martes, 29 de julio de 2008

luz llena de alas y algunas otras posibles explicaciones para el universo

Así es que los seres humanos somos estos bípedos implumes dotados de conciencia. Esa dulce iluminación, esa condena. Pensamos, luego existimos, y nos damos cuenta. Y entonces, una de dos:

Opción número uno:

La conciencia, la nuestra, la de cada quien, es un accidente fabuloso de la evolución que ocurre gracias a las neuronas y algunos otros artificios químicos y proteínicos. Es la consecuencia del cerebro, y cuando el cerebro muere también muere el milagro que nos otorga una breve individualidad en el universo. Somos la consecuencia de un accidente ligeramente sofisticado en un universo también accidental donde hay otros milagros involuntarios como el nacimiento de las galaxias o la caída de una piedra por la pendiente del cerro o del agua de la lluvia a través de la tierra hasta las raíces de un pino. Aparecimos para atisbar brevemente por el ojo de la cerradura y admirarnos de que todo suceda, sin redención ni explicación posible, sin eternidad al alcance. Mientras tanto, algunos miles de años de historia nos hacen capaces, como especie, de cosas inútiles y bellas como la poesía y el amor y la música y el heroísmo, así como de cosas prácticas y terribles como el pavimento, los edificios departamentales y los horarios de oficina, las armas biológicas, los vehículos automotores y los estacionamientos. Quizás, asistimos a nuestros últimos siglos o décadas y el mundo se deshará de nosotros como de un inquilino abusivo y el sistema solar regresará a la paz de sus órbitas y el planeta será verde y hermoso, o azul y hermoso, sin nadie que atestigüe su belleza para aplastarla después con la planta del pie. O seremos un virus eficiente y creceremos hasta infestar la galaxia con satélites y naves y comida congelada. En el fondo, quién sabe si importa. Persistiremos, o nos reemplazará un accidente distinto y el universo seguirá su alejamiento uniformemente acelerado, porque al universo nunca le ha importado que haya testigos breves germinando como motas de polvo o de caspa en el último de sus largos cabellos. Somos apenas un destello finito en mares infinitos. Quién sabe si importa que seamos un destello a lo Salvador Allende o un destello a lo Pinochet, dentro de otro millón de años nuestros átomos alimentarán a un cometa o a una luna y todo seguirá girando fríamente, sin espías detrás de la puerta, o bajo la mirada de espías enteramente distintos, accidentes del helio o del sulfato en vez del carbono, separados de nosotros para siempre por el espacio y el tiempo. No hay magia, apenas el prodigio involuntario de uno que otro conjunto de átomos y una que otra sinapsis. Estamos solos.

Opción número dos:

No hay accidentes. Todos traemos un ángel prendido a la espalda, que anota en una libreta azul nuestros gestos más azules, y extiende las alas con gesto protector sobre nuestra cabeza, por las noches. No sólo somos testigos sobre lo visible, sino que hay testigos invisibles sobre nosotros. Que nos miran sin que los miremos y que nos escuchan las canciones en la regadera y los gritos de dolor o de guerra o de alumbramiento. Más allá de nosotros se pelean otras guerras y hay otras canciones y otros alumbramientos. Y no estamos cercenados de lo más inmenso y más invisible que nos rodea y nos mira y nos abraza en silencio. La soledad es invención nuestra. Quién sabe si más allá hay un solo ojo omnipresente y omnisapiente que duerme o vigila, o algo parecido a ciudades, infinitamente más claras, infinitamente más oscuras que las nuestras. Hay, de cualquier forma, algo que la ciencia no explica y no entra en radares o el lente de los telescopios, algo que, en todo caso, provoca mediciones incomprensibles en las fórmulas de los astrónomos. Algo sutil, a tres milímetros de nosotros, una electricidad o un temblor o una sombra escurriéndose ágilmente por la orilla de los ojos.

Todavía, quizás, una frágil opción número tres:

Quién sabe si el milagro de nuestra conciencia es accidental o planeado. Lo único contundente es que es, y no dura mucho. Inmersos en la belleza ilimitada de nuestra fragilidad ilimitada, breves, terribles, sádicos, brutales, amorosos, profundos, heroicos, cada quien busca una redención a su medida, y algunos la encuentran.

Y frente a la pregunta que planteaba Dostoievski: ¿es posible amar a la humanidad sin creer en Dios? Alguien lee a Walt Whitman, o alguien abraza a otro alguien, alguien participa en una revolución para salvar a su pueblo, alguien se hunde en un beso como en un firmamento.

Y usted, amabilísimo lector, ¿por cuál vota?

Posdata pesimista, porque hay momentos así, pesimistas:

Voto por la dos y la tres. En la uno, no podría vivir. Pero voto con un desapego casi desesperado (si eso existe), porque ya se sabe, eso también lo escribió Dostoievski en algún momento, un solo niño torturado desequilibra por completo todas las balanzas, no importa qué ponga la fe del otro lado, y en este mundo hay tanto sufrimiento absurdo sobre los inocentes, y tanto placer sin castigo sobre los culpables, que uno siente el impulso algunos días más sombríos que los otros, de mandar apropiadamente a volar a todos los hipotéticos ángeles, tan inútiles ellos, que sólo escriben en sus libretitas y extienden sus alas inmateriales, así como a Whitman cuando le daba por cantarle al futuro de la humanidad.

Segunda posdata, de corte optimista, porque yo también necesito redimirme:

Suena “Night falls on Hoboken” de Yo la tengo. Sentido quién sabe si lo hay, pero belleza, de que la hay, la hay. Terminé de leer “Rayuela” y aquí les paso al costo una frase:

“Ya casi podían mirarse en esa luz que era como la paloma entre las manos del loco.”

