Nací en octubre y ella nació al
año siguiente, en noviembre. Cuentan las historias familiares que eso no me
hizo feliz y la empujé desde el tope de una cómoda una vez, otra vez le arañé
la cara. Cuentan también las historias familiares que ella solía consolar a
quien la llevaba en brazos: una bebé repitiendo en los adultos la dulzura del
gesto que los adultos habían tenido con ella, dando golpecitos en la espalda y haciendo
sonidos tranquilizadores ("ah-ah -ah- ah-ah"). Mi
primer recuerdo de las dos es también mi primer recuerdo: caminamos juntas
tomadas de la mano en el huerto de nogales atrás de la casa donde vivíamos. Mis
papás rentaban la casa y el huerto no era nuestro así que teníamos prohibido tomar
nueces de los árboles, sólo podíamos tomar las nueces caídas al suelo. Mi
hermana y yo recolectábamos las nueces en una canasta pequeña. En mi recuerdo
los árboles son enormes y no hay nubes, pero la luz es una forma de lluvia difuminando
las hojas. Trabajadores jóvenes están trepados en las ramas y uno de ellos
grita ¡Ya están aquí las niñas, sacudan los árboles para que les caigan más
nueces! El recuerdo es más nítido en el momento en que las ramas comienzan a
moverse. Recuerdo el sonido que hacían los árboles moviéndose juntos, el sonido
de un río veloz o un millón de cigarras, el sonido de sus millones de alas, y
recuerdo a los árboles meciéndose empujados hacia atrás y adelante mientras el
pasto y nuestra ropa no se movían para nada, en la mañana sin viento. La
memoria se detiene ahí. No recuerdo recoger las nueces después, o comerlas.
Recuerdo caminar con la mano pequeña de mi hermana agarrando mi mano y recuerdo
la luz, la belleza de los árboles y los trabajadores, asegurándose de que
tuviéramos más nueces para nuestra canasta. Casi no tengo recuerdos de mi
primera infancia en los que estoy sola, mi hermana está siempre conmigo. Otro
recuerdo: ya no vivimos en Chihuahua, ahora vivimos en Pátzcuaro, Michoacán, es
muy temprano y un temblor sacude ligeramente la casa. Mi hermana y yo
descubrimos que saltar en la cama es mucho más divertido cuando la casa también
salta, así que brincamos y reímos ella en un mameluco rojo y yo en uno azul (a
mí siempre me tocaba la versión azul y a ella la versión roja de vestidos, pijamas
o juguetes que era idénticos en todo lo demás). Mi papá nos mira desde la
puerta y al menos en mi recuerdo no está alarmado o molesto, a lo mejor
levemente entretenido, y nos deja brincar por unos segundos antes de hacernos
salir de la casa, para estar a salvo. No sabíamos que ese temblor reverberaba
en Michoacán a consecuencia del terremoto que devastó la Ciudad de México y
mató a miles de personas en el 85. No hay ninguna aprensión o sentido de la tragedia
en mis primeros años. Mi infancia fue sobre todo un universo inventado al lado
de mi hermana. Vivíamos en calles solitarias, sin otras casas, y no había otros
niños en nuestras tardes o nuestros sábados o nuestros domingos. La casa era
modesta pero las puertas de la cochera al final del patio eran grandes, así que
imaginábamos que eran las puertas de nuestro palacio, éramos princesas por
supuesto y como no teníamos el resto del edificio, todos nuestros dramas ocurrían
justo a la entrada del castillo. El vocho verde de mi papá era nuestra nave
espacial, nos sentábamos por horas dentro del coche estacionado visitando
planetas en otras galaxias y asegurándonos de que hubiera príncipes alienígenas
o guerreros humanos en todas ellas. Nos imaginábamos acampando en la jungla y
poníamos discos de Jorge Reyes mientras bailábamos alrededor de fogatas ficticias
en la sala (con las puertas cerradas para que nadie nos viera). Imaginábamos
que sabíamos hablar inglés y teníamos largas conversaciones en sonidos
inventados que no significaban nada, pero se sentían bien en la boca. Teníamos
nuestra propia versión de las luchitas, decidimos que cada combate debía
comenzar con reverencias solemnes y un canto inventado (tres largas
reverencias, cantando "saaaalaam"), luego había que inmovilizar al
oponente por diez segundos, si ganas tres veces seguidas eres campeón del
mundo, si ganas diez veces seguidas eres campeón del universo, y el juego se
llamaba "salami" (por el canto del principio), y todo descendía inevitablemente
hacia alguna variante de la violencia y acabábamos llorando.
