sábado, 13 de febrero de 2010

Si nos pusiéramos dramáticos (y eso a mí nunca me ha costado trabajo), y si además nos pusiéramos románticos (y me pinto solita para eso), y si tendiéramos ligeramente a la exageración de las cosas (pero sólo ligeramente), podríamos decir que él es mi Romeo, y yo, por supuesto, su Julieta. Que los Montesco son los países del primer mundo, los que se pueden dar el lujo de ser "receptores" de inmigrantes, y los Capuleto son los países del tercer mundo, a donde la gente no llega, sino desde donde la gente se va. Los dos grupos de personas, no es que se odien a muerte (más bien sucede a veces que no se odian en absoluto), pero no se supone que deban mezclarse. Por lo menos, eso dicen los Montesco. No se trata de una guerra declarada abiertamente, pero es, de todos modos, una guerra. La abogada se lo explicó claramente a J: si yo tuviera un pasaporte europeo, o gringo, las cosas avanzarían con gran rapidez y sin mayores contratiempos. Pero mi pasaporte es mexicano, estoy marcada irremediablemente con la marca de los Capuleto, los subdesarrollados del mundo, y eso me hace culpable de varios crímenes hasta que se demuestre lo contrario: que me caso por interés con un canadiense sólo para obtener la ciudadanía de un país que desde mi territorio violento y empobrecido se debe ver más o menos como el equivalente al paraíso, que sólo quiero abusar del gobierno para alimentarme del welfare, que llego como parásito de última calidad a contaminar un país de gente trabajadora y gracias a eso, próspera. Lo que se trasluce detrás de los argumentos y sobre todo detrás de las políticas migratorias es el convencimiento de que la gente ha de ser pobre porque no trabaja. La gente pobre ha de traer encima algún defecto cultural o congénito, y hay que escanearla cuidadosamente antes de permitirle franquear fronteras: que demuestre con pelos y señales qué ha hecho en los últimos diez años de su vida, que muestre todas sus credenciales, que no tenga antecedentes sospechosos, que no le duela ni una muela, que muestre su cartilla con todas las vacunas que ha tomado para protegerse de la pobreza, esa pandemia. Y que se inmole, frente a nosotros, por lo menos un poquito, que llore un poquito, que suplique un poquito. Que no se le ocurra opinar, decir por ejemplo que el proceso le parece injusto y desde cuando a acá las familias no tienen el derecho inalienable a estar juntas, porque entonces le ponemos un tache al expediente y lo mandamos de regreso al fondo de la torre interminable de carpetas. ¿Es usted Capuleto? Entonces entienda claramente que esta es nuestra fiesta, y usted no está invitado. Usted no tiene derecho a franquear las puertas de esta casa ni siquiera disfrazado, si usted quiere intentar la peligrosa alquimia que pretende transformar su devaluado plomo por nuestro brillante oro, entonces entienda de una vez que no tiene derecho a hacerlo, el amor no lo redime ante nosotros, hínquese, pague sus cuotas, llene todos los espacios en blanco de los cuestionarios, calladito se ve más bonito, y dentro de uno o dos años, si lo encontramos libre de toda culpa, si nos demuestra que es Capuleto más por accidente geográfico que por vocación verdadera, entonces lo dejamos entrar. Después de todo, somos buenas personas.

Que conste que no hablo de los canadienses, sino de su gobierno. Si algo me gustó de Toronto es la forma en que la gente no alzaba las cejas cuando me oía platicar en español, porque el de al lado platica en mandarín, y el de más allá en punjabi. Nunca me sentí extraña, en una ciudad tejida con extraños de todas partes. De hecho, lo que recuerdo son actos de una amabilidad deslumbrante ejecutados por extraños, hacia la extraña que era yo, en las calles, en los autobuses, en los pequeños supermercados.

En realidad, lo que está jodido no es ni siquiera el gobierno canadiense, sino el mundo.