Sea pues, un brindis por la luz de la paloma entre las manos del loco, y por quienes se miran en esa luz, como cómplices. Por los arrebatos absurdos que nos habitan furtivamente, y la luz que entonces se llena de dientes de león sobre los que alguien sopla aplicadamente. Por… la luz de la noche mientras cae sobre Hoboken. Y… el álbum blanco. Y… Tin Tán a blanco y negro (el sentido del humor, esa otra llave mágica). Y así, alguna lista muy larga que no es necesario enumerar.

Ya casi podían mirarse en esa luz que era como la paloma entre las manos del loco, eso es todo, yo nunca lo habría dicho así de bien, pero repetirlo, hoy, ahorita, una y otra vez, me llena de algo como dientes de león, que son a fin de cuentas la expresión física en el aire, de la esperanza. Y no sé muy bien por qué, y a lo mejor tampoco hace falta que lo sepa.

miércoles, 23 de julio de 2008

laberinto

Si estuviera realmente anclada a la vida y el mundo, aún a sus corrientes más oscuras o más espesas, no haría tantas preguntas, porque la contemplación igual sólo le sirve a cerebros privilegiados, y el mío es apenas un cerebro promedio. No talking man, all action. Mi vida es esto, este minuto de miércoles soleado, oyendo una canción al azar de The Beta Band. La promesa de ver a mi mamá al ratito, de visita en la ciudad por unos días, el exprés doble con azúcar, el respaldo flexible de la silla, las voces que flotan entre cubículos, el sonido del teclado bajo los dedos. El ritmo del pecho, y la sensación del laberinto. El laberinto. Hay quienes marcan rutas sobre el mapa de los años, y palomean destinos, uno tras otro, una sola carrera. Lo malo de las carreras es que parecen flechas disparadas en una sola dirección y todo lo que importa es el destino, y una vez que se alcanza, todo lo que importa es el destino siguiente (asch, algo así también lo dijo Kundera en algún lado, yo no tengo ideas originales y cito a Kundera con mucha mayor frecuencia de la que debería; juro que no es el único al autor al que he leído). A mí lo que me importan son los colores del camino, y sus lluvias, y las imágenes a través del cuadrito de la ventana, o el abismo del cielo abierto sobre la cabeza, o el aire frío en la cara, y los encuentros, los guiños que nos hacemos al pasar, y cosas así, por el estilo, en realidad no me importa demasiado si más allá está el diploma A o B o Z, como decía ese personaje de “Little Miss Sunshine”, un pinche concurso de belleza tras otro, validaciones basadas en las preguntas incorrectas, en los artificios de la competencia, qué hueva. Pero el presente, así, pensado en función del presente y no del futuro, se parece mucho a la deriva, y lo único malo de la deriva es que es una forma sutil de laberinto, es fácil caminar en círculos, flotar sin resistencia hasta el fondo de los remolinos. Si yo fuera realmente profunda, si estuviera verdaderamente adolorida por el mundo y la existencia, ya me habría suicidado, o ya habría contemplado con seriedad la idea del asesinato, o sería monja en algún lugar silencioso, o ermitaña en el fondo de un escondite boscoso, o revolucionaria en una selva del sur, si el sinsentido realmente me hubiera llegado hasta el plexo solar ya habría roto un sinnúmero de convenciones sociales, habría tenido algunos cientos de amantes, por ejemplo, y me inyectaría heroína, o asaltaría bancos, o planearía fraudes. No haría cosas terribles como trabajar en una oficina y pagar puntualmente los impuestos. No soy Horacio Oliveira, tampoco, aparte de que no soy un hombre cultísimo de cuarentaytantos que va y vuelve de París a Argentina, yo no busco una humanidad en mí al margen de la humanidad misma. A mí, la verdad, con ingenuidad sin disculpas, me gusta la gente. No me gusta el mundo, pero me gusta la gente. Los veo ahí, como yo, gotitas perdidas en las corrientes veloces, sin capacidad de guerrilla ni levantamientos, bañaditos y perfumados por la mañana en el metro, consultando los relojes para llegar a tiempo a sus trabajos, igual que yo, bañadita y perfumada, mirando con angustia el minutero en la muñeca, los veo iguales a mí, dejándose partir la espalda, resistiendo con los dientes apretados, y así, con sensiblería cursi, me dan ganas de darles, a todos, una ventana hacia el mar, o acariciarles la cabeza, pobrecitos, de todos, nosotros, y cosas así, por el estilo, cosas que no sirven para nada.

Parece que no hay salida porque de todos modos me duele el corazón, a veces, ese músculo simbólico donde guardamos las cosas que nos duelen. Hay viajes en metro que me dejan exhausta. Esta ciudad tiene eso. El metro está tan lleno de realidad que no hay cómo evadirse, aunque hundas la nariz en la novela (y llegues al fragmento ese en el que Oliveira mira al hombre del pijama rosa que acaricia sin descanso una paloma en los pasillos del manicomio) la realidad interrumpe los sueños y las reflexiones y llega de la mano de un hombre ciego que canta horriblemente con el aparato de música a todo volumen recargado en el pecho, o de la mano del niño descalzo que pide dinero para los campesinos en Puebla, y que hay campesinos pobres lo sabe de sobra todo el mundo, y estos que vienen de Puebla se aparecen con frecuencia, pero hay algo en el gesto del niño en el momento en que extiende con rigidez el brazo para entregar un papelito que nadie acepta, una y otra vez, con la misma seriedad y el mismo ademán rígido, algo que es aguja pinchando el centro de la muñeca de cera, o ácido sobre el confort de la oficina abrigada y la música y el cafecito caliente.

