miércoles, 14 de diciembre de 2011

flechazo

Antier cumplimos dos años de casados. Fue un aniversario anticlimático, por razones mundanas (tuve un día frustrante en el trabajo, llegué exhausta a la casa en la noche) y por razones personales (que no voy a discutir en este blog). Pero eso importa poco. Lo que importa mucho es que hace dos años (en una boda apresurada que se planeó en dos semanas y que fue la culminación de un periodo en mi vida borroso y veloz y febril) celebramos la promesa de estar juntos hasta estar viejitos, y hoy, todavía sonreímos luminosamente pensando en nuestros cuerpos deshechos por el tiempo asidos firmemente el uno al otro, todavía queremos estar juntos por los siglos de los siglos amén. A veces miro a otras parejas, y todo desde el exterior se adivina estable y fácil y feliz, y me pregunto si mi esposo y yo somos una excepción atribulada a las reglas generales de los buenos matrimonios, o si en el fondo todas las relaciones de pareja son difíciles a su manera, pero nadie quiere admitirlo y todo es una cuestión de grados y matices. El amor que era un sueño tejido ingenuamente en mi cabeza, cuando todo era la silueta de alguien en la prepa y una timidez extraordinaria, no se parece al amor real de ahora. Yo miro a este amor, ahora, sobre todo, con infinita sorpresa. Me sorprende todo lo que ha resistido. Las imágenes que describirían a este amor se parecen a las imágenes que usé alguna vez para describir a mi esposo: boxeador noqueado muchas veces que regresa al round siguiente silbando o sonriendo, sin derrumbe definitivo, sin cicatrices, sin amargura, con inocencia. Llevamos juntos tres años y ninguno ha sido fácil, han transcurrido siempre como en el centro de una tormenta, una serie majestuosa de tormentas, agridulces, amarguísimas, dulcísimas. Tejidas desde más allá de nosotros, desde antes, desde que él era muy joven, tejidas también con la distancia entre dos países distintos y sus fronteras. Pero el amor no sólo está ahí, sino que además sigue siendo transparente, inocente, está entero, no tiene grietas. Nunca nos hemos traicionado, nos comunicamos abiertamente y sin mentiras, iniciamos y terminamos los días en los brazos del otro, inmersos en un mar infinito que sólo es nuestro y que se quiebra una y otra vez con una ternura tempestuosa y profunda y sin fisuras.

Quien haya leído las entradas más antiguas de este blog sabe que el amor ha sido un tema recurrente mucho antes de conocer a mi esposo. Dediqué mucho tiempo en mi vida a soñar despierta con el amor y a reflexionar acerca de su naturaleza. Cada quien elige sus propias redenciones, el tema recurrente de la propia alma, para algunos es la libertad, o la justicia, o la capacidad para crear, o el conocimiento, o la belleza (esto también lo dije antes), y a mí me fascina el amor (este blog ha sido siempre inocentón y cursi), el amor a la gente en general y a un grupo de personas cercanas en particular, y a una sola persona en específico. O sea que desde el principio intuí que mi corazón era fuerte, y resistente, porque aunque seamos inocentones y cursis todos sabemos que el amor se parece mucho a saltar a un desfiladero, y pocas cosas duelen tanto como el corazón cuando se rompe. Así que yo caminaba en el mundo como un velero dispuesto a hundirse por completo, y me preguntaba cómo sería el hombre que me movería a hundirme de una vez por todas, y cuándo lo iba a conocer, y dónde. Y me preguntaba (y todavía me pregunto), si algo parecido a la magia o el destino existe, y teje para nosotros los pequeños accidentes y pormenores que culminan en el amor. A veces, mirando todo hacia atrás, parece que sí, que algún ángel oculto en millones de coincidencias dibujó desde antes de que lo supiéramos nuestra historia. A veces me da por pensar que ese ángel no sólo existe sino que además me ofreció esta historia específica para que yo probara que mi vocación es verdadera y al hacerlo, tuviera la oportunidad de asomarme a toda la magnitud dorada y roja, azul y negra, del amor. Ese es, desde luego, el lado más soñador de mí misma (sin duda el lado dominante de mi vida). Otras veces, me da por pensar en que los ángeles no existen, o si existen, tienen ocupaciones más importantes, lejos de nosotros, lejos de este mundo, y lo que cuenta es que cada quien sepa elegir sabiamente sus batallas, y sepa protegerse, estar a salvo, estar bien.

Antes de regresar a la casa, la noche de nuestro aniversario, una compañera de la chamba me platicó cómo ella y su esposo están buscando una casa nueva, y en su cumpleaños tiene planeado sorprenderlo con una noche en una habitación lujosa en un hotelito cerca de las cataratas del Niágara. Sentí que mi vida estaba a un millón de años luz de esa vida. Pero no importa. Lo que importa es que después de todo, resulta que me siento orgullosa, del corazón de mi esposo, y de mi corazón. No es por presumir, pero son corazones valientes.

Por cierto, estaba releyendo cachitos de este blog, y me encontré con esta entrada - disculparán ustedes la irritante ausencia de eñes y de acentos, pero esas fueron crónicas escritas velozmente desde teclados extranjeros- en la que describo algunas de mis preguntas y obsesiones recurrentes, justo cuando decidí quedarme un mes extra en Toronto. Esa decisión fue el comienzo de la historia, entre J. y yo.  Viéndolo todo retrospectivamente, dan ganas de creer en ese ángel silencioso.