Hace poco también, encontré por azar en la televisión
“Beginners”, de Mike Mills. Es en parte el retrato de un hombre que participó
en la segunda guerra mundial, y fue gay toda su vida, todo a lo largo de su
matrimonio, todo a lo largo de los 40s y los 50s, y los 60s y los 70s… y no salió
del closet sino hasta un par de años antes de morir de cáncer. Es el retrato de
ese hombre, como padre, tal como lo recuerda su hijo, y es también la historia
de amor entre ese hijo y una mujer llamada Ana. En una de mis escenas favoritas,
Oliver (el hijo) dice algo así como (soy
una concienzuda atesoradora de frases que me gustan): “We didn’t have to go to this war. We didn’t have to hide to have
sex. Our good fortune allowed us to feel a sadness our parents didn’t have time
for.” (Traducción
defectuosa: “Nosotros no tuvimos que ir a esta Guerra. No tuvimos que
escondernos para tener sexo. Nuestra buena fortuna nos permitió sentir una
tristeza para la que nuestros padres no tuvieron tiempo.”) Me acuerdo también
de los principios de este blog, cuando trabajaba cómodamente en una oficina, y escribía
largos soliloquios en estas páginas virtuales. Dedicaba mucho a tiempo a
pensar, por ejemplo, en la felicidad y en la tristeza. Recuerdo específicamente
escuchar con asombro la historia de la abuela judío-alemana de una amiga en el
trabajo: una mujer que escapó apenas de la Alemania nazi y perdió a casi toda
su familia para enamorarse años después de un cubano justo antes de la revolución,
que vivió ese amor con profundidad y un romanticismo de película o de novela,
para perder después a su esposo y también a su único hijo. Podría contar aquí
la historia completa, pero entonces como ahora, creo que el relato le pertenece
por completo a la propia abuela, y a su nieta, quienes la están escribiendo
juntas. El caso es que las pérdidas de esa abuela fueron monumentales, pero la
abuela no es una persona triste. Escribí entonces: Y así, debilitando todas las respuestas,
ablandando todos los edificios tenazmente erigidos, me da por pensar en que la
cadena misma de las preguntas es inútil, es un ejercicio ocioso,
autocomplaciente. Los que tienen hambre, los que huyen de la guerra, los que
tienen cáncer, no preguntan, saben que no hay tiempo para preguntar, sólo ciñen
dolorosamente a la vida, la aprietan con fuerza en la mano, no la sueltan, la
beben con sed. Las preguntas son un lujo (así
como la tristeza). Estaba pensando en todo esto porque cuando me encontré con
el rostro sorprendido del transeúnte y me di cuenta de que estaba pensando en
voz alta, no reflexionaba sobre la felicidad o el dolor humanos sino sobre los
resultados improbables de mi última entrevista de trabajo. Y pensé con algo de
nostalgia en los discursos interminables que escribía aquí con frecuencia,
cuando vivía placenteramente en el DeEfe, yendo al cine varias veces por semana
y pasando los sábados leyendo en la cama sorbiendo una tras otra tazas de café con
mucho azúcar. Es como si mi lado más filosófico (el lado que adora a las almas atormentadas de
las novelas de Dostoievski) viviera sumergido ahora por el peso de la vida
misma, la premura por sobrevivir de algún modo en un país al que llegué con
mucha esperanza pero sin planes definidos. Pero entonces me doy cuenta de que
si respiro profundo, en realidad está bien, luchar, preocuparse, vivir en un
departamento diminuto, todo esto también es una forma de acercarse al mundo, y
entenderlo mejor.
Mi esposo y yo hemos
vivido el último par de meses con más premura de la acostumbrada y sin embargo,
hay más esperanza que nunca. Se desenreda poco a poco en nuestros días y
nuestras noches una belleza incompleta. Como ya no podemos derrochar libremente
el dinero en entradas para el museo, caminamos por la ciudad; en lugar de ir de la sala dedicada al Japón
a la sala dedicada a Grecia mirando de paso los delicados artefactos históricos,
nos detenemos enfrente de los árboles de lila y aspiramos el perfume de las
flores, le tomamos fotos a las grietas que hace el agua en el barro cerca de la
playa, sentimos felicidad arropados por los colores y los olores y los ruidos
que se desbordan hasta las calles en el barrio hindú, que hacen a mi esposo sentirse
orgulloso de las personalidades múltiples de su ciudad, y a mí me recuerdan
irremediablemente a México. Hasta eso,
tuve la buena fortuna de caer en el desempleo justo cuando empieza el verano y
todo florece en todas partes, y hay sol, y las calles de Toronto explotan con
la vida que guardaron en reserva a lo largo del invierno y sus horas
congeladas.
1 comentario:
:) muchos abrazos!!
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