Y es preferible mirar. Odiaría voltear la cabeza. Pero me dan unas ganas terribles de irme a donde nadie me encuentre y la realidad no sea, por las mañanas, el niño de rostro inteligente y sereno que extiende muchas veces el brazo con el mismo gesto y la misma rigidez multiplicada. Los que viajan siempre en coche no saben; para muchos, el resto del mundo es una mancha borrosa que se deja velozmente atrás por el espejo retrovisor, mientras van de Polanco a Las Lomas, o de Santa Fe a La Condesa. Es curioso cómo todos vivimos en la misma ciudad y nadie vive en la misma ciudad que los demás. Todos vamos siguiendo las líneas preventivas de nuestras fronteras sociales, y sólo las calles, a veces, el metro, a veces, agrietan un poco los lentes, el parabrisas, los cristalitos protectores.

Y cuando ocurre, duele. Pero a mí nunca me duele lo suficiente. Lo malo de estos ojos que ven con el párpado entreabierto es que a pesar de todo, estoy aquí, escuchando el teclear de mis dedos sobre la máquina, escuchando ahora la versión acústica de una canción que se llama “Happiness”, con la noticia de que me aumentaron el sueldo, y de que todo marcha de lo más bien y no hay por qué preocuparse.

viernes, 18 de julio de 2008

puntos ciegos

Nos la pasamos, a veces, pensando en lo que somos. Y a lo mejor, en el fondo, lo que realmente duele, es todo lo que no somos. Cada vez que elegimos, una historia posible cae en el vacío para hacerle espacio a las historias que acabamos viviendo. Está el peso evidente de decisiones como irte a vivir a una nueva ciudad, dejar de cortejar o de ser cortejada por x o y, o estudiar Antropología en lugar de Danza Contemporánea o Diseño, y están todas las bifurcaciones ínfimas que quizás también nos cambian para siempre, cuando doblamos a la izquierda en vez de la derecha, cuando llegamos tarde a una fiesta, cuando esperamos al siguiente vagón del metro. En todas las líneas de mi mano por las que nunca caminé hay una mujer felizmente casada y con hijos, una maestra rural en una comunidad de la sierra michoacana, una fabricante de separadores y libretas y lámparas viajando a Chiapas de aventón con una bola de amigos semidescalzos, de mirada encendida y cabello salvaje; una bailarina de carrera promisoria que lo vio todo interrumpido por un accidente en el que perdió una pierna o se rompió la espalda; una mujer comprometida con causas políticas que pasó varios meses en la cárcel y nunca más volvió a ser la misma que era, una mujer que se quemó en un accidente automovilístico, una mujer que se ganó el melate de chiripada cuando casi en broma decidió comprar un boleto, una migrante en España que la hace de estatua viviente sobre La Rambla (vestida de vagabundo, o de monumento ecuestre), una artista de circo que recorre entre esperanzada y exhausta los caminos de un circuito humilde de ciudades en provincia, con la sensación del polvo encima de los minutos y los días, y una actriz de teatro adicta sin remedio a la cocaína, y una diseñadora que vive igual que yo en el DF, pero en un edificio más bonito, en una colonia más pípiris náis. Somos lo que somos, y ahí, resumido, queda también todo lo que ya no fuimos.

Eso, hablando sólo de lo posible. Porque está también lo imposible. Lo que está en los puntos ciegos de nuestro alcance visual, más allá o más acá de todas nuestras posibilidades sensibles, de nuestro año, nuestro país, nuestra hora, nuestro ADN.

Hace mucho, platicando con mi papá, nos preguntábamos qué personaje de la historia nos gustaría ser por una semana, o un día, y él dio la que hasta ahorita me parece la mejor respuesta: él sería Einstein, para asomarse al universo con toda la lucidez de ese cerebro, para ver en la luz y en el espacio y en la materia y en el cielo, todo lo que él veía, y que para mí por ejemplo son sólo puntitos brillantes más o menos incomprensibles. Yo escogería un tour por conciertos magistrales, pero del lado de los músicos. Me gustaría ser Nina Simone, con un vestido entallado y una copa de coñac entre los dedos, seduciendo con la mirada a alguien de la primera fila, en un bar oscuro y espeso. Siempre quise ser una mujer con mucha voz y gestos cadenciosos, recargada con languidez y tristeza infinita sobre el micrófono. Y sería Thom Yorke, en cualquier momento, mientras escribe el poema adolorido que será la próxima canción, mientras juega con la guitarra o con el piano, mientras canta sacudiendo la cabeza hacia los lados con su gesto característico ante un estadio intoxicado. Me gustaría ser Jim Morrison en el momento exacto de uno de sus alaridos, y Jimmy Hendrix mientras le prende fuego a la guitarra. Pero no tengo voz, ni grandes facultades musicales, y nunca voy a saber qué se siente el acto creativo en vivo, la ceremonia mágica junto a un público de fieles. También me gustaría entender fácilmente a Kant y a Wittgenstein, y vivir en un mundo profundo, preocupada por las preguntas enormes, las inconmensurables, pero en lugar de eso resulté una lectora de novelas y de cuentos. Y me gustaría saber qué siente un corredor de distancias largas, o un escalador, mientras estira el esfuerzo todo lo que puede y el corazón late ensanchado, y un jugador de futbol, mientras su cuerpo reacciona con velocidad y hace exactamente lo que le piden. Pero siempre fui la niña que escogían al final en todos los equipos de la primaria, a la hora de la clase de educación física. Así que no voy a saber qué se siente eso, ni qué se siente improvisar en el piano, o dar piruetas desde la plataforma de diez metros. Tampoco voy a saber qué se siente ser útil a la manera heroica de los médicos sin fronteras en zonas de guerra, porque las vísceras y la sangre siempre me dieron náuseas, y no tengo las agallas para clavar el bisturí en un ser vivo sin que me tiemble la mano con mi pulso habitual de maraquero.