Como explica Zygmunt Bauman (a quien he leído casi obsesivamente en las últimas semanas), el mundo está dividido por la movilidad. Los ricos tienen derecho a moverse, sin interrogatorios de por medio, a través de todas las fronteras y todas las aduanas. Tienen derecho a abrir compañías en países del tercer mundo para pagar salarios ínfimos y contaminar sin obstáculos legales los lagos o el subsuelo; si los trabajadores encuentran el trato injusto y se alebrestan, si el terreno ha sido explotado y contaminado más allá de todo remedio, entonces los ricos del mundo tienen derecho a recoger sus cachivaches e instalarse en algún otro país todavía más pobre y todavía menos regulado. Los pobres, están condenados a quedarse, junto al lago contaminado, bebiendo el agua infecta, y sin empleo.

Los pobres no tienen derecho a la alquimia que los transforme en habitantes de otros mundos (si nacieron en el tercero, en el tercero habrán de morir). Pueden intentarlo si pagan el precio incalculable de la ilegalidad. Puede ser que se mueran en el intento, mientras cruzan una frontera cada vez más vigilada. Puede ser que no vean a sus seres queridos hasta dentro de una o dos décadas. Puede ser que no los vuelvan a ver.

Mis encuentros dramáticos con esa realidad no fueron en Canadá, sino en los municipios de Pátzcuaro, Tiquicheo, Tzitzio, en Michoacán. Una vez, cuando era maestrita de primaria en "Las Palmitas", me tocó caminar detrás de un hombre que se iba despidiendo de todos, cargando una mochila y una chamarra azul, ya de camino al otro lado. La gente le estrechaba la mano y le decía que le vaya bien, y él respondía, Dios lo escuche, con una voz oscurecida por la incertidumbre y por una esperanza kamikaze. Cada apretón de manos y cada despedida estaban cargados con la solemnidad de los gestos que ocurren, por ejemplo, bajo el techo sagrado de una iglesia. En el interior de una casa de madera, a las faldas de una montaña todavía profundamente verde, una mujer lloraba de angustia. Mientras fui maestra rural, me encontré con muchas mujeres así, que lloraban frente a mí porque no sabían si sus maridos o sus hijos iban a cruzar, o regresar, algún día. Es que "ahora les disparan como si fueran venados", me decían, en tiempos anteriores al 11 de septiembre, y el muro fronterizo. Una de ellas me explicó con la voz hecha pedacitos que habían metido a su hijo a la cárcel en Estados Unidos, y que le llegaban cartas de él, pero que a él las cartas de ella no le llegaban, y no tenía forma de decirle que ahí seguía, al pendiente, queriéndolo.

Llevo menos de un mes lejos de J, y ya me encuentro desmadejada por el insomnio. Es que, la mera verdad, para la gente medianamente normal y medianamente egoísta, como yo, las tragedias ajenas siguen siendo ajenas hasta que nos tocan, aunque sea tangencialmente. Tenía que enamorarme de un canadiense y cometer el error de casarme con él en México, para entender todo el peso de las fronteras que nos dividen en buenos y malos, Montesco y Capuleto, ricos y pobres, deseables o indeseables. Tenía que enfrentarme con incredulidad absoluta a que me dijeran, usted no tiene derecho a visitar a su esposo, hasta que le demos la residencia, si es que se la damos. Le dicen lo mismo a las madres que tienen a sus hijos pequeños en otro país, y a los hijos que quieren llevar a Canadá a madres o padres ancianos y débiles, y si se les mueren en el camino de la espera, pues ya ni modo. Si son Capuleto, por supuesto, si vienen de países como Ecuador o Polonia. Si son Montesco, si vienen de Inglaterra o Francia, entonces es probable que ni siquiera necesiten una visa para entrar al país. Cada quien carga con la marca imborrable de su apellido, expuesto ahí, claramente, en el color de su pasaporte.

