domingo, 31 de agosto de 2008

Ayer platicaba con unos amigos acerca de la famosa mega-marcha. La conversación pasó de la posible utilidad o inutilidad de una marcha auspiciada desde-el-aparato, a el papel de la sociedad civil como fuerza de presión, y a la posibilidad o imposibilidad de generar cambios, colectivamente, a la manera de las viejas (¿viejas?) revoluciones. El caso es que acabamos deprimidos, con la mirada hundida en la taza de café, y decidimos cambiar de tema, y empezamos a planear un viajecito corto para tumbarnos de panza bajo el sol, y todo se aligeró otra vez, y así nos salvamos momentáneamente, no al mundo por supuesto, sino a nosotros, grupito de cinco alrededor de una mesa, agobiados brevemente por la sensación de la realidad.

La generación de mis padres tenía más esperanza. Resonaban símbolos colectivos por todos lados, y había indignación, y había ilusiones para oponerse a las cosas que indignaban. Estaban los cubanos, Allende, alguno que otro país de Europa oriental donde al parecer todo era más justo y más feliz y el socialismo no siempre, pero a veces, podía ser la-neta-del-planeta.

Luego, nos resulta que los regímenes comunistas ponían micrófonos detrás de las paredes de los posibles disidentes, que los tanques rusos entraban a Checoslovaquia, que a Allende, nada más por ser congruente con su idea de una revolución-no-armada, se lo echó al plato el ejército y junto con él, a todo un pueblo, que entraron inermes a los estadios-como-prisiones y a las cámaras de tortura. Y el Che tuvo una última etapa en Bolivia que oprime el estómago, y cuando lo fusilaron era un hombre hermoso y muy flaco, y ahora su imagen se abarata y aparece estampada en un montón de playeras de lo más chic y lo más nice.

Y esa generación que lloró antes por Allende y ahora es clase media-alta y hasta panista algunas veces, nos dice con la mano en la cintura bueno ya hice lo que pude, ahora les toca a ustedes. Ja ja ja.

Y hay, símbolos y movimientos, que todavía dicen cosas en las que podría creer. Y hay una que otra persona, cercana, que se dejó seducir, gente de corazón enorme, que ahora da clases de secundaria en una comunidad indígena en Chiapas, por ejemplo.
Yo no pude hacer lo mismo. Simple y sencillamente porque si hay alguna vena heroica en mí, es más débil y más cobarde y se quedó más acá de esa frontera. Porque se necesita una medida de fe que yo no tengo.

El problema, a lo mejor, es preocuparse por la humanidad. Quizás, como decía una amiga ayer, lo mejor que le puede pasar al mundo es que el cambio climático siga su curso y nos aniquile, o aniquile a la mayoría, y dejemos de ser una carga tan pesada sobre el pobre planeta Tierra. Qué manía ésta la de preocuparnos por nuestros semejantes, pensar que deberíamos durar como especie, piojitos microscópicos que somos en la escala general del universo. Mejor nos evadimos en lo que llega el hundimiento, en la heroína, o la tele, los videojuegos, los antidepresivos o los sueños, y qué-más-da.

Y entonces se hace el silencio cabizbajo en la mesa y alguien carraspea un poquito y sugiere Cuernavaca y todos sonreímos y nos olvidamos.

Pero no pude dormir bien anoche. Otra vez. Creo que soñé con África. Otra vez.

Mi problema repetitivo es que no se me dan los discursos universales, y la fe en una esperanza o una redención generalizada es un discurso universal; y la ausencia absoluta de esperanza a la manera de los que se liberan de toda carga de empatía o preocupación por los semejantes, también es un discurso universal; es fe, del signo positivo o del signo negativo, y a mí lo que no se me da es la fe, de cualquier tipo.

Y así como sucede con la idea enorme del amor, con respecto a la idea enorme de la humanidad no ando en busca de una victoria definitiva y permanente, pero me refugio en la noción de destellos. Momentos cargados de lucidez o de poesía y ya con eso, alcanza para ir tirando y sobrevivir la noción oscura del mundo.

Yo no sé si a mis nietos (si llego a tener nietos algún día), les va a ir mejor que a mí, pero me inclino a creer que más bien no, y voy a tener que decirles también, bueno ya hice lo que pude y el mundo está peor pero aquí les paso la estafeta, y el problema ya no es mío. Ja ja ja.

Como ya es evidente, ante todo soy un alma cursi. A veces, me dejo empalagar por completo. Y hay una película archi-rosa (“Antes del amanecer”), que tuvo su continuación bastante rosa también como ocho años después (“Antes del anochecer”). Y a mí, alma cursi que soy, no sólo me caen bien los personajes, sino que atesoro frases y diálogos porque me gusta cómo suenan y me gusta lo que significan. En la primer película, el personaje de Julie Delpy está sentado en un callejón de Viena al lado del personaje de Ethan Hawke, y dice que, si hay algo de magia o algo divino en el mundo, no está contenido individualmente en cada uno de nosotros, sino que se encuentra en el espacio breve que nos separa y comunica con los demás.