Luego, está la realidad misma, para colmo. No sólo está nuestro rango posible de experiencias, sino la forma en que alcanzamos a vivir la misma calle o la misma fiesta que los otros, o el mismo cuartito de París, y el mismo interlocutor nostálgico, para lo que es necesario traer nuevamente a Cortázar y Rayuela, y el fragmento que desencadenó todas estas palabras, que no son más que plagios grises de lo que Cortázar dijo primero, y mucho mejor que yo:

Vagando por el Quia des Célestins piso unas hojas secas y cuando levanto una y la miro bien la veo llena de polvo de oro viejo, con por debajo unas tierras profundas como el perfume musgoso que se me pega en la mano. Por todo eso traigo las hojas secas a mi pieza y las sujeto en la pantalla de una lámpara. Viene Ossip, se queda dos horas y ni siquiera mira la lámpara. Al otro día aparece Etienne, y todavía con la boina en la mano, Dis donc, c’est ‘epatant ça!, y levanta la lámpara, estudia las hojas, se entusiasma, Durero, las nervaduras, etcétera.

Una misma situación y dos versiones… Me quedo pensando en todas las hojas que no veré yo, el juntador de hojas secas, en tanta cosa que habrá en el aire y que no ven estos ojos, pobres murciélagos de novelas y cines y flores disecadas. Por todos lados habrá lámparas, habrá hojas que no veré.

lunes, 14 de julio de 2008

ridícula

Milan Kundera escribió alguna vez que a los seres humanos, pocas cosas nos importan tanto como las miradas de los demás. Y hace una clasificación de las personas de acuerdo a las miradas que buscan (cómo le gustan las clasificaciones a Kundera): los que buscan muchas miradas, un público, un auditorio, aunque sea una masa más o menos anónima y lejana, (el locutor de radio o editor de un periódico, no me acuerdo bien, que después hacía comentarios para los escuchas ocultos de la policía comunista); los que buscan una sola mirada, la del ser amado (Teresa y Tomás); y los que actúan para una mirada imaginaria (Franz, para el fantasma de Sabina).

¿Por qué nos importan tanto las miradas de los demás? A lo mejor, el reconocimiento es casi una confirmación de nuestra existencia, quizás no es tanto “pienso, luego existo”, sino “me miran, me escuchan, luego existo”. La mirada de otro, o de otros, nos salva de nuestras propias fronteras y nos abre la puerta a la existencia de los demás, y es como si eso bastara para rescatarnos parcialmente, y nos restara fragilidad.

Por supuesto, son espejismos. El hecho de que nos miren y nos escuchen no es garantía de comunicación, quién sabe si realmente nos miran y nos escuchan; y aunque hagan el esfuerzo honesto, quién sabe hasta qué punto lo que llevamos por dentro puede ser expresado de una forma que resulte inteligible para el otro, o los otros. Quizás, en mayor o menor medida todo es un juego de suposiciones erradas: yo creo que él es tal como lo veo y creo que me mira tal como soy, pero yo veo lo que invento en él y él ve a la que inventa para mí. Y así nos vamos, tranquilos y engañados, hasta el fin.

Cuando leí “La insoportable levedad del ser”, para mí el más ridículo de los personajes era Franz, pobre soñador. Actuar para la mirada de los otros es de por sí ridículo, pero actuar para la mirada de alguien que no está, para la mirada inventada de un fantasma, es una exageración de lo ridículo. Y lo peor es que me siento reconocida en toda esa ridiculez. No sólo me preocupa infinitamente la forma en que los otros me miran, sino que estoy rodeada de fantasmas, y ejecuto para ellos breves gestos teatrales, todos los días. Soy la actriz de públicos imaginarios. La imaginación, mierda, es como la heroína. Yo siempre sueño despierta. Siempre. Así que por qué no habría de actuar un poquito también, a través de ademanes insignificantes que duran unos segundos nada más, que a veces son sólo una tensión pasajera en la panza o un timbre o un perfume o un acento en el rostro o en los ojos. Cuando voy a cruzar una calle, a veces, por ejemplo, me imagino que el hombre que me gusta (que todavía me gusta, por pura terquedad) está ahí, a pocos metros, en alguno de los coches (ni siquiera sé de qué color es, así que podría ser cualquiera), me imagino que está detrás de algún parabrisas, y que me mira. El chiste es no voltear. Si volteo, voy a ver a un hombre de mediana edad con cara de fastidio, o a una mujer y sus hijos de regreso del kínder, o algún grupito de adolescentes, y voy a saber con certeza que él no está y que yo soy ridícula. Pero si no volteo, la duda se sostiene como una esperanza impalpable, así como todo lo sutil e inmaterial que hay en el mundo y que es improbable pero nos mantiene vivos, por alguna razón. Yo no volteo en la cineteca, no volteo en el supermercado, y esta ciudad es tan impredecible y tan grande que su fantasma está ahí, en todos lados, siempre y cuando yo no abra los ojos para destruirlo.