Por eso es que ahora, en un blog dedicado a los tropiezos románticos de una mujer que tiende a soñar en exceso, aparecen por primera vez (y demasiado tarde) palabras como ricos, y pobres, al más puro estilo chairo. Lo que hay debajo no es compromiso político, ni siquiera ideología. Sino una realidad que duele porque de pronto, sin que uno lo creyera posible, se hizo cercana.

J me telefoneó hace rato, para explicarme los resultados de su entrevista con una abogada experta en asuntos migratorios. Resulta que no tengo derecho a visitarlo, ni por razones humanitarias, porque el amor no es una razón humanitaria de peso. Pero él sí tiene derecho a venir para acá. Y él, sin dudarlo, se viene para acá, conmigo, a México. Después de todo, él es mi Romeo, no faltaba más. Esperemos sólamente que el símil termine antes del desenlace trágico propuesto por Shakespeare.

miércoles, 10 de febrero de 2010

Nos casamos con increíble ingenuidad. Hasta ahora voy aquilatando lo estúpidos que fuimos. Pensamos que estar casados nos daba el derecho a estar juntos (¿no es para estar juntos que la gente se casa?). Pues no. Para el gobierno canadiense, no. El proceso para obtener la residencia tarda entre año y medio y dos años. Yo pensé que podía decirles: estoy casada, quiero tramitar la residencia, y quiero estar con mi esposo mientras el trámite concluye. Pues no. Hasta entonces, tengo que quedarme en el país, y él tiene que estar en Canadá, probándole a su gobierno que trabaja y puede mantenerme. O sea que tampoco tenemos derecho a estar juntos en México. Yo ya sabía, porque todo el mundo sabe, que oficiales gubernamentales nos iban a entrevistar innumerables veces para asegurarse de que nuestro matrimonio es real y no un arreglo por conveniencia, sabía que iban a meter su nariz hasta los últimos rincones de nuestra vida privada, y la idea nunca me hizo feliz pero entendí que era una manera de asegurarse de que no haya fraude, porque los fraudes son comunes.

Esto no lo entiendo. Me parece tortura emocional sin sentido. El gobierno canadiense no gana nada manteniéndonos separados, y mientras tanto, nosotros perdemos un chingo. J. habló con gente de una ong que ofrece asesoría gratuita (porque además, no tenemos dinero para abogados ni nada parecido), y le dijeron que mi opción más factible era pedir el derecho a visitarlo por razones humanitarias. Si me encuentro con alguien compasivo, me dan el permiso, si se levantó de malas esa mañana, estamos jodidos, y no nos queda de otra más que apretar los dientes. Si me dan el permiso, puedo estar con él por algo así como dos meses, los restantes 8 o 12 o 15 meses, los tengo que apechugar de nuevo lejos de mi marido. Así como usted hay millones, usted nomás sea paciente, es un proceso frustrante. Eso le dijeron.

Si no estuviéramos casados, tendríamos más posibilidades de estar juntos.

Yo ni siquiera quiero ser residente. Yo no quería vivir en Canadá. A mí me gusta mucho México. Así, jodido, país de la periferia, del tercer mundo. Yo lo único que quería, desde el principio, era estar con mi esposo.

Tengo insomnio desde que se fue. No puedo dormir sin sentir su cuerpo a mi lado.

martes, 9 de febrero de 2010

¿Qué generación de computadora, i-pod y celular tiene usted? ¿De qué año y modelo es el coche que maneja? ¿Ya sustituyó sus DVDs por el blue ray? ¿Está usted seguro de que tiene lo último de lo último y lo mejor de lo mejor?