En la segunda película, el personaje de Julie Delpy está sentado en una cafecito de París frente al personaje de Ethan Hawke, y habla de lápices. Dice que trabajó por un tiempo con alguna organización en México y que el problema que les angustiaba era cómo llevar lápices a los niños de comunidades aisladas. El problema no era el capitalismo o el narcotráfico o la “inseguridad”, sino los lápices. Y entonces Julie Delpy dice que en el mundo hay héroes silenciosos como esos, que no pelean por causas famosas y no van a salir nunca en un periódico, sino que dedican sus energías a cosas como que unos niños, lejos de todo, tengan lápices para estudiar.

Mi papá es de esa clase de héroes silenciosos. Nunca hizo mucha lana, ni acumuló títulos rimbombantes. Le dedicó sus energías a problemas como ese de los lápices. No hay un romanticismo sonoro alrededor de esas tareas. No son las tareas de los que están en la selva esperando una bala. No son los profetas que anuncian la salvación, de nadie. Son sólo personas que trabajan a veces más de diez horas diarias impidiendo que el mundo naufrague por completo, un problema a la vez.

Y eso, no es rosa ni bonito. Es pesado, es nadar y nadar en contra de administraciones estúpidas y burócratas políticos que quieren salir bien en la foto mientras todo se desmorona bajo sus pies.

Todo lo que hay, entonces, en esos caminos, son destellos. Momentos en los que el mundo despliega su poesía. Redenciones compartidas, redenciones de lo más individuales. El espacio que nos separa y nos comunica con los demás.

Pero esa belleza sutil, ese minúsculo caleidoscopio de imágenes, se sostiene sobre un juego frágil de equilibrios. Frágil. En lo único en lo que me atrevo a creer por lo pronto es en lo pequeñito y útil a la manera de los lápices. A veces me dan ganas de ser algo mucho menos abstracto y ambiguo que una antropóloga. Si eres doctor o enfermera, no hay de otra, eres útil. Pero hay que ser cuidadosos con los apostolados y las redenciones. Nadie tiene derecho a aparecer con todas las respuestas como el camino de salvación, para nadie (me acuerdo de las películas de Lars Von Trier, “Dogville”, y “Manderlay”, donde hay alguien que comete el error de creer que sabe de antemano cómo es que deben ser los otros).

Por lo pronto en lo único en lo que creo es en la posibilidad de evitar naufragios, en lo pequeño y concreto, las necesidades básicas, y en la posibilidad de escuchar. Y remontar los enormes breves espacios donde queda algo prodigioso o mágico. Y dejar que todo se aclare por unos minutos, a su manera modesta y deslumbrante.

jueves, 28 de agosto de 2008

carta a los reyes magos, o a los magos de cualquier tipo

En cuanto un príncipe aparezca, ya sé cómo lo voy a reconocer:

* Será el poseedor de una seguridad serena. Es decir, será fuerte sin necesidad de aspavientos. Será de esos que sientes cuando están, en el espacio, sin necesidad de que hagan ruido o digan algo. De los que no pierden fácilmente la compostura, no hacen berrinches, ni necesitan ser todo el tiempo el centro de atención, y mantienen la calma en medio de las tensiones, y dan la impresión constante de refugio, brazos y espalda para fortificarse en ellos y resistir las tormentas, y el frío, y las tristezas, o la angustia. Con la fuerza de los que no necesitan presumir que son fuertes, y no necesitan asestar golpes sobre alguien más débil. Una gravedad silenciosa, que atrae sin necesidad de adornos, o llamados.

* Será cálido y generoso y ejercerá cotidianamente una conciencia que lo vincule de muchas formas al mundo. Será capaz de mirar y sentir a los demás, porque estará interesado, porque le gustarán los enigmas humanos, y los enigmas cósmicos. Es decir, no vivirá con los ojos cocidos al ombligo. Es decir, a su lado habrá diálogos en vez de monólogos, en los terrenos del espíritu, o los de la carne.

* Será muy intenso y muy vital. Disfrutará la música, la comida, los viajes, o los libros o el cine o los encuentros o una idea. Se entusiasmará hablando de algo, defenderá acaloradamente un nombre, una canción, o una postura.

* Será inteligente, y sensible.

* Será íntegro. Sin discursos, a la manera dulce y sin estrépito de León Muichkine, el príncipe idiota, porque no puedo concebir un príncipe que no se parezca en algo a ese príncipe.

* Tendrá sentido del humor, a veces ácido y corrosivo y negro y afilado; a veces infantil y bobo.

* Será impulsivo y valiente. Creativo y flexible.

Y además de todo lo anterior, hay otras cosas que un príncipe puede tener o no tener, cosas que me derriten: me derriten los hombres que bailan, y no precisamente los que bailan salsa porque se aprendieron los pasos y los giros, sino los que brincan y agitan la cabeza porque están disfrutando una canción. Me derriten los hombres extrovertidos y alegres (a lo mejor porque yo soy más bien muy tímida). Me derriten los hombres altos. Me derriten las manos grandes. Me derriten los hombres que andan en bicicleta. Me derriten algunas patas de gallo producto de algunas sonrisas, en algunos hombres. Me derriten ciertos timbres de voz, me derriten las voces graves cuando se llenan de matices protectores, o cuando se enronquecen ligeramente por un impulso voluptuoso, me encanta la forma en que cambia una voz varonil cuando le habla a una mujer que le gusta. Me derriten los hombres que hacen chistes tontos y se burlan de sí mismos.