Este blog puede ser muchas cosas pero también es un gesto teatral. En el fondo de todo, hay una dedicatoria, una esperanza diminuta, un poquito adolorida (pero sólo un poquito). Y todo es trágico y ridículo a la manera de Franz. Todo sigue siendo la duda que no se desvanece gracias a que cerramos los ojos un segundo. No queremos voltear hacia la realidad y sus ausencias, una señora acalorada en su minivan, o un par de oficinistas de regreso hacia sus casas, pero no él, en ninguno de los coches, por más que lo invoquemos en silencio cada vez que cruzamos una calle. No sé quiénes pasan de visita por aquí, pero una parte de mí ya sabe que hace mucho dejé de ser interesante para la silueta específica que me interesaba. Y esto es sólo (el blog, todas y cada una de las entradas), la canción que cantamos a solas, los pasitos de baile que improvisamos en el pasillo desierto, la pelea de Franz contra los delincuentes en un país asiático, son gestos para el fantasma y sabemos que son sólo gestos para nosotros mismos. Son gestos para nuestros sueños, gestos que a fin de cuentas nos dedicamos íntimamente, gestos con los que jugamos a que el juego continúa. En el fondo, hace mucho que perdimos y hace mucho que lo sabemos. Por lo menos yo, ya sé que perdí. Y aún así. El click en el botón de “publicar”, otra vez. Un día en el que me siento bonita entro al metro y mantengo la mirada fija en la ventana, el desconocido que será el gran amor de mi vida está ahí, en el asiento de al lado o en el de enfrente, siempre y cuando yo no voltee para confirmar su existencia, siempre y cuando deje a la duda respirar con sus perfumes vagos, que a la gente como yo nos intoxican, siempre, somos seres incurables, las gentes como Franz y como yo.

viernes, 11 de julio de 2008

Post en dos partes, una deshechable, y la otra morelliana

PRIMERA PARTE DEL POST, PRESCINDIBLE ACTO DE DESAHOGO SIN MÁS:

En este momento, hay como cinco o seis capas aislantes entre la realidad y yo. Las paredes del edificio, la pantalla en vez de la ventana, los oídos cubiertos por audífonos, la gripa, los antigripales, y encima, una sensación general de irritación y mal humor. Alguien, quizás el mismo alguien que se llevó mi quincena, se llevó ayer mis audífonos, y ahora traigo unos muy incómodos, que no sirven bien, con los que es una tortura hacer mi chamba, la cual ahorita consiste en transcribir una larga entrevista que hice ayer, con un hombre que habla muy rápido y con acento norteño (el acento norteño puede ser encantador, pero en este caso sólo resulta ininteligible), mientras todo el mundo habla por teléfono (hoy, la impresión es que hablan a gritos), y el scaner hace un sonido que hoy parece como de instrumento motorizado mal afinado, o máquina oxidada de tortillería. Hoy es uno de esos días. Pero como ustedes, lectores imaginarios o no, de mi blog, no tienen la culpa, denme chance de un breve momento de descarga: espero que al ladrón de esta oficina le salga caspa de por vida, y que sufra de impotencia sexual y halitosis, que le salgan hongos en los pies y le de mucha comezón y le apesten horriblemente los calcetines, que se le atore siempre la comida entre los dientes y que sufra de flatulencia incontrolable.

Igual no es para tanto. Me empiezo a sentir mejor. Este es un buen desahogo. Aunque sigo de mal humor. Mierda y recontramierda (en algún momento voy a tener que mejorar mis habilidades insultativas, hasta ahorita, son más bien patéticas).

SEGUNDA PARTE DEL POST, MÁS SERENO, DONDE QUEDA PROBADO QUE ES MUCHO MEJOR TRANSCRIBIR A CORTÁZAR QUE CONVERSACIONES CON ACENTO INCOMPRENSIBLE A TRAVÉS DE AUDÍFONOS DEFECTUOSOS

Ya me reí dos veces, gracias a J. quien primero me contó un chiste misógino (y tuve que reírme, con la misma risa culpable que producen los chistes crueles de humor negro: primero te ríes y luego te contienes y protestas). Después, me enseñó una foto que se hizo con una tortilla de harina a modo de máscara, con hoyitos para la nariz, los ojos y la boca. El resultado me hizo reír de nuevo, con más ganas, y todo poco a poco se aligera. Interrumpí la transcripción de la entrevista, puse música, y le robo minutitos al día para escribir aquí. Se siguen aligerando las sensaciones generales, dentro de poco a lo mejor ya empezaré a darme cuenta de que hoy, milagrosamente, ya no llueve. Termina aquí la parte más prosaica del post. Lento camino de regreso a los rumbos más densos: estoy releyendo Rayuela, por tercera vez. La primera vez lo leí en la prepa y creo que sólo entendí más o menos la mitad, pero igual me desvelé muchas noches leyendo y anduve varios días escribe que te escribe en mis diarios terribles monólogos semi-filosóficos. La segunda vez lo leí en la universidad, lo disfruté más, pero mis simpatías estaban casi todas del lado de la Maga. Oliveira, a lo mucho, me daba un poquito de lástima, con su búsqueda tan egoísta, tan ciega a los demás. Esta vez, aunque la Maga sigue contando con toda mi lealtad, Oliveira me cae mucho mejor. Me siento reconocida. En realidad, me gustaría pensar que de parecerme a alguien me parecería a la Maga, pero en este momento, más bien me parezco a Horacio, que busca una reconciliación pero no está seguro de dónde ni de cómo, y todo parece dolerle, pero nunca lo suficiente. En medio, una nostalgia por algo que se intuye, que a lo mejor está aquí, pero es casi todo el tiempo inaccesible. Aquí transcribo un cachito, de Oliveira-Morelli-Cortázar, sintiéndose triste por los locos, los soñadores, y las especies humanas en proceso de extinción:

…Qué inútil tarea la del hombre, peluquero de sí mismo, repitiendo hasta la náusea el recorte quincenal, tendiendo la misma mesa, rehaciendo la misma cosa, comprando el mismo diario, aplicando los mismo principios a las mismas coyunturas. Puede ser que haya un reino milenario, pero si alguna vez llegamos a él, si somos él, ya no se llamará así. Hasta no quitarle al tiempo su látigo de historia, hasta no acabar con la hinchazón de tantos hasta, seguiremos tomando la belleza por un fin, la paz por un desiderátum, siempre de este lado de la puerta donde en realidad no siempre se está tan mal, donde mucha gente encuentra una vida satisfactoria, perfumes agradables, buenos sueldos, literatura de alta calidad, sonido estereofónico, y por qué entonces inquietarse si probablemente el mundo es finito, la historia se acerca al punto óptimo, la raza humana sale de la edad media para ingresar en la era cibernética. Tout va très bien, madame La Maquise, tout va très bien.

