domingo, 31 de julio de 2011

Algunos (la mayoría) pertenecen al mundo, y a favor de algunas cosas y puede ser que en contra de muchas otras, forman parte, sin mayores tristezas ni grandes desmoronamientos, parecidos a una gota de agua que se disuelve suavemente en el agua.


Otros no pueden, oscura o claramente el mundo les duele y no son capaces de formar parte sin que algo al mismo tiempo se derrumbe. Son piedras que caen sin remedio hasta el fondo, son superficies afiladas cortando el contorno de las cosas. Se hunden, está claro que se hunden, y yo sé por qué, y los entiendo. De todos los seres humanos que respiran en el planeta, son ellos, los de las orillas, los adictos, los encarcelados, los que no saben cómo adaptarse a la superficie blanda de todas las rutinas, los que se vuelven locos, los que piensan en la muerte, los que están infinitamente tristes, ellos, son los que más quiero, los que más me gustan. No me pregunten por qué. Así es. Mi corazón late por casi todos, y más por ellos. A lo mejor algunas de las almas más grandes son también las más tristes. No puede haber conciencia sin profundo embelesamiento, sin temblor en los dedos, y tampoco puede haber conciencia sin alguna forma de tristeza.

Desde esa otra orilla, desde algún descenso, alguna fractura, cuartos que se desbaratan, colchones sobre el suelo, ellos también (a veces) miran al mundo con deseo y con nostalgia. Y piensan, quizás, en los sueños pequeñitos que casi todos soñamos: una casa iluminada y un árbol, el amor, o las manos perfectas de un bebé.

Yo también, desde luego, atesoro a veces esos sueños pequeñitos. No quiero olvidar sin embargo que la realidad es mucho más que el molde en el que calzan los viajes circulares del reloj.