Según esto, porque, por supuesto, el amor es otra cosa, y nunca es una lista de cualidades, y nunca depende de las buenas o las malas notas, y las palomitas en el examen o la estrellita dorada en la frente.

Sólo estoy repasando la lección, como niña aplicada, dos por uno dos señorita profesora, seguridad serena más sentido del humor igual a príncipe, sobre todo si se le multiplica por voz grave y carácter abierto, y se le resta el egoísmo, y uno más uno dos.

Chingá. Yo no sé por qué me obsesiona una poesía tan azarosa y tan impredecible. Debería coleccionar estampas o piedras de colores, y en lugar de eso. En días como hoy, de pronto, muchas ganas de poesía, aunque sea una sola línea, contundente. Aunque sea una silueta lejana, o un sueño, para soñar con él.

Creerán ustedes que estoy así porque no hay príncipes. Pero no es cierto. Los hay, los veo to-dos-los-dí-as, felizmente casados, felizmente enamorados, o fracturados y decididos a no enamorarse de nadie, nunca. Si todo fuera cuestión de calificar a los hombres de acuerdo a un examen universal, a lo mejor todo parecería menos imposible. Pero la magia siempre ha sido otra cosa, a veces una lengua azul (no me pregunten cómo), a veces los ojos cerrados de alguien que cierra los ojos para oír una canción que le gusta, a veces alguien silbando, o alguien balanceando de cierta manera la espalda, o la impresión de un cuerpo esbelto y muy alto, a mi lado, o los tonos a veces un poco más roncos de una voz, a veces todo lo que hace falta es la línea de un cuello y una piel blanca enrojecida por el sol y el espacio en el que inicia la nuca, de alguien, alguien que por ejemplo, huele bien sin oler a perfume, y está limpio sin ser pulcro, y no se rasuró esa mañana.

martes, 26 de agosto de 2008

las certezas necesarias para un salto a la incertidumbre

Pasé el fin de semana en Michoacán. Me hacía falta. No sé qué mecanismos detonan, de pronto, una sensación general de clarividencia. El caso es que tuve un chispazo lúcido, y todo se iluminó por dos minutos. Ya no hay dudas existenciales detrás de las cuales esconderse para ganar tiempo en alguna forma vaga de espera. Después de todo, sí sé exactamente lo que quiero. Sé cómo quiero situarme en el mundo. No tengo grandes respuestas y nunca he tenido discursos generales. Sólo, poco a poco, se acomodan ciertas cosas como más importantes que otras, y eso es suficiente, por lo pronto, para que no quede más remedio que hacer lo que ya sé que quiero hacer. Y ni siquiera es muy difícil. Una pequeña cadena de trámites. Y ya. Un arranque de decisión, eso es todo. Todo es exactamente como yo he querido desde hace muchos años que sea: no estoy atada a ningún lugar. El horizonte está en blanco, indefinido, libre, y puede ser inventado por completo. Llevo meses mirando fijamente la orillita del trampolín, reuniendo valor antes del salto que me prometí hacia esa incertidumbre.

Si no he saltado no es porque me atormente alguna noción profunda sobre mi vida o el universo, sino porque me da miedo el desprendimiento. Porque la vida que quiero abandonar es suave y confortable y se parece a un refugio sabatino o dominical, nada es demasiado duro o demasiado difícil y el tiempo se desenvuelve de acuerdo a horarios y pequeñas certezas.

Además, eso ya se sabe, yo sueño demasiado. Paralela a la vida en mi edificio en la colonia Portales, la Fundación donde trabajo, las calles y los rincones favoritos de mi ciudad, hay una vida aérea y minuciosa y todo el tiempo hay historias habitadas por muchas promesas, y muchos fantasmas. Estoy acostumbrada a que esos mundos detallados me acompañen, por un tiempo, y que luego se desmoronen, pues están hechos de materia finísima, impalpable, y quienes me conocen están acostumbrados a la manera en que de pronto me brillan los ojos, y la manera en que de pronto se apagan. Soy una tejedora de proyectos y novelas, y al lado de la que soy, todos los días, flotan muchas de esas líneas inscritas en las palmas de mi mano por las que ya no voy a caminar, y yo no puedo ir por esos caminos, pero los imagino, siempre los estoy imaginando. Así que hablo de todas mis ideas sobre el futuro y a veces yo misma sonrío de lado, ligeramente escéptica, porque conozco mi capacidad para volar mentalmente sin cambiar mis trayectos cotidianos. A veces creo que nadie necesita realmente nada si sabe soñar a conciencia. La vida sólo nos permite una sola ruta, en el momento en el que elegimos la puerta de la izquierda ya no hay forma de averiguar lo que había en la puerta de la derecha. Pero los sueños se pueden reinventar cuantas veces queramos, a nuestro antojo. Así que uno podría vivir así, indefinidamente, corriendo los riesgos pequeños en la vida de todos los días, y los riesgos grandes no correrlos nunca más que en un mundo en el que somos dioses y controlamos la trama y la podemos adelantar o reiniciar o interrumpir sin ninguna consecuencia. Es una forma cobarde de vivir. De pronto, igual que ese personaje de “Noches Blancas”, se encuentra uno con que ya tiene 20 años más de los que tenía, y las telarañas en el techo son exactamente las mismas.