Por lo demás hay que ser imbécil, hay que ser poeta, hay que estar en la luna de Valencia para perder más de cinco minutos con estas nostalgias perfectamente liquidables a corto plazo. Cada reunión de gerentes internacionales, de hombres-de-ciencia, cada nuevo satélite artificial, hormona o reactor atómico aplastan un poco más estas falaces esperanzas. El reino será de material plástico, es un hecho. Y no que el mundo haya de convertirse en una pesadilla orwelliana o huxleyana; será mucho peor, será un mundo delicioso, a la medida de sus habituales, sin ningún mosquito, sin ningún analfabeto, con gallinas de enorme tamaño y probablemente dieciocho patas, exquisitas todas ellas, con cuartos de baño telecomandados, agua de distintos colores según el día de la semana, una delicada atención del servicio nacional de higiene,

con televisión en cada cuarto, por ejemplo grandes paisajes tropicales para los habitantes de Reijavik, vistas de igloos para los de La Habana, compensaciones sutiles que conformarán todas las rebeldías,

etcétera,

Es decir un mundo satisfactorio para gentes razonables.

¿Y quedará en él alguien, uno solo, que no sea razonable?

En algún rincón, un vestigio del reino olvidado. En alguna muerte violenta, el castigo por haberse acordado del reino. En alguna risa, en alguna lágrima, la sobrevivencia del reino. En el fondo no parece que el hombre acabe por matar al hombre. Se le va a escapar, le va a agarrar el timón de la máquina electrónica, del cohete sideral, le va a hacer una zancadilla y después que le echen un galgo. Se puede matar todo menos la nostalgia del reino, la llevamos en el color de los ojos, en cada amor, en todo lo que profundamente atormenta y desata y engaña. Wishful thinking, quizá; pero ésa es otra definición posible del bípedo implume.

miércoles, 9 de julio de 2008

abuelita Isabel



Ayer fue su cumpleaños. Tenía que presumirla, a poco no está guapísima, si parece actriz de cine, nomás. Aquí estamos ella y yo, hace... algún tiempo, frente al lago Arareco, muy cerquita de Creel.

martes, 8 de julio de 2008

Vivo muy cerca de mi trabajo, pero es un privilegio que no me sirve por las mañanas. Por las tardes casi siempre regreso caminando a mi casa, y es como media hora de introspección y movimiento y ciudad a un ritmo más pausado. Por las mañanas sin embargo soy un desastre, cuando consigo despertar temprano me las arreglo para acurrucarme en la cama con la taza de café y se me hace tarde de todos modos. El resultado es que desperdicio de manera infame una parte de mi reducido presupuesto en taxis, muchos más de los que debería. Me da coraje, por supuesto, dinero tirado a la basura, etcétera. Pero a veces no. A veces. Siempre me han asombrado los taxistas de esta ciudad, son magos, son virtuosos del tráfico; tanta ciudad y tantas calles y tan infinita distancia del norte al sur, del este al oeste, es demasiada información en la cabeza, y luego, hay los que están de buen humor, en medio del embotellamiento y la neurosis y las sensaciones de prisa y desesperación que parecen inevitablemente contagiosas, hay los que son felices. Creo que yo también podría ser feliz, viajando de un lado al otro de la ciudad todo el día, o la noche, escuchando las conversaciones de los pasajeros, enterándome de sus historias, espiando sobre los dolores y las alegrías, los enamoramientos y los desengaños, dando uno que otro consejo maternal, escuchando con empatía (yo sería de esos taxistas que resultan excelentes psicólogos). Y luego, una sensación saludable de incertidumbre, cada vez que alguien se baja del taxi, algo nuevo va a suceder, se puede subir una celebridad (quién quita, a muchos les ha pasado), se puede subir un ricachón que quiere que lo lleves lejísimos, a Puebla o Acapulco por ejemplo, y qué sé yo, alguna escena hollywoodense tipo siga ese auto, por qué no, hay por lo menos muchas más probabilidades de aventura que en un edificio de oficinas. Me acuerdo de una película que vi, francesa, no recuerdo el título ni el director ni los actores, pero era el retrato de un migrante que llega de África a París, y se dedica a vender rosas, en el metro, en los cafés, en las calles. Y le encanta, porque siente que viaja todo el tiempo que camina, de un lado a otro, por las placitas y los vagones y los restaurantes. Viajar, asomarse a la humanidad, a todos, a los Godínez apresurados y a los noviecitos de secundaria, a los filósofos con los ojos puestos en el cielo o en sí mismos, los ancianos pulcramente vestidos, y los seres nocturnos, las prostitutas, los vampiros, los que salen a las calles cuando el resto duerme. El espectáculo de las vías, los letreros iluminados, las escenas claroscuras. Yo sería buenísima de taxista si no fuera porque no tengo el más mínimo sentido de la orientación, y todos mis pasajeros acabarían en Xochimilco cuando iban rumbo a ciudad Satélite y desastres así por el estilo.