Mi papá hubiera querido un
par de hijos, o al menos un hijo, y en lugar de eso le tocaron dos niñas
delicadas, ni siquiera remotamente atléticas. Por un tiempo mantuvo la
esperanza y nos compró un balón de basquetbol, luego uno de futbol, luego uno
de voleibol, y nos sacaba al patio a jugar, pero nosotras no podíamos lanzar o cachar
nada, y las pelotas fueron rápidamente abandonadas en un closet. Nos sacó a
caminar al bosque y eso sí lo seguimos haciendo con él durante mucho tiempo. Mi
mamá nos compró juegos de acuarela y nos enseñó a pintar.
Todo es injusto y aleatorio
en el mundo. El mayor milagro, el golpe más grande de suerte fue esta infancia,
con la mano pequeñita de mi hermana constantemente agarrada a mi mano.
¿Cuánto de quienes somos se
decide cuando somos pequeños? Entonces, todo pasaba con mi hermana: la curiosidad,
el miedo, lo que parecía hermoso, los sueños, el dolor delicioso de jadear por aire cuando no puedes dejar de reír, mis berrinches, todo mi llanto, cada vez que me cacharon en una mentira, o me encontraron después de escapar de la casa,
cada vez que me castigaron y me hacían pararme en silencio frente a la pared,
todo lo que era maravilloso, como un viaje al cine en Morelia una o dos veces
al año y entonces, una visita al supermercado donde a lo mejor sí, a lo mejor
no, nos tocaba un juguete nuevo, y una comida en un restaurante de pizzas
(Pizza Real), o con más frecuencia una parada en el puesto de tortas cerca de
la estación del tren, donde mi hermana y yo pedíamos siempre una torta de
salchicha y nunca otra cosa. Las dos nos agarrábamos a la mano de mi mamá y
éramos apéndices pequeñitos volando junto a su falda larga, una niña a la
derecha, la otra niña a la izquierda. Las dos tratamos de seguirle el paso a la
figura imponente de mi papá, tan alto, con sus zancadas enormes, quien a
veces te tomaba la mano y a veces no, y las dos nos encontramos una o dos veces
mirando hacia arriba y dándonos cuenta con pánico de que habíamos seguido al
adulto equivocado por la banqueta.
Dormíamos en el mismo cuarto,
en la misma cama. No había necesidad realmente de ninguna distancia, entre las
dos. La respiración tranquila de la otra nos movía suavemente hacia el sueño.
Éramos muy parecidas. A mi
abuela y a veces a mi mamá les costaba distinguir nuestras voces en el
teléfono. A veces un extraño me detenía en medio de la calle en Pátzcuaro porque
me había confundido con mi hermana, y a veces el mismo extraño hablaba un rato
antes de darse cuenta de que yo era otra persona. Teníamos gustos similares en
arte, música y películas (todavía). Nos visitábamos en los sueños (aún, a
veces).
Y a pesar de todo ella es sociable
y yo soy tímida. Ella tuvo siempre un talento natural para el dibujo y la
pintura y su mano se mueve fácilmente, a mí me gusta dibujar también pero mi
mano se mueve con menos ligereza y todos mis dibujos de cuando éramos niñas se
ven tiesos junto a los suyos. Ella sabe hablar en público y yo me congelo
frente a una audiencia. Ella tiene la figura femenina de mi mamá y yo tengo el
cuerpo más largo y masculino de mi padre. Ella nació con una melena completa y
yo nací completamente calva, y su cabello siguió siendo más abundante y espeso
por el resto de nuestras vidas.
