jueves, 19 de noviembre de 2009

No sé si todos acaban gravitando en sus vidas alrededor de una o dos obsesiones (independencia, o conocimiento, o fama, o poder, o la creación, o la libertad). Sé que a mí, desde muy chica, me ha obsesionado el amor. En su expresión vaga y universal, como el amor a la humanidad, o al planeta, y en su dimensión más individual y egoísta: el amor a alguien que resulte el amor de mi vida. El primero me ha resultado menos problemático y misterioso que el segundo. Me gusta la gente, y me asomo a la naturaleza humana con más esperanza que escepticismo la mayor parte del tiempo. Pero el amor a una sola persona, un amor que dure para siempre, ha sido una idea mágica y llena de enigmas, una idea para visitarse en el silencio oscuro de las salas de cine y las novelas, en sueños, en lugares exóticos vagamente azules. ¿Existe el amor? ¿Es un acontecimiento accidental o un acto deliberado? ¿Ocurre gracias a la naturaleza interior de las personas o gracias a un solo golpe de la suerte? ¿Es el amor de nuestras vidas una sola alma que camina paralela a nosotros y que podemos o no encontrar a causa del destino? o todavía peor, del azar? ¿Y por qué nace el amor, y cómo? ¿Y por qué se extingue?

De alguna manera siempre supe que el amor no iba a ser para mí una zambullida rápida en aguas superficiales, sino una caída sin defensas hasta el centro del océano, una especie de hundimiento irrevocable.

Y ahora, quizás por primera vez en mi vida, no escribo acerca del amor, sino desde el amor. El amor ocurrió así nomás, de pronto, violento. Una tras otra he ido tomando decisiones irreparables sin pensarlas demasiado, y parece como si mi vida corriera un par de kilómetros por delante de mí, y yo fuera detrás apenas tomando aliento pidiendo que me espere tantito.

Y cuando puedo asirme a una pausa (cualquier pausa) me viene a la cabeza la imagen de Teresa y Tomás, en La insoportable Levedad del Ser. Creerán los lectores más antigüitos de este blog que ese libro es casi una biblia privada, pero Kundera no siempre me cae bien, y la verdad, Teresa y Tomás como ideal romántico están bastante jodidos. Tomás le pone el cuerno a Teresa hasta el infinito, y a Teresa le duele, y los dos lo saben. Pinche libro misógino (chingón, pero misógino). Pero con una cosa estoy de acuerdo, y es con la forma en que Kundera describe al nacimiento del amor. Teresa se parece a un niño abandonado a la corriente de un río, le toma la mano a Tomás mientras duerme y no la suelta para nada y ya estuvo, queda escrita la primer palabra en la memoria poética de Tomás.

Yo me imaginé muchas veces a mi príncipe encantado, y pensé en la lista maravillosa de todas sus cualidades. Y pácatelas. Resulta de pronto que el amor, para mí, no fue una lista de cualidades, una especie de intercambio más o menos equilibrado en el mercado libre de lo humano (tus virtudes, tu talento y tus logros, a cambio de los míos). El amor fue estar conmovida de manera irreparable, conmovida para siempre, por las imágenes que condensan a alguien, las metáforas que lo conjuran delante de mis ojos. Él es el menos ingenuo y el más inocente de los hombres que conozco. Se parece a un boxeador noqueado muchas veces que llega al round siguiente sin cicatrices, sin miedo, tarareando alguna canción suave, luminosa. Ha estado en la lona y muchos no le creen pero yo le tengo fe. Y no puedo enorgullecerme de muchas cosas pero me siento orgullosa de mi fe en él, como si mi habilidad para mirarlo y comprender su belleza me embelleciera también, sutilmente, aunque esa sea una historia privada entre mis ojos y yo (y ahora, los lectores de este blog, que leen una confesión parcial, incompleta).

Y así las cosas, para siempre.