Así que no puedo ser taxista, ni modo. Me limito a viajar en taxi a veces, lujo inútil de la impuntualidad. Y de vez en cuando, hay una deliciosa sensación de contacto. Es de por sí un poco incómodo, dos extraños obligados a compartir el espacio privado de un coche a lo largo de varios kilómetros, a veces el pasajero o el conductor sumidos en sí mismos, sin demasiadas ganas de hablar trivialidades con alguien a quien no escogieron para una conversación. También, pobres taxistas, cuántas conversaciones insulsas han de aguantar todos los días. Y a veces, pobres de nosotros, frente a taxistas muy elocuentes con los que no congeniamos en lo absoluto. Media hora de trayecto abstrayéndote mentalmente y deseando en silencio que el otro se calle. Pero, a veces, hay un poquito de magia, ese poquitito con el que la ciudad nos atrapa, destellos breves nomás, para los adictos perdidos, como yo. Hoy por ejemplo. El taxista que me trajo a la chamba es de Guerrero, de algún ranchito, del campo. Yo, pues soy de Michoacán, y recuerdo bastante bien el campo y los ranchitos, por una época en la que fui maestrita rural. Los dos nos entregamos a la memoria. Él habló de las lluvias, de cómo le gustan las lluvias en su rancho, porque todo se pone verde. Y yo recuerdo que sí, las lluvias son otra cosa cuando en lugar de caer sobre el asfalto caen sobre los cerros, y todo huele, y no es un solo verde, sino muchísimos, el monte se enciende de día con un montón de linternas verdes, brillantes. Él recuerda que ahorita ya se viene la época de los elotes y los melones, los melones crecen junto al ajonjolí en los terrenos de la labor, y a él se le entrecierran los ojos de pura felicidad evocada. Le gustaban las lluvias cuando era chamaco, porque en esos días no se podía trabajar, eran como vacaciones, llovía día y noche sin pausas, y ellos se quedaban con la canela caliente acurrucados en la casa, cuatro o cinco días, hasta que se abría el cielo y era hora de regresar al trabajo pesado del campo una vez más. Yo me acuerdo también, de la canela entre paredes de adobe, y la lluvia como un sonido espeso que ocurre fuera, lejos del rincón calientito donde unas manos nos arropan. Me acuerdo de mujeres desconocidas, con la vela en la mano, acercándose a la cama donde dormía en noches de tormenta, y cubriéndome con las cobijas, con el gesto tierno que tienen las madres hacia sus hijas. Él dice, es que allá no hay maldad. Y estoy de acuerdo. Las casas no tienen candado, la gente no se hace daño, es generosa. Por lo menos yo me acuerdo de la sensación constante de que manos desconocidas me arropaban, siempre. Él se acuerda del rumor de una víbora bajo el petate donde se había sentado con su mujer, bajo un árbol. Yo me acuerdo del rumor de un venado, una noche a la intemperie, y me acuerdo de las estrellas entre las ramas de un encino. Y así, como quince minutos, los dos contentos de poder hablar y recordar con el otro cosas que nos han hecho felices. Nos despedimos con gusto, como si fuéramos amigos, y no nos volveremos a ver, pero estamos sonriendo. Ha sido un momento bonito, me dice mientras le pago, y estoy de acuerdo mientras cruzo la calle, hacia la oficina.

lunes, 7 de julio de 2008

Así que estoy, un monólogo tras otro, preguntándome acerca del mundo y todo lo existente y lo no existente y el espacio entre las estrellas y los espacios entre mis huesos o las comisuras de los labios y cosas así, por el estilo. Deeeeeeensa. Estoy sacudiendo todo lo que puede sacudirse. Estoy añorando la magia en medio de mi propio escepticismo. Estoy hablando con entes invisibles y luego estoy burlándome de mis parlamentos estériles. Estoy invocando todo lo que puedo, para que vengan los huracanes, que crujan las maderas del barco, que haya peligro de naufragio. A lo mejor, sólo así, tragando agua y golpeada por el mar, encuentro algo a lo que pueda aferrarme. A lo mejor los naufragios son el camino hacia las tablas salvavidas. Y así, debilitando todas las respuestas, ablandando todos los edificios tenazmente erigidos, me da por pensar en que la cadena misma de las preguntas es inútil, es un ejercicio ocioso, autocomplaciente. Los que tienen hambre, los que huyen de la guerra, los que tienen cáncer, no preguntan, saben que no hay tiempo para preguntar, sólo ciñen dolorosamente a la vida, la aprietan con fuerza en la mano, no la sueltan, la beben con sed.

Una amiga mía está transcribiendo la historia de su abuela, y me pasó las páginas que ya han sido traducidas del alemán al español. La historia de su abuela le pertenece a su abuela y le pertenece a su nieta. La están escribiendo juntas y es un ejercicio profundo de conexión entre ellas. Es uno de esos ejemplos sobrecogedores en los que la realidad supera a la ficción, a las más épicas de las novelas épicas. Yo no voy a decir mucho aquí. Pero es una historia que incluye escapes complicados de la Alemania nazi, encuentros cercanos con la Gestapo, amor a primera vista con despliegue de actos románticos y poesía, Cuba revolucionaria, Nueva York, México, consultorios dentales en medio del mar y accidentes de todo tipo. La abuelita de M. tiene más de ochenta años y está viva. Viva. No languidece pensando en el sinsentido del universo sino que se emociona con la idea de comprarse una bicicleta, de irse a vivir a Europa con su nieta, trabaja en un centro de rehabilitación todos los días, y extraña a su esposo muerto, consciente de que el milagro la tocó y ella vivió en el centro del milagro, así como vivió en el centro de muchas tragedias y pérdidas absolutas. Entonces, lo que queda, es vivir.

Vivir. A lo mejor todo lo demás es inútil. Estar en el centro de la vida, es decir en el centro de los milagros y las derrotas que nos parten en dos. Respirando, llenando el pecho, los ojos, extendiendo los brazos, con sed, voluptuosos, despiertos, felices, adoloridos, fracturados y recompuestos hasta el infinito.