La salvación viene de los saltos valientes. He dado algunos. Estoy en el umbral del siguiente, estoy respirando profundo, echando aire a los pulmones. Reconociendo por fin que tengo las certezas necesarias, a pesar de toda la incertidumbre acumulada, para adelantarme hasta la orillita del precipicio y luego un cachito más allá...

domingo, 24 de agosto de 2008

crónica casi en tiempo real de algunos kilómetros de carretera

Las carreteras tienen una intensidad muy especial, sobre todo si se les acompaña con la música adecuada. Siempre me parece que la ventana abierta sobre las imágenes del camino es una manera privilegiada de asomarse al mundo. De hecho, creo que es una de mis maneras favoritas, de estar en el mundo. Mirando paisajes vertiginosos, mientras nos alejamos con velocidad de un lugar y nos acercamos con velocidad a otro. En carretera me pongo mucho más introspectiva, y siempre me ocurre que me acelero y pienso y percibo con más intensidad de la acostumbrada. Todo tiene un sabor permanentemente nuevo, lo que miras cambia de ángulo y de iluminación cada segundo y se queda atrás y se vuelve a quedar atrás.

El cielo y la luz me gustan más en carretera. Los discos también suenan distinto.

Escribo esto en una libreta profesional a raya, mientras viajo en carretera de México a Michoacán. Es viernes, son las 7:45 de la noche, ya dejamos atrás Toluca y yo escucho "lo mejor de The Beta Band", en el asiento número uno del autobús sentada por supuesto del lado de la ventana (adoro las enormes ventanas de los autobuses) mientras un hombre canoso duerme en silencio en el asiento de al lado. El cielo está nublado. Está cubierto de nubes como capas espesas en ciertas zonas y como cortinas casi transparentes en otras, y no tiene fin, y nos acercamos a la hora cero de la luz, las sombras empiezan a solidificarse y todo es sutilmente azul y anaranjado. Parpadea una antena, se desenvuelve una ráfaga constante de humo que sale de alguna fábrica, a lo lejos las montañas son masas de acero y en medio todo es plano y se extiende una fila de antenas, como telarañas que parecen de alambre y luego de hilo y luego parecen el fantasma de sí mismas. Ahora hay un campo de maíz y hay pueblos pequeños y casas blancas y focos encendidos.

Una hilera de árboles pasa al lado de la ventana, y son líneas de tinta, y los grupos de hojas parecen flotar en el aire, sin ramas, y todo es un juego de esqueletos delicados entretejidos contra el cielo azul y gris a punto de que sea noche del todo. Los árboles, estos árboles, nunca volverán a verse como en este segundo en que los estoy mirando. No han de tener mucho chiste a las tres de la tarde pero ahora son fantasmas poderosos.

Todo es el cielo otra vez y una nube blanca extendida contra una nube negra.

Ahora un charco y una casa amarilla, muy cerca, y casi es posible descifrar el color de las cortinas. Una casa que respiraba una vida doméstica con sus latidos pausados a la orilla de los coches, luego una línea de eucaliptos y luego una telesecundaria y ahora el cielo otra vez, en el fondo del espacio azul cargado de lluvia y electricidad y luego, más cerca de mí, bolas y bolas de algodones blancos.

Las carreteras me ponen bien. Las carreteras son curativas. Se me acaba la luz y voy a dejar de escribir. Son las ocho en punto y todavía no anochece por completo.

P.D. Transcribo esto el domingo siguiente, en Morelia, en la recámara de mi hermana. No sé mucho de fotografía, pero tuve la fortuna de ver una exposición de Joseph Koudelka (¿se escribe así?) hace algunos años en Bellas Artes. Es mi fotógrafo favorito. Tiene imágenes impresionantes de la invasión rusa a Checoslovaquia, pero mis favoritas, son líneas de polvo sobre una alcantarilla retratadas de tal forma que parecen cordilleras, o un pedazo de toldo lleno de hoyos, que parece un cachito de cielo estrellado junto a la banqueta. No son imágenes de una belleza evidente, la poesía en ellas fue descubierta según una inclinación de la cabeza y un ángulo de la cámara. Estoy segura de que lo que él vió en una alcantarilla está todo el tiempo en todos lados frente a nuestros ojos. Me gustaría ver como él, el mundo, permanentemente, pero sólo me ocurre de vez en cuando. Lo malo es que yo no sé hacer fotografías, y no puedo transmitir con todo el poder que quisiera la magia modesta y deslumbrante que hay, algunas veces, en una telesecundaria y un grupo de árboles a la hora en que parecen esqueletos de tinta negra.