En palabras de Zygmunt Bauman: “El mercado recibiría un golpe mortal si el estatus de los individuos les aportara una sensación de seguridad, si sus logros y sus objetos personales estuvieran a buen recaudo, si sus proyectos fuesen finitos y si el final de sus trabajosos esfuerzos estuviese a su alcance. El arte del marketing está dedicado a impedir que se cierren las opciones y se realicen los deseos.” Luego de que usted ahorró para comprarse triunfalmente la más sofisticada computadora del mercado, sale a la venta un par de meses después una infinitamente mejor, que hace a la suya obsoleta; ahora, ésa es la que hay que tener…hasta que un nuevo modelo la reemplace, a su vez, en poco tiempo. Tal como el mismo Bauman afirma en su libro Vida Líquida, el objetivo de una sociedad basada en el consumo no es vendernos cosas que nos duren para siempre, sino continuar vendiéndonos productos hasta el infinito, así que el truco es mantener a la gente en un estado permanente de insatisfacción. Y tan importante como es comprar a la velocidad impuesta por el mercado, es desechar lo mismo que el mercado ha declarado caduco. No cometa usted el ridículo de aparecer en la reunión de ex alumnos de su escuela cargando una cámara no-digital, o una de sólo tres megapixeles cuando todo el mundo sabe que ahora hay que tener 8 o ya de perdis 7, mí-ni-mo.

De todas las novelas de ciencia ficción que he leído, mi favorita de todos los tiempos es Farenheit 451. Bradbury, hace décadas, dio en el clavo. A fin de cuentas, no era necesario programar genéticamente a las personas desde antes de su nacimiento a la Aldous Huxley, ni ejercer sobre la gente una vigilancia panóptica tipo George Orwell; lo único que hace falta para mantener un orden con pocas fisuras son pantallas gigantes de televisión. Es cierto que en el mundo recreado por Bradbury también hay bomberos que queman libros prohibidos, pero la premisa más interesante de la novela es que los bomberos son casi innecesarios, y no es sólo la represión, sino sobre todo el embotamiento, lo que mantiene a las calles en paz. Mildred, la esposa de Montag, sabe vagamente que más allá de las fronteras de su mundo privilegiado se pelea una guerra pero no le importa. Y ya no recuerda cuándo ni cómo conoció a su marido, lo único que verdaderamente la obsesiona es el dinero para que la cuarta pared de su sala sea transformada en televisión, y que desde esas cuatro paredes, la inunde todos los días y todas las noches la ilusión perfecta de sus amigos virtuales. Por supuesto, aunque Bradbury no lo dice uno puede imaginar que si Mildred se hubiera comprado la cuarta pared-televisión, se la iba a seducir de inmediato con nuevas pantallas táctiles y no sólo visuales, o techos con alguna cualidad estereofónica.

La vida se ha transformado en una carrera en la que nadie tiene derecho a detenerse. Y eso se puede aplicar al mercado pero también (quizás precisamente por eso) a casi todo lo demás. Después del post-doctorado, sigue el post-post-doctorado, o si usted ya se hizo gerente ahora le toca hacerse gerente en jefe ahí en la compañía donde trabaja. Sirve que así le pagan más dinero, y puede usted comprar más y mejores cosas. Póngale más pisos a su casa, múdese a un departamento más bonito. Después de pagar a cuotas y trabajosamente su coche, apresúrese a venderlo, no vaya a ser que se le devalúe, y póngase a pagar en cuotas y trabajosamente el coche que sigue.

Mientras tanto, conozco a alguien que en lugar de perseguir el siguiente título rimbombante, el siguiente objeto sofisticado y luminoso, la zanahoria en turno puesta por delante de nuestras bocas, se fue a vivir a un pueblito de Michoacán para estar en un lugar desde el que es posible, aún, oír el tren o los grillos a lo lejos. Y la verdad, es una mujer que produce una profunda impresión de luz, y seguridad.

J. va a todas partes cargando el mismo disc-man que ha tenido en los últimos cinco años, y le brillan los ojos cuando escucha por millonésima vez su disco favorito de Burning Speer. Nunca le ha interesado comprarse un coche, y le gusta caminar, y cuando camina, se detiene con frecuencia a observar los insectos que caminan junto a él por la banqueta.

La gente más conectada con cosas parece simultáneamente más desconectada del mundo. Y la gente más conectada con el mundo, está menos obsesionada con las cosas. El mundo, después de todo, ocurre todo el tiempo por debajo de nuestras narices, y no hay que pagar nada para sentirlo, mientras nos toca.