Pues resulta que sí, que yo, quien alguna vez dije que desconfiaba del matrimonio tanto como del capitalismo o los dogmas religiosos, me casé. La boda ocurrió tan vertiginosamente como todo lo demás el año pasado. Se planeó en dos semanas. La noche anterior todavía estábamos mi familia-ángel, amigas-ángeles, mi hermana-ángel, y yo, pelando zanahorias para la cena, y cosas parecidas. Todo se arregló (como siempre) a última hora, y a final de cuentas J y yo tuvimos nuestro momento mágico para prometernos el corazón, el uno para el otro. Me la pasé muy bien. Me sentí muy agradecida por la presencia tangible de mis ángeles guardianes de carne y hueso. Sentí que fue la celebración perfecta para el amor, que es, a fin de cuentas, algo que vale la pena celebrar.
Así que yo, mujer desconfiada, que iba adormecida en las corrientes del mundo, sin asirme a una ideología, ni una religión, ni una superstición, ni una teoría científica, ni una corriente académica, que me sentaba todos los días en el cubículo de una oficina pensando en la belleza que se enciende brevemente, en los espasmos luminosos de las luciérnagas o el cielo, y que a veces, cerraba los ojos fervorosamente para desear el amor, y creer en el amor, como el personaje más rosa de la más rosa de las novelas, me encontré, de pronto, y de una vez por todas, practicando esa fe indecisa con la convicción de los discípulos o los profetas. Con los ojos muy abiertos y el cuerpo adolorido por el esfuerzo.
A lo mejor, otros iniciados están de acuerdo conmigo en que ese es apenas el principio, que el amor es luminoso y agridulce, y que para sobrevivir tiene que ser un amor en guardia, que demanda la mejor versión de nosotros mismos, casi siempre. Lo fundamental ocurre en secreto, en la determinación silenciosa de seguir amando cuando al otro se le caiga el cabello y luego los dientes y la piel se le llene de pecas, seguir amando todos los días el retrato completo y cambiante, imperfecto, después de que la realidad haya cincelado toda la superficie para mostrarnos la otra belleza, profunda y claroscura. Mientras uno esta ahí, igual de desnudo, esperando también que nos acepten y nos quieran de todos modos. Sin cuentos de hadas. Todo lo contrario. Y a pesar de eso, un chingo de esperanza, mientras nos dejamos dominar por la ternura, y la empatía, para resistir la irritación y el cansancio alimentándonos con poesía cotidiana, tejida con minutos, diálogos y silencios, sutiles actos de magia, sombras y aleteos, la alquimia perfecta que transforma a la cercanía en más cercanía.
Él tomó un avión de regreso a Canadá, ayer a las dos de la tarde. Se abre así (por segunda vez) una distancia física impuesta sobre nosotros por las burocracias respectivas de nuestros países. Esta vez, no sé exactamente cuándo voy a poder alcanzarlo allá, en su región fría y suave bajo la sombra de los árboles y los parques, porque todo depende de un montón de elementos que no puedo controlar, incluyendo el buen o mal humor de un montón de oficiales de gobierno. Ahora no queda de otra más que ir purgando la distancia, un día a la vez, un minuto a la vez, hasta que se acabe. Y no tengo derecho al dramatismo porque como siempre, estoy aún en alguna orilla más cómoda y más fácil. He pensado mucho en las esposas de los migrantes ilegales que cruzan la frontera arriesgando la vida, y que no regresan sino hasta después de varios años, cuando sus hijos ya están grandes, y ya no los conocen. Y las esposas de los soldados, que no saben si les va a regresar un hombre vivo o muerto, y qué tan herido o incompleto.
Comparar las desgracias propias con desgracias mayores ayuda con la perspectiva pero no mucho, porque a fin de cuentas uno es muy egocéntrico y acaba gravitando alrededor de su propio conjunto insignificante de dificultades - el sufrimiento nos vuelve egoístas, escribió Chejov en uno de sus cuentos; guiño-guiño para Haydeéakin Skyfire quien me lo platicó una vez con el entusiasmo que define a esa mujer cascabelito.
En fin en fin. Si el año pasado lo que hice fue saltar hacia el vacío, echando la cabeza hacia atrás y relajando las manos, el año que comienza requiere de que incline la cabeza como los toros a punto de la embestida, resistiendo el golpe del viento, poniendo un pie delante del otro cuesta arriba hasta que la cuesta se suavice, y nos deje descansar.
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