lunes, 18 de agosto de 2008

oda sin consecuencias al hombre de la semana pasada

Hace mucho que no sentía esto: entró un hombre a la oficina, para una entrevista con mis jefes, y cuando lo vi, altísimo (los hombres muy altos me atraen de manera irresistible), y sin la cara de oficinista que pulula por aquí, sin corbata, sin traje, sin portafolio, caminando por el pasillo frente a mí, entrando a la sala de juntas, me dolió el estómago, me puse toda colorada de puro enamoramiento súbito. Hace mucho que no me ponía tan nerviosa, casi sin aliento. Entró, estuvo en la entrevista. Cuando salió decidí, muerta de pánico, seguirlo hasta la planta baja con cualquier pretexto, sólo para acompañarlo en el elevador, pero hubo una pausa indecisa, y cuando salí al pasillo escuché el sonido de las puertas mientras se cerraban. No sé nada sobre él. Si el destino existe, no importa. Pero si no existe (y estoy casi segura de que no existe), a lo mejor esa brevísima pausa antes de salir de la oficina representa una distancia insalvable entre dos futuros posibles. En uno, yo iba a llegar al elevador antes de que se cerraran las puertas, y ese era el primer eslabón en una larga y significativa cadena de acontecimientos. En el segundo, no llegué a tiempo, bajé, no lo vi en ningún lado, regresé a mi lugar, y me sentí triste, como si acabara de despedirme para siempre de algo dulce y extraordinario. Mi corazón se sentía como si acabara de recibir una de esas cargas eléctricas con las que resucitan a los recién muertos, pero poco a poco fue recuperando su ritmo habitual, sin taquicardias, y en paz. (Pinche paz)

También puede ser por supuesto, que esta historia no tenga ninguna importancia, porque él es un feliz hombre casado, o un hombre enamorado sin remedio de una hermosísima mujer, alguna rubia de ojos azules 90 60 90 con la que no tengo posibilidad alguna de competir, o simplemente, lo que sea que ocurre cuando dos personas se encuentran no iba a ocurrir entre él y yo, aunque hubiéramos compartido el elevador y otras cosas, y la ola de calor que sentí cuando entró a la oficina es apenas un síntoma hormonal.

Pero de todos modos podría llorar, de puro cansancio, no frente al mundo sino frente a mí. Soy agnóstica con respecto a la idea del destino, pero cada vez me inclino más a no creer. Me parece que las vidas que vivimos no son conjuntos ordenados de acontecimientos, ni las proyecciones de alguien o de algo sobre nosotros, y que quizás lo más importante ocurre, no en las grandes decisiones, sobre las que reflexionamos, sino en nuestros instantes más irreflexivos. Ocurre en las pequeñas pausas indecisas o los arranques audaces de los que se echan a correr y no se detienen hasta que ya se sienten cayendo hacia el vacío, o hacia la diminuta incertidumbre de un elevador.

Y mi redención privada, la mía, ante nadie, sólo para mí, no depende de ninguna idea y ninguna certidumbre y ninguna esperanza y ninguna fe. Depende de mis saltos, al vacío.

miércoles, 13 de agosto de 2008

No es nada.

Es sólo un segundo de tristeza.

Un segundo de sal, una sombra rápida sobre los ojos.

Un crepúsculo en descenso sobre todas las líneas y todas las ciudades.

En el estómago se asfixia un insecto o se derrumba el cielo entre las uñas

y las estrellas son aguijones rojos

y no hay lluvia para nadie.


No estás. Nunca estuviste.

Yo siempre estoy. Siempre. Del otro lado


de todas las ventanas.

lunes, 11 de agosto de 2008

más palabras probablemente inútiles acerca de esa palabra

Yo no tengo nada, excepto un romanticismo caudaloso. Todos necesitamos una dosis de algo, de sueños, o confianza, ideas que nos exoneren, o heroína, o alcohol, o aspirinas. A lo mejor hay quienes no necesitan nada. Yo sí, soy rosa, y me doy cuenta de que soy rosa, no tengo ningún discurso universal y definitivo para explicar mi existencia o la de todo lo demás, pero me refugio en la idea de arranques breves de belleza, y en la euforia momentánea que produce la conciencia de esos arranques. Si no hay magia, de ningún tipo, en ningún lado, entonces, a mí, se me acaban las razones para levantar el dedo, o para el latido siguiente, y prefiero no abatirme, o no tengo la fuerza para sobrevivir en medio de esa sensación de devastación permanente. Cuando hablo de esperanza ciega quiero decir precisamente eso, me refiero a un salto sin paracaídas seguramente estúpido, pero qué quieren, yo lo encuentro irresistible también, y me gusta pensar en el vértigo de los vuelos y los descalabros. Me gusta pensar en que hay dentro de mí el estómago suficiente para un acto valiente, aunque sea uno, por lo menos dos veces. No tengo nada, excepto esa idea infantil, en el fondo nunca voy a ser adulta, voy a tener once años hasta que me muera, y voy a seguir soñando con obstinación, persiguiendo imágenes como la luz a través de cortinas cálidas extendiéndose sobre dos que amanecen juntos, y palabras dichas en voz muy baja, y la intuición de una cercanía, de que atravesamos instantáneamente los años luz que nos separan de otra persona, y cosas de ese estilo, no puedo evitarlo.

