martes, 27 de abril de 2010

Puede ser que no exista el destino.

A veces, me sorprende la inmensa cantidad de coincidencias que fueron necesarias para que conociera a J., y entonces, me gusta pensar que algún hilo sutil y luminoso (y agridulce) va uniendo unos con otros los detalles ínfimos de nuestras vidas, los celulares que se quedaron sin crédito, la dirección de la tienda donde conseguí trabajo por primera vez en un país extranjero, todos los hombres a los que deseé pero que decidieron no involucrarse conmigo, como las piececitas de cerámica que sólo adquieren sentido en el mosaico completo. Esa es mi filosofía: si el mundo es el mundo hagamos lo que hagamos, no hace ningún daño mirarlo desde algún cristal ligeramente mágico. No cambiamos el mundo, pero lo hacemos un poco más poético. Otras veces sin embargo, creo que todo lo que tengo en las manos son mis decisiones, y sus consecuencias. Lo que he hecho en el último año y medio es tomar decisiones de último minuto, y mi vida ha tenido desde entonces un carácter episódico: cuatro meses en Toronto. Punto. Casi tres meses en México. Punto. Seis meses en Toronto. Punto. Luego México, coma, y una boda apresurada y una luna de miel, coma, y casi tres meses en mi departamentito de la Portales y ahora, a empezar una vez más desde cero. Punto. En Michoacán, punto y coma, quién sabe por cuánto tiempo. Me la he pasado empezando y luego, volviendo a empezar. Ya tengo veintinueve años. He exorcizado de mi alma una vieja necesidad de incertidumbre. La primera vez que me fui a Canadá me la pasé mucho tiempo muy sola, en un invierno muy crudo para mis pulgas, pero todos mis recuerdos de esa época están encendidos, como si en lugar de verlos a través de mi pantallita de todos los días los viera en la pantalla gigante del cine, fueron meses de alta definición y muchos decibeles y eso embellecía mi percepción de la belleza y embellecía también mis momentos tristes. Eso, en mi diccionario personal, se parece bastante a la felicidad. Estar despierta. Y ahora que estoy en mi vida después de ese primer salto al precipicio, lo que más deseo es empezar y luego continuar mi vida en una sola ciudad para, por ejemplo, trabajar en algo que me guste, y hacerlo cada vez mejor. Que me crezcan raíces para que me florezcan los frutos que cargo a todos lados como nubes o volutas de humo. Quién iba a pensar que yo iba a decir esto, si hace un par de años escuchaba fascinada cómo un gitano de Sevilla se definía a sí mismo como parte de un pueblo que persigue sus sueños sin hacerlos realidad, porque entonces se acabarían las razones para seguir soñando. Y yo dije, esa soy yo, yo persigo, no encuentro, me muevo de un lugar a otro y sueño sin descanso. Y ahora estoy aquí, sin embargo, deseando descanso.

Aquí, es por lo pronto Pátzcuaro. Gatos, sol, cerritos verdes a la distancia. Voy a extrañar a mi querido defectuoso. No voy a extrañar el ruido ni el estrés ni los amontonamientos humanos. Pero voy a extrañar todo lo demás. Todos los rincones de la ciudad, desde los Palacios del centro hasta mi departamentito en un edificio que se cae a pedazos, donde corren los niños subiendo y bajando escaleras. Voy a extrañar el radio, los conciertos, la cineteca, los festivales, la promesa infinita de sorpresa. Viejas complicidades, y complicidades nuevas que empezaban a dibujarse poco a poco. Estoy aquí ahora, esperando que me den la residencia para irme a vivir con mi esposo a Toronto, y caigo en la cuenta de que de veras me estoy despidiendo de la ciudad de México. Uf, nostalgia sin límites. Esa ciudad está poblada de imágenes circulares, en mi historia. Esa ciudad, en mi vida de vocación nomádica y soñadora, es lo que más se parece a una raíz y a un hogar completamente mío.

Ahora, entrecierro los ojos y hago esfuerzos pero no sirve, no veo claro. Sé que empiezo aquí en Michoacán por unos meses mientras me dan permiso para ir a Toronto y empezar ahí, una vez más, mi vida. No sé cuándo ni cómo voy a sentir por fin que mi historia ya no es una serie entrecortada de arranques y enfrenones.

Extraño a mi marido, todos los días, y mucho más, todas las noches. Un amigo muy querido de la familia me dijo en vísperas de mi boda que en la vida anda uno cambiando de carrera, de ciudad, de trabajo, pero que cuando hallamos el amor hallamos definitivamente nuestro lugar en el mundo. Y aunque suene cursi (pero todo en este blog es como para vomitar de cursi), es verdad. La incertidumbre ya no es más una luz eufórica y cinematográfica sobre los acontecimientos de mi vida, ahora es sólo una presión en el pecho. Ahora sólo quiero que pase rápido, y que me digan, ya está, ya eres libre, puedes ir a tu casa. Y mi casa, es cualquier rinconcito que pueda compartir cotidianamente con J. Ese es por lo pronto mi lugar en el mundo. Una vez ahí, ya veremos. Que nos crezcan raíces. O alas.