sábado, 23 de enero de 2016

Oda a una emoción salvaje




La nostalgia (igual quizás que cualquier otra en el espectro de las emociones humanas) no es un objeto ni un estado sino algo parecido a un animal que nos respira por dentro. Las emociones son seres vivos. Las traemos ahí (¿en el corazón, en la panza, en los lagrimales?) y a veces son animales domésticos y a veces son animales salvajes. La primera vez que me ocurrió pensar en una emoción como un ser vivo fue con en el amor. No se llega al amor como a una cumbre para descansar luego ahí con placidez el cuerpo y mirar algún dorado horizonte agarraditos de la mano. El amor respira, a veces frenéticamente, y a veces casi deja de respirar por completo y justo cuando pensamos que estamos dejando de querer a la persona que queremos (y nos entra una aguja de pánico), todo se enciende otra vez, en un inesperado arranque de deslumbre, y ahí está el amor, con las chapas rojas y el pulso acelerado y vaya usté a saber de qué oídos internos para una u otra forma de poesía, y gracias a qué repentino gesto o palabra o imagen bajo cierta luz irrepetible, el amor se salva a sí mismo de la catástrofe y sobrevive (o no sobrevive). El amor es un ser vivo y todos los días cambia, crece, o envejece, se enferma, se recupera. Igual es la nostalgia. Y hay que vivir en otro país para sentir claramente su violencia. Pero la nostalgia no puede acompañarnos todos los días porque no podemos pasar todos los días bajo toda esa tristeza azul e interminable. Así que la enjaulamos. La guardamos cuidadosamente en una caja y le ponemos candado, no hay de otra. La nostalgia pertenece a la categoría de las emociones no domésticas. El amor, con toda su ferocidad,  puede ser una emoción doméstica. La nostalgia no. Hace poquito regresé a México por unos días. Pude ver a una amiga (por un acomodo geográfico inesperado y casi accidental), pero me la pasé sobre todo, todo el tiempo, cobijada por mi familia. Tenía dos años sin verlos. Ya sabía que la nostalgia, ese tigre, se iba a salir de la jaula y que ahora, de nuevo en las temperaturas bajo cero y los árboles pelones del invierno canadiense, iba a ser difícil acomodarla en su espacio cuadriculado y con llave de todos los días (el único espacio desde donde podemos conservar una emoción no doméstica, y sobrevivirla). Debo decir, sin embargo, que la nostalgia (igual que los animales salvajes), tiene algo deslumbrante cuando es libre, y nos dejamos golpear de lleno por su sombra azul y salada. No hay muchas emociones así, sólo dos o tres variantes de la tristeza, nada más; arranques de frío o de lluvia con un paisaje resplandeciente en el fondo. Y duele, y por eso la jaula es necesaria, pero qué dulce es caer de vez en cuando en esos abismos lluviosos, y sentir claramente en todos los huesos todos los kilómetros de esa distancia, y detrás de todos esos kilómetros, sentir en todas las falanges y en todos los vasos sanguíneos,  irrepetibles y más hermosos que nunca, los territorios que extrañamos, y las personas que amamos y que se mueven en esos territorios, sentirlos así, en la lejanía, detrás de una cortina salada que en lugar de esconderlos los revela con una claridad violenta. La nostalgia, además de ser una emoción no doméstica, pertenece a la categoría de las emociones cinematográficas (y en esto último sí que  se parece al amor). La cotidianidad ofrece sus cuadros llenos de dulzura, pero la nostalgia proyecta esos cuadros en pantallas gigantes y los vuelve irrepetibles. A veces es bueno (duele, pero es bueno, y duele, pero es a su manera muy bello), asomarse al mundo (un solo cachito del mundo, un caleidoscopio de rinconcitos en el mundo), a través de la nostalgia. Así que estoy agradecida. Agradecida y triste, de esa forma lluviosa y azul. 
 
Acabo de ver “The end of the tour”, basada en una serie de entrevistas que un periodista llamado David Lipsky le hizo a un escritor llamado David Foster Wallace. Y yo, no se diga ya que no he leído a ninguno de los dos, sino que hasta esta película, no sabía siquiera que existían. Pero la película me gustó mucho, tanto en realidad que prometo que mi próxima lectura será Infinite Jest con todas sus mil y pico páginas. El caso es que en un momento de la película David el escritor le dice a David el periodista que, en el momento en que la tecnología se ponga mejor y más sofisticada, él va a tener que dejar el planeta, porque va a ser "cada vez más y más fácil, y más y más conveniente y más y más placentero estar solos, con imágenes en una pantalla que nos llegan desde gente que no nos ama pero que quiere nuestro dinero. Y eso está bien. En dosis pequeñas. Pero si ese es el ingrediente básico de tu dieta vas a morir, de una manera muy significativa, vas a morir". Y eso me hizo pensar otra vez en el Farenheitt 451 de Ray Bradbury y en el mundo de gente muerta que habita esa novela. Gente que respira pero que está muerta de la manera significativa a la que se refiere David Foster Wallace. Gente que vive cómodamente entretenida. Gente sin nostalgia, sin emociones salvajes, sin crisis existenciales. Así que aquí, de nuevo en el invierno, viajando en el metro y viendo la multitud de cabezas hundidas en la pantalla diminuta de cada Smartphone, me prometo solemnemente cultivar la belleza de las emociones no domésticas, sentirme clara y violentamente triste de vez en cuando, y leer a David Foster Wallace. Así sea.

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