Ya lo escribí aquí antes: creo que es la más engañosa de todas las ficciones y todas las verdades, que está contaminado sin remedio por metáforas y espejismos y corrientes violentas de deseo. No creo que sea una receta para la felicidad, más bien una apuesta muy cara. Depende de las sorpresas y los desgastes y la ternura y las contradicciones de las relaciones humanas. Es agridulce, se balancea todo el tiempo entre la angustia y la luz. Es impredecible, y creo que nunca lo he visto ejecutado como un intercambio simétrico, parece que siempre hay alguien que sufre más y entrega más que el otro, siempre hay alguien un poco más fuerte y alguien un poco más débil. Lo he visto quebrar en dos a las personas. Lo he sentido en la boca del estómago como algo salado, que arde todo el tiempo.

¿Y entonces?

El milagro, tal como lo entiendo, ni siquiera depende del éxito o la duración, sino de instantes. El secreto, para mí, no está en la promesa de protección o contento, sino en la posibilidad de tocar la poesía con la punta de los dedos o la superficie de la boca.

Todos necesitamos una palabra que sea como una llave. Algunos creen en la belleza (cualquiera que sea el signo de esa belleza) y la ejecutan y la prueban, en la literatura o la música o el crecimiento frágil del maíz a pesar de las heladas. Hay artistas de lo cotidiano y hay los otros artistas, y son personas que se acercan a lo sublime vigilando un bosque, o tejiendo poemas o música o imágenes. Algunos creen en las redenciones colectivas, y ponen su cuerpo en el camino de una amenaza, un tanque, o las reglas inescrupulosas del sistema. Algunos se recrean en una libertad sin concesiones, son individuos en toda la extensión de la palabra, y se detienen a la mitad de la calle en medio del tráfico para mirar mejor un ángulo del paisaje, o construyen delicadas esferas geométricas con hilos de colores sólo para prenderles fuego y mirarlas arder después (Oliveira, y la Maga). Algunos buscan la verdad, y serían felices si pudieran asomarse permanentemente al universo a través de un telescopio o un microscopio, son perseguidores, son adictos al pensamiento y el asombro. Y hay quienes se dejan seducir por ángeles. Y hay quienes protestan a través de su caída, y abandonan todas las nubes, todas las cumbres, y se entregan con algo de dolor y enorme clarividencia a la sensación del ácido o a las evasiones febriles, son los cowboys de las farmacias, los genios de las aboliciones, y son a lo mejor los más fuertes, a lo mejor mis favoritos. Y hay quienes sólo necesitan destilar el mundo a través de su propia voz, y eso es todo.

Todo depende de vocaciones íntimas, de talentos personales.

Y es necesario creer, en el sentido o el sinsentido, en lo negro o lo blanco o lo irremediablemente gris. Incluso los escépticos creen fervientemente en su escepticismo.

Y ahora que me ha dado por pensar mucho en todos mis laberintos, me doy cuenta de que en relación a esa palabra específica, simplemente creo, y es fácil para mí, porque ni siquiera necesito una victoria a largo plazo. Sólo necesito una colección de soplos, de minutos, en los que el tiempo se ilumine entre dos personas como la panza de un insecto o el agua bajo el sol, y eso es todo. Algunos tienen mucho talento, y algunos tienen mucha fuerza y aguante y otros tienen una enorme lucidez, o una voluntad sin fisuras, y yo sólo tengo mi corazón. Y lo siento dentro de mí, enorme, hinchado, sensible a todos los alfileres, y me da miedo, porque llevo conmigo a todos lados la amenaza de una entrega irrevocable. Y me susurro palabras suaves, y calma, pero no importa. El caballo está hecho para galopar, inclina la cabeza mientras sus músculos se sacuden en espasmos nerviosos, y sólo espera el momento del disparo, y no habrá marcha atrás y eso es todo.

jueves, 7 de agosto de 2008

una sola cosa

No acabo por tomarme ninguna idea seriamente. Pero sí. Hay algo en lo que creo con una fe desbordada como la de los católicos o los marxistas leninistas (los que sigan resistiendo por ahí). Es cursi y es así. Creo en el amor (no vomiten todavía). Es decir, puede uno creer en muchísimas cosas, como la gravedad, y que la tierra gira alrededor del sol, y que hace mucho se levantaron sobre la tierra otros imperios, y eso parece tan indiscutible que no requiere de ningún esfuerzo, nos lo enseñan en la primaria, y lo repetimos muchas veces para pasar exámenes. No hay mérito alguno en aceptar lo que nos inculcan como sentencias evidentes. El chiste de la vida, y de cualquier búsqueda individual, está en las líneas y los dibujos que la gente hace en los márgenes de las libretas cuadriculadas. Está en todo lo impalpable y todo lo improbable. No está, por lo menos para mí no está en los que usan los saberes probados y prácticos para erigir pequeñas torres y pequeños imperios a la medida de la realidad. Está en los héroes trágicos, y en todos los que se atreven a creer en algo que no es incuestionable. Y no me refiero a los del tipo self made man with a dream, porque no me refiero a las ambiciones más o menos egoístas de los que quieren a toda costa ser ganadores en un juego, de acuerdo a las reglas universalmente aceptadas por los jugadores. Yo hablo de algo que ocurre de acuerdo a un espíritu profético o un espíritu de sacrificio. Me gustan los que se las arreglan para creer en alguna forma de prodigio o encantamiento, aunque sea a la manera más objetiva de los astrónomos; cualquiera que viva sorprendido por fronteras inimaginables y por posibilidades infinitas. Y respeto a los religiosos, cuando no hay un espíritu cómodo o autocomplaciente detrás de la fe. Hace poco vi un documental acerca de monjes en una orden, no recuerdo cuál, en Francia, que dedican su vida a la oración y el silencio. No hablan los unos con los otros más que los domingos, se dedican a cantar, a orar, a leer, y a tareas manuales sencillas, como plantar hortalizas, y componer zapatos. La película es lentísima y se llama “En el gran silencio”, y hay que estar en un ánimo muy especial para disfrutarla y aguantarla hasta que acaba, de hecho cuando fui, la mitad de los asistentes abandonaron la sala. Pero a mí me conmovió. Me sorprendió la fuerza de mundos individuales que deben ser muy ricos, para vivir con tanto desprendimiento, tan recluidos en sí mismos, preocupados sólo por lo más profundo y lo más interior en sí mismos. Yo no soy religiosa, no me gustan los dogmas. Pero estoy segura de que esos monjes hacen contacto con lo que sea que buscan contactar, con algo divino o mágico, por eso tienen los rostros que tienen (inocentes y encendidos a la manera de un quinqué antiguo o algo así, alguna luz ámbar y cálida y temblorosa), inmersos en una vida repetitiva y sin lujos, hecha de placeres simples, como darle de comer a los gatos, o comer sentado en el marco de una puerta que da a un patio de piedra, o resbalar jugando como niño por una pendiente nevada.