De todas las cualidades que
ella tiene y a mí me faltan, la que más me gusta es su entereza en momentos de
caos. Cuando éramos niñas, una rata entró en la casa. Me encerré en la cocina y
lloré, de pronto triste por la muerte de la rata. Mi hermana y mi papá la mataron
y yo lo miraba todo afligida pero también con alivio; era bueno después de todo
que alguien pudiera hacer el trabajo difícil de matarla, un asunto secretamente
necesario porque mi empatía por la rata no me alcanzaba para dejarla vivir en
nuestra casa. Mi hermana estaba
inmediatamente en el centro de la acción, persiguiendo a la rata con un palo o
una escoba. Se me olvidó decir: ella es más elegante y su cabello siempre es
perfecto (el mío es rizado y rebelde), pero cuando se acerca velozmente una
crisis en forma de roedor o cualquier otra cosa, es intrépida y entera. Yo
me encierro en la cocina. Ella persigue a la rata.
Algunos años después, nuestro
perro tuvo que recibir una inyección por razones médicas urgentes. Era un perro
encantador recogido de la calle (como todas nuestras mascotas), una mezcla
grande y fuerte de dálmata y dóberman. Su nombre era Joe. Estaba asustado y no
dejaba que nadie se le acercara, en su pánico trató de morder al veterinario o
tal vez a mi mamá. El veterinario se dio por vencido. Mi hermana tomó la
jeringa y respiró hondo, como respira uno justo antes de caer al agua, o como respiran los doctores antes de hundir el
bisturí, de la manera que respiramos justo antes de enfrentar lo que debe enfrentarse;
un gesto que he visto en ella con frecuencia y está asociado con ella, para mí. Se acercó a Joe y le dio la inyección con mano firme y enorme autocontrol,
mientras yo lo miraba todo desde lejos, maravillada. La he visto ejercer ese dominio
de sí misma en momentos de emergencia muchas veces, y muchas veces me sentí
como la hermana pequeña, aunque soy la hermana mayor.
Cuando llegó el momento de ir
a la universidad, me fui a la Ciudad de México y mi hermana se quedó en
Morelia. Mirando hacia atrás, yo fui siempre la que se iba, y ella era siempre
la que se quedaba, y los kilómetros entre nosotras se hicieron cada vez más
largos, diferentes ciudades en la prepa, diferentes estados en la universidad,
diferentes países ahora.
Durante mis años
universitarios en la Ciudad de México, a veces mi hermana me visitaba por
algunas semanas. Yo rentaba un cuartito del tamaño de un baño con un catre
apenas lo suficientemente ancho para acomodar a una persona muy flaca que
duerme en completa inmovilidad, pero de alguna manera, dormíamos ahí juntas. Pasamos todos nuestros tiempos libres en el cine, viendo hasta 3
películas en una sola tarde, persiguiendo los mejores títulos por diferentes
cines y diferentes rumbos de la ciudad. No sabíamos el lujo que era pasar juntas
semanas enteras tan libremente, porque no sospechábamos que pronto la vida de
cada una estaría ocupada, consumida en sus propios problemas y horarios.
La infancia creó para
nosotras el mismo conjunto de recuerdos entrelazados, nacidas tan cerca en la
edad (tan cerca en el tiempo), en nuestras calles solitarias, sin vecinos. Con los
años acumulamos recuerdos diferentes, nos hicimos poco a poco individuos
distintos. Ella siguió siendo religiosa, como mi mamá. Yo me volví agnóstica,
como mi papá. Ella fue una excelente estudiante de Biología (se graduó con
honores) que pasó a tener casi inmediatamente una brillante carrera en Difusión
de la Ciencia. Yo cambié de carrera varias veces, viví mi vida dando saltos en
zigzag. Perfeccioné el arte de irme mientras ella perfeccionaba el arte de
quedarse. Me pregunto qué hubiera pasado si me hubiera quedado más, o si ella
se hubiera ido más conmigo, a donde sea que yo me iba. Si hubiéramos podido
vivir más de nuestras vidas adultas de la misma manera que vivimos nuestra
infancia, tan cerquita la una de la otra, inventando juntas nuestros juegos,
inventando juntas los mundos para esos juegos.
Es inevitable habitar al
final un mundo propio, el mundo que construyes para tí mismo. Pero incluso
ahora, viviendo tan lejos la una de la otra, separadas por miles de kilómetros
y un par de fronteras nacionales, cuando veo un buen paisaje o un hermoso
edificio o bailo algo que valga la pena bailar, me duele mi hermana como a un
amputado le duele la extremidad que le falta, porque su mano todavía se siente
como la extensión natural de mi mano.