El péndulo que se mueve entre esos momentos
en que son los sueños los que nos mantienen con vida y los momentos en que vive
uno tan intensamente que casi no hay tiempo para soñar, es un péndulo que se
mueve entre el pánico y la seguridad. A veces nos acurrucamos con suavidad en
una paz rutinaria y medio adormecida. Otras veces la vida que vivimos nos da
miedo, y eso es bueno. Pocas cosas tan saludables, para mí, como una cierta
medida de pánico. No un miedo que paralice o angustie en exceso, desde luego,
pero de todos modos, miedo, porque hacemos algo que tiene tintes desconocidos, de algún modo impredecible, que exige de nosotros algo más que sólo lo
automático y lo cotidiano. Miedo porque enfrentamos situaciones difíciles que
nos obligan a ser más fuertes de lo acostumbrado, y somos un poco más libres y
estamos un poco más vivos y nos miramos, quizás, con un poquito de orgullo, y
todo es a veces terrible y oscuro pero en medio se abren momentos de una
dulzura incandescente.
Siento dentro de mí una desesperación que
ya conozco, la desesperación frente a la tranquilidad. Quiero tener más miedo,
estar más viva, quiero romper algo en pedazos, tomar una decisión impulsiva,
saltar a un precipicio. Es un patrón que ya conozco. Mi vida ha sido una serie
de saltos intempestivos en zigzag, del sur a una ciudad en el norte, de la
ciudad al campo michoacano. Y no me arrepiento. Lo mejor de mi vida, lo más
luminoso, ha nacido gracias a esos arranques. El último arranque es distinto,
esta vez, y ya no es un arranque. No se trata, ahora, de abrir un capítulo
luminoso en una geografía distinta, se trata de apostarle, por primera vez, ya
tarde en mi historia, a construir una permanencia que sea luminosa. Combinar la
cotidianidad y el miedo. Y sí, la vida se va en muchas horas inevitablemente
rutinarias y eso me rompe el corazón ahora tanto como la primera vez, cuando escribí
la primer entrada en este blog. Pero además hay miedo. Me da miedo no tener el
talento suficiente. Me da miedo exponer el camino todavía principiante a los
ojos del mundo. La distancia entre cómo se ven las cosas que hago y cómo me gustaría
que se vieran es enorme. Dan ganas de encerrarse uno en una habitación por diez
años y crear obsesivamente y sólo hasta después salir a mostrar mis creaciones al
mundo. Yo llevo muchos años haciendo garabatitos sin disciplina ni técnica en
los márgenes de mis libretas pero sólo hasta ahora empecé a dibujar y pintar
con más seriedad y se siente inevitablemente tarde. Y sé que no necesito otro arranque dramático, echando las cosas por
la borda para empezar una y otra vez en otro lado. Necesito una pequeña cadena
de actos valientes. Creando cosas. Atreviéndome a mostrarlas. Así. Todo pequeño
y poco romántico y además, responsable, porque hay que pagar la renta mientras
tanto y llegar temprano al trabajo y cumplir con las cuotas que exige
sobrevivir y eso. Así la vida. Con su medida de miedo. Un miedo modesto, en
dosis mesuradas, sin violencia, sin huracanes ni tormentas. Ni modo. Y aun así,
chingá, esta impaciencia que crece, estas ganas, todavía, de saltar hacia lo
desconocido en un solo arrebato, en un solo acto de destrucción, un solo
derrumbe y luego, ver con felicidad cómo se quiebra la rutina, para siempre.
2 comentarios:
Tengo años paseando por aquí, me gusta recordar que existe tu blog, y oh sorpresa, aquí sigue... gracias por compartir letra.
Gracias por seguir pasando por aquí! :)
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