Supongo que me gusta la fe cuando equivale a algo extraordinario por lo que la gente paga cuotas extraordinarias. A lo mejor, las grandes recompensas corren en dirección contraria a toda sensación de comodidad. O corren en dirección contraria a todas las direcciones, punto. Un ritual que se repite más o menos cíclicamente entre mi papá mi hermana y yo, es ir a caminar a algún cerro, cuando estamos en Michoacán. Si nos da sed en el camino, mi papá tiene la filosofía de que no hay que correr a buscar agua, sino aguantar la sed en la boca, incluso hasta el punto en que empieza a ser un poco dolorosa. Después, les prometo los vasos de agua o las botellas de refresco más deliciosos que hayan probado en sus vidas. Una de las comidas que más he disfrutado fue una especie de dulce de leche que empezaba a perder su consistencia sólida, sin cucharas, con las manos llenas de tierra del camino, al lado de dos amigos, un día que nos perdimos en la sierra y caminamos por horas y horas y eso era todo lo que teníamos a la mano para comer. La gente ahorra para probar las combinaciones elegantes de chefs talentosos en restaurantes caros, y estoy segura de que esas son cenas exquisitas, pero a veces todo lo que hace falta es un poco de hambre y un poco de cansancio, y un dulce de leche camino a descomponerse.

No sé por qué me da por pensar así a veces. A lo mejor es porque las épocas más intensas de mi vida han estado encendidas por un sentido cotidiano de incomodidad o privación que me obligaba a estar despierta. Y todo, entonces, estaba iluminado por una sensación irrepetible y significativa. Y no es que las privaciones signifiquen algo por sí solas, había otros significados abrillantando el tiempo cotidiano de esas épocas, pero también, no hay nada como el hambre para saborear un plato de frijoles, y no hay nada como la ausencia de tele y radio y comunicaciones para perderse por completo en la belleza de un paisaje modesto, una ladera con árboles, un campo con niebla.

Pero a lo que iba hace muchas palabras: yo sí creo en algo a la manera desmesurada en que esos monjes franceses creen en Dios. Es mi concesión, mi margen para una esperanza ciega.

lunes, 4 de agosto de 2008

mensaje recibido

Todo es imaginario.

Todo.

Cada quien inventa sus propias historias, y cada quien tiene las mismas probabilidades que el de al lado en acertar en lo que inventa. A lo mejor el chaparrito de la oficina de enfrente, budista fervoroso, es en realidad la reencarnación de un guardabosques o una hechicera de otros tiempos, ¿por qué no?; mientras la de más allá, atea sin concesiones, realmente acabará por desintegrarse después de su muerte, y formará parte de una nebulosa dentro de algunos miles o millones de años luz, antes de que el universo se enfríe por completo. A lo mejor todos tenemos la razón y todos estamos equivocados, porque la verdad es algo demasiado grande y complejo como para que nuestras humildes neuronas alcancen a ordenarla en un solo discurso. Y eso, sólo en la escala grande del tiempo.

En la escala pequeñita estamos a lo mejor mucho más perdidos, y seguimos imaginando respuestas que tienen toda la probabilidad de ser inventos consoladores y nada más. He conocido a muy pocas personas que no se engañen a sí mismas cotidianamente, es más, a lo mejor no he conocido a ninguna. Por ejemplo: La frialdad del hombre que me gusta es, en una de esas, un ejercicio deliberado para llamar mi atención (no me pregunten cómo la mente humana llega a conclusiones como esas), uf, en el fondo derrapa por mí, o en el peor de los casos, le doy miedo, tan interesante y deslumbrante que soy; lo que sea, excepto la probabilidad dolorosa de que su frialdad sea la expresión llana y sencilla de una contundente falta de interés. Las miradas que se refieren al amor o su promesa son las más inventadas de todas, porque el amor es la más engañosa de todas las ficciones y de todas las verdades, porque el componente imaginario sobrepasa con mucho a los otros ingredientes, el amor está hecho de imágenes y metáforas y perfumes mágicos y todo tipo de sueños sutiles y de trampas. Está para siempre contaminado por el deseo, y el deseo es un maremoto, y en medio del maremoto es dificilísimo evaluar objetivamente lo que nos sucede, apenas si alcanzamos la vaga consciencia de que una corriente nos arrastra, y de que no queremos ahogarnos por completo.

