que son deportados, y los que viven bajo la sombra permanente de la deportacion. Hay gente que paga precios caros para estar aqui, y puede ser expulsada sin advertencia. No todos tienen derecho al paraiso.

La pregunta es si queremos este paraiso. A mi me atraen, por el contrario, siempre me han atraido, las orillas, los callejones de los santos y los locos y los vagabundos. Pero no he vivido ahi, sino en mis propios refugios de filigrana. Me consuela saber que puedo derrumbarlos, como acabo de hacerlo. Puedo renunciar a mi chamba e irme del pais sin preparativos ni redes, con algo de dinero prestado y una maleta empacada dos horas antes de enfilarme al aeropuerto. Y puedo llegar a otro pais con una historia inventada para los oficiales migratorios y un par de telefonos de hostales y una referencia vaga sobre Dufferin Station y el periodico de los latinos. Pero no estoy acostumbrada a mi libertad o mi valentia, y las ejecuto con inseguridad temblorosa. No tengo la sonrisa de Cool Hand Luke sino una espalda ligeramente doblada bajo pesos como nubes, ciudades lluviosas por encima de mis cabellos y mis huesos. Es solo que es delicioso asomarse a uno mismo en medio del derrumbe. Estar intensamente envuelta en un descubrimiento del que yo misma no estoy excluida. Y algo crece en mi a traves de Toronto, todos los dias, y todas las noches. Es la certeza de una vela de navegacion hinchada por el viento y la velocidad, en mis pulmones, que no se desgarra, que aguanta la rudeza aun tibia, aun tierna, de todo lo que me sucede.

Yo no tengo muchas cosas. No tengo la sonrisa peligrosa y libre y dulce de Cool Hand Luke, ojala la tuviera. Tengo una voz suave, y ademanes fragiles. Pero lo que tengo es una capacidad sin reservas para enamorarme. Asi que siempre me estoy enamorando. Y ahora, estoy enamorada todo el tiempo, de las imagenes del otonio, y las calles ordenadas, y las siluetas de las construcciones, y los graffitis de algunos muros, y los acentos y los rostros de la ciudad, una ciudad hermosa. Y me estoy enamorando tambien, como en un juego, ahora me doy cuenta, de mi jamaiquino (por lo menos aqui, ahora, y porque todo es un juego, quiero escribir MI jamaiquino), que es guardia de seguridad en el super donde trabajo. El primer dia que empece a trabajar ahi nos miramos y nos sonreimos muchas veces y para mi todo era como un juego y no importaba demasiado. El segundo dia el salio a buscarme y me pregunto de donde era y cuanto llevaba en Toronto (y yo estupidamente le menti y le dije que mi familia vivia aqui, porque llevar una semana en Toronto y sola era evidencia muy clara de que no tengo permiso para trabajar y me entro el panico), y apunto mi nombre para no olvidarlo(y me dijo el suyo, y me dijo que nacio en Toronto pero sus origenes estan en Jamaica), y desde entonces, es el unico en la tienda que me saluda y se despide de mi usando la version canadiense de Jimena (que suena algo asi como Yimina, y Yimiena y Yimieni, dependiendo de quien lo pronuncie, pero el me dice Yimina). Es, creo, un poco mas chico que yo, tiene un tono de piel muy oscuro, casi azul, y la voz oscura, con timbres casi azules. Su rostro es simetrico y parece esculpido a mano y tiene los ojos grandes y redondos y la mejor sonrisa del planeta. Asi que ya descubri que me gusta, y eso, por supuesto ha echado todo a perder porque ahora soy, de nuevo, una nerviosa ninia de secundaria. Es curioso. Uno pensaria que esos panicos microscopicos deberian desvanecerse ya a estas alturas, sobre todo despues de los grandes panicos mas recientes.

La luz ha ido cambiando y tambien los matices del otonio en el parque. Ojala tuviera camara para tomar fotos (es lo primero que voy a comprar con el primer adelanto del primer sueldo). He estado aqui suavemente tendida, suavemente enamorada de todo, de todas las cosas. Las pilas del discman acabaron de morir. Ya se fue el sol. Ahora me levanto para caminar otro rato.