jueves, 16 de junio de 2011

Visions of J...

Hace mucho que no escribo, me he desconectado paulatinamente de todas las personas que están lejos, y a las que quiero. Todos los días pienso en las cartas que deseo escribir y los paquetes que me gustaría enviar. Tengo un par de dibujos, por ejemplo, uno para Chihuahua y otro para la Colonia Doctores en el DeEfe; un par de aretes con destinatario en Calgary; una dirección en Morelia a donde puedo mandar postales para mis alumnos (sus fotos me sonríen todos los días desde la pared). No tengo energía, a veces, para mandar noticias telegráficas anunciando que estoy bien, aún viva, para responder a los mails de personas queridas o usar los breves caracteres del facebook, mucho menos para escribir crónicas detalladas de mi vida canadiense. No es que no tenga tiempo (aunque muchas veces no tengo tiempo), lo que me ocurre es una oscura especie de cansancio a consecuencia de estirar y comprimir el corazón en exceso. El corazón, pobre globito metafórico, se infla insensatamente de esperanza, y todo está maravillosamente bien por unas horas o por unos días, soy una esfera roja encima del mundo hasta que, irremediable, llega el derrumbe, que no es como el cadencioso descenso de un globo, sino como el resquebrajamiento de una ciudad entera, gritos atrapados para siempre entre las piedras de los edificios, pesos infinitos aplastando la espalda. No puedo jugar a flotar y derrumbarme sin acabar de alguna forma deshecha, simplemente adolorida. Llorar es como abrir una fuente, así que parpadeo rápidamente y con fuerza para alejar las avalanchas. El corazón se queja y se endurece, así que trato de meterlo en formol, por un rato.


No sé si alguna vez me he animado a vivir sin esperanza. A lo mejor nunca, mi naturaleza es romántica, siempre he soñado en exceso. Pero ya no tengo la fuerza de siempre para aventurarme a creer, a sentir fe. Me queda eso sí el amor, y es todavía un amor muy grande.

Visions of Johana, de Bob Dylan, es una de mis canciones favoritas (de todos los tiempos). Hay una frase que me hace pensar siempre en mi esposo: The ghost of electricity howls in the bones of her  his face. Innumerables veces he mirado a J., y los poderosos fantasmas eléctricos que aúllan en los huesos de su rostro. Se encienden, casi siempre, por razones pequeñas: hace calor, está lista la cena, hay un mapache tras la puerta de la cocina, despiertan los primeros insectos o florecen los primeros árboles después del invierno. Se encienden y aúllan desde su rostro cada vez que aprende algo nuevo, y se encienden cuando su sentido del humor también se ilumina. Los espectros de electricidad pocas veces duermen, y el rostro de mi esposo aúlla desde el interior de sí mismo con una violencia dulce, casi todo el tiempo. Creo que nunca he mirado realmente la oscuridad de J., porque desde el primer día y desde nuestra primer conversación lo que me deslumbró fue su limpieza, una claridad que sólo se hizo más sonora cuando supe las tormentas que ha sobrevivido; él debería exhibir cicatrices amargas, banderas negras, dientes afilados, en lugar de eso en su rostro los fantasmas de electricidad aúllan con la honestidad de los niños (niños salvajes) por un montón de milagros que la mayoría pasa de largo. Así que (ay, romántica de mí) me enamoré de esa luz acentuada por una oscuridad que no lo corrompió ni lo deshizo, me enamoré de todo lo que en él está completo, sin fisuras. Pero todos llevamos nubes, cargadas de agua y relámpagos, que se estiran y encogen entre las membranas del corazón y los pulmones. Las de mi marido son descomunales, y su corazón, su corazón hermoso, su corazón aún sutil y frágil y valiente, las ha resistido, todas. Nos ha llegado la hora, sin embargo. Las pesadillas, los dientes afilados de todas las pesadillas se alinean ahora bajo el párpado cansado. Hay que enfrentar la oscuridad, ahora, y dejar que llueva.