Estaba pensando en eso porque el viernes, estoy casi segura de que vi pasar raudo en su coche (no estoy completamente segura, pero creo que sí), a una fantasía recurrente desde ha-ce- ca-si-un-a-ño. Y un día antes, alguien me vio a mí, bostezando junto a la ventana del trolebús. Y me cayó el veinte. Sobre los engaños. Envolvemos con signos fantásticos a las sombras que atraviesan nuestro camino, pero las sombras no se dan cuenta de nada, no tienen la intención de emitir ningún mensaje, van pensando en los seres reales que los esperan en sus casas, o en sus propios espectros, y en sus propios códigos ficticios. Yo lo miro a él, y él no me mira a mí, sino la mira a ella, que tampoco lo mira de regreso sino que mira a otro que mira a otra y así. Muchos de nosotros vivimos engañados por las siluetas de nuestros fantasmas. Algunos de ustedes no. Ya encontraron a su espejo. Pero este post no es para ustedes, los afortunados, sino para nosotros, los que tenemos la mala pata de voltear en el momento preciso en que el sueño viaja enfrente de nuestras narices a 120 kilómetros por hora sobre Insurgentes, mientras sabemos que la metáfora en realidad tiene sentido y lo dice todo: él mira hacia adelante mientras yo lo miro pasar. Ahí queda dicho con una claridad espantosa. Y es muy triste, pero así es.

viernes, 1 de agosto de 2008

claroscuros cotidianos

Quizás de lo que se trata la vida es de conciliar ideas contradictorias. Todo es un movimiento de atracción y rechazo, sin pausas.

Veo con claridad la silueta de un gorrión delineada contra el follaje de un árbol, en la banqueta junto al tráfico, latiendo su vida pequeña ajeno a la violencia y el ruido. Consigo un disco luego de perseguirlo en tiendas distintas de la ciudad, y la música me acelera el pecho y parece una redención suficiente. Me detengo a leer dos o tres veces la línea de un libro que muchos citan como su favorito, y creo que todos esos muchos tienen, por fuerza, que ser seres humanos decentes, y que hay esperanza, y que es un aleteo o un perfume sutil que fluye de las líneas a los lectores como la iluminación de velas o lámparas en días nublados o lluviosos. En un noticiero cualquiera, aparece de pronto la imagen en la tele de un grupo de soldados encima de un portaaviones, que se detienen a mirar hipnotizados el atardecer encima del agua. Recibo el abrazo de alguien que no me quiere soltar.

Entonces, me siento parte del mundo y me dan ganas de estar aquí. Así. Nada más.

Pero luego, reconozco con claridad conjuntos de gestos, tonos, sonrisas, que la gente en la oficina, (algunos, no todos) extienden como maquillaje encima de sus caras. Y no sé cómo reaccionar y antes de que me dé cuenta mi rostro se crispa con muecas parecidas y es como si todo entre nosotros se oscureciera sin remedio. Me veo envuelta por millonésima vez en una conversación donde nadie mira verdaderamente al otro, y nadie habla verdaderamente de sí mismo, todos compiten verbalmente por prestigio tratando de aplastar al interlocutor como si fuera un contrincante, y yo tengo que decir, con la sensación de hablar en el desierto como a muchos kilómetros del mundo civilizado, que yo ni tengo novio, ni me he casado, ni gano una lanota, ni soy exitosa en ningún sentido, y sigo peleándome con la pinche tesis de licenciatura. Alguien toca el claxon por medio minuto casi sin interrupciones. Un matrimonio joven pide dinero fuera del metro, se nota que vienen del campo, y el rostro de ella está completamente deformado por lo que es a todas luces un tumor, y no tienen ni cuarenta años, y no parecen protestar, sino que desvían la mirada cuando alguien les da unas monedas, ni siquiera hay desesperación en sus gestos, pero yo sé que el cáncer debe dolerle un chingo a quienes no tienen dinero para medicinas.

Entonces, me dan ganas de renunciar a todo, de algún modo, esconderme, huir muy lejos.

La única razón que se mantiene, ahora, como razón, es que en este mundo posmoderno que le dicen, donde parece que ya casi no hay utopías colectivas, subsisten resquicios desde los que es posible asumir luchas que signifiquen algo, aún, a lo mejor, quién sabe.

Aunque no haya todavía la gran iluminación sobre esa, alguna, cualquier, verdad, por modesta que sea, hay luz, todos los días. Todos los días, galaxias de polvo navegando, doradas, en hilos que se escurren por la claraboya.

Alguien silba en el departamento de al lado.