En medio de la ceguera que yo misma recreo, hipocondriaca del alma, nihilista parcial y fervorosa de clóset, oscuramente, vagamente, sólo sé que lo que busco, lo que sea que busco, no se parece a la comodidad, se parece más al miedo en la raíz de la panza y a los temblores del pecho.

También, qué aburrimiento más espantoso, qué cansancio de antemano, si ya tuviéramos el mapa trazado y sólo hubiera que seguir concentradamente las líneas punteadas hasta el final, el dos después del uno, el tres después del dos, el trabajo después de la carrera, los hijos después del matrimonio, dos más dos son cuatro y así hasta que se acabe la cuenta completa de los minutos. Son más emocionantes las preguntas que las respuestas. Pero también, llega una hora en que es necesaria la tabla, el pequeño bote en medio del mar. Es necesario elegir aunque sea una estrella pequeñita, a modo de brújula. Las respuestas pueden ser una forma de miopía, pero las preguntas también, pueden ser una coartada para la parálisis.

Yo sólo sé, disectando este instante con rumor de lluvia y calcetines recogidos sobre la cama, que me emociona la idea de mi búsqueda, mi escape. Me dan ganas de vivir, muchas ganas, por un montón de razones entre las que se cuentan el rumor de la lluvia y los pies abrigados, pero sobre todo, ahorita, me dan ganas de vivir porque me asomo con curiosidad a mi vida. Porque no sé nada, cada vez sé menos, y estoy a punto de salir de las rayitas punteadas, y todo puede ser inventado otra vez, y eso, dios mío, la posibilidad, el miedo en la raíz de la panza, es tan agridulce y tan dulce que dan ganas de ser feliz, por esa sola razón, por esa sola promesa.

miércoles, 2 de julio de 2008

No me da miedo el trece, ni cuando cae en viernes, no me preocupa si paso por debajo de una escalera o si rompo un espejo, adoro los gatos, especialmente si son negros. Pero soy supersticiosa o algo parecido, y tengo mis rituales, todos los días. Lo que más hago son apuestas con el universo: si el metro llega antes de que termine la canción, X piensa en mí en este momento, si la suma final del número de serie en el boleto del trolebús da 28, algo maravilloso está a punto de suceder, si aparece un ratoncito entre los rieles, si la canción que sigue es romántica, si el siguiente semáforo está en verde, si pasan dos aves volando juntas o la figura pequeña de un avión, o si al momento de encender el radio hay alguna canción que realmente me gusta, yo leo anuncios generales de esperanza; y tengo mis amuletos personales, una chamarra, unos aretes, que siempre parecen estar asociados a los buenos ratos o los encuentros improbables o a una sensación de magnetismo. Me ha pasado estar pensando con mucha intensidad en alguien, y que aparezca en ese instante, en una calle anónima de la ciudad, o en el carril de al lado en el tráfico. Una amiga, científica (y escéptica como todos los científicos), abre libros al azar y con los ojos cerrados hace una pregunta y pone el dedo en algún lugar de la página, convencida de que la frase donde aterrice su mano es la respuesta que busca. Y yo también, cuando estoy particularmente atormentada por una pregunta que no puedo responder, le pido al universo que responda por mí, y pido señales, y leo en ellas. He conocido un montón de personas de lo más racionales y cultivadas, que arman todo su mapa de relaciones de acuerdo a los signos zodiacales.

Lo que yo hago es jugar sin convencimiento absoluto. Sólo le creo a mis horóscopos cuando me prometen cosas buenas, cuando se ponen deprimentes los tacho de supersticiones y decido que todos hacemos nuestro futuro, lo construimos con las decisiones diminutas del presente, un minuto tras otro.

No sé qué me produce más angustia. Si la idea del azar y el sinsentido y la responsabilidad absoluta sobre lo que nos sucede. O la idea del destino y la impotencia de nuestra propia voluntad frente a voluntades más poderosas y de alguna manera omnipresentes. Si todo es una cadena de accidentes sin ningún orden, somos bolas de billar que chocan, se estrellan contra las paredes, los billetes de lotería, los descarrilamientos del tren, los príncipes azules y los criminales, los secuestros y los nacimientos, las enfermedades y el amor. Si hay una especie de fuerza obscura señalando las rutas de los acontecimientos, igual somos bolas de billar chocando y estrellándose, y quizás es peor, porque parece como si detrás de todo hubiera entes caprichosos y quizás ligeramente vengativos como los dioses griegos, esos que disfrutaban probándole al hombre su carácter minúsculo de rehén que no debe rebelarse, nunca. Como quiera que sea, estamos fritos, y si pertenecemos a la sociedad occidental moderna, científica, lógica, tecnológica y racional, estamos triplemente fritos, porque nos arrebatan también la dimensión de lo mágico, y entonces ya no nos quedan refugios ni consuelos.

Entonces, jugando, entre incrédulos y serios, nos conformamos con dosis reducidas de magia superficial. Los calzones de la suerte, soplar sobre la pestaña en la punta del dedo, deshojar la margarita, tocar madera.

Sólo los creyentes tienen salida. Los creyentes ponen su fe en la salvación y la condena, y son salvados o condenados. No importa si es a la manera de los católicos y el cielo, o Matt Dillon en Drugstore Cowboy con el sombrero encima de la cama. Como quiera que sea, hay una lógica capaz de redimirlos.

Yo sólo juego. Un poco distante de mis propias ceremonias. Y hay días en que me angustio. Qué tal, por ejemplo, que ya conocí al hombre de mi vida, y lo confundí con un peatón común y corriente, y lo perdí para siempre. Y hay días en que mis pulmones se extienden como las velas hinchadas de un barco, con el horizonte sin fin, una promesa sin fin, de libertad.