sábado, 5 de junio de 2010
la cumbre del amor
Alguien que conozco dijo que en la vida uno puede ser muchas cosas, pero ser víctima, eso sí qué hueva. Cada vez que siento las olas de lo que parece un océano de tristeza quebrándose en mi pecho o detrás de mis globos oculares, recuerdo que ser víctima da mucha hueva. Ser autocompasiva, qué hueva. Tejer una letanía de quejas, qué hueva. Ser víctima en público, ante lectores más o menos anónimos, qué hueva. Pero sí. Hace casi cinco meses que no veo a mi marido, y extrañarlo es una tarea exhaustiva, que dura todo el día, todos los días, y no tiene fin, ningún fin claro y definido a la distancia, y cada vez que hacemos la cuenta parece que le debemos más tiempo a la burocracia migratoria de lo que creíamos, y el estómago se me cae hasta las rodillas y luego se me desploma otra vez. Y hay momentos, hoy, y ayer, por ejemplo, en que de veras no me queda energía para nada más y todo lo que quiero es acurrucarme un rato bajo las cobijas, como víctima apropiada de mis circunstancias. Y eso que si de algo he pecado en mi vida es de romántica-optimista, y podría decir por ejemplo que estamos creando la expectación perfecta para la más larga y deliciosa de las lunas de miel, una vez que tengamos derecho a hacer nuestra vida juntos. Voy a apreciar todo, todos los detalles diminutos, todas las pequeñas irritaciones. Porque extraño todo. La distancia ha coloreado todo intensamente. Alguna médula en el hueso del fémur o la pelvis o el omóplato, alguna parte inconfesable de mi cuerpo creyó desde el principio que el amor debía ser un poquito como ahora, un poquito de Cumbres Borrascosas, un poquito de Por quien doblan las campanas, y tres días rojos, sólo tres para siempre, para el guerrillero y su mujer. Alguna de mis partes más ingenuas sonrió, hace mucho tiempo, pensando en heroínas y héroes apasionados, cabalgando por campiñas inglesas, o España durante la guerra civil, y que se mueva la tierra cuando haces el amor con alguien que puede morir al día siguiente. Aunque creo todavía que esa intensidad y ese drama aparecen una y otra vez en un sinnúmero de historias reales, mi vocación amorosa está sin duda en otro lado. Yo lo que quiero, con toda el alma, es cotidianidad sin adornos. Cocinar la cena, masajear la espalda adolorida, remendar calcetines, ver películas viejas en la tele, oírlo silbar sin descanso, oírlo cantar en la regadera. Ésa, damas y caballeros, es la cumbre del amor, y todos estos meses intensos y dramáticos, son sólo su preludio.
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