lunes, 30 de junio de 2008

Dan muchas ganas, a veces, de que las leyes del karma se cumplan, y que los malos paguen por sus actos. Sed de venganza, hoy, y todo tipo de clichés por el estilo. Estoy más bien del lado flexible cuando se trata de observar la conducta humana, de hecho, soy casi incapaz de la severidad. Peco del extremo opuesto, y además, confío casi con exceso. Llevo varios años viviendo en esta ciudad y nunca me han asaltado, no he tenido encuentros cercanos con la violencia, y eso que me muevo con una especie de seguridad encandilada por las orillitas oscuras, como si, aunque no me atrevo a creer en los ángeles, hubiera alguien o algo parecido a un ángel permitiéndome aterrizar de pie todo el tiempo. La única vez que me sacaron la cartera de la bolsa, en un barecillo por ahí, sólo traía como cuarenta pesos en cambio y un barrendero la encontró tirada, me habló por teléfono, y pude recuperar todas mis credenciales. Soy célebre por mi carácter distraído, además. Pierdo el sentido de la orientación constantemente y camino hacia la derecha cuando todos van hacia la izquierda. Olvido las cosas. Y después las recupero. Me han devuelto la bolsa y la cartera en muchísimos lados. Hay cosas que simplemente pierdo, como los paraguas o los celulares (por eso mejor ya no tengo), pero sólo es culpa mía. A veces, cuando camino a mi casa por la noche, observo las imágenes más nocturnas y rudas de mi colonia, de mi esquina, y me doy cuenta de que si no fueran piezas de mi territorio desde hace un par de años, iría muerta de miedo, pero ya soy parte del barrio, y a veces me siento más segura ahí que en los rumbos fresas donde vivía antes. Como si hubiera un pacto entre la ciudad y yo. Una tregua.

Hasta que llegué al mundo Godínez. Y aquí, rodeada de personas que no tienen grandes carencias, viven con sus papás, no pagan renta ni gas ni luz ni teléfono, alguien se sintió con derecho a sacar toda la quincena de mi cartera y quedarse con ella. Alguien se sintió con derecho a usar mi dinero para pagar la peda del viernes con sus amigos, o pagar deudas contraídas estúpidamente con alguna de sus tarjetas. Y no hay forma de saber quién fue y todo lo que queda es la probabilidad improbable de que alguna ley kármica los alcance y que les salgan hemorroides dolorosas en el trasero.

En fin. La ciudad habló, cantó, todo el fin de semana. Mi hermana estuvo aquí. Fue delicioso.

Sentí como si la ciudad me dijera en plan de cuates que dejara de azotarme por las pérdidas minúsculas.

El viernes íbamos caminando a medianoche por la Roma, y vimos, en el hueco entre dos de esos edificios viejos y enormes, bloques clasemedieros de departamentos, las casas de lámina armadas precariamente por un grupo de familias paracaidistas, sin luz, en silencio, y sólo el sonido de una mujer lavando ropa a mano en la oscuridad, después de la lluvia.

Horas después una mujer ambulante, con las tres mudas de ropa cargadas encima del cuerpo, y una sonrisa abierta, nos presentó a sus perros: este es López Obrador, esta es la luchadora, este es el vagabundo… los perros se nos acercaron en son de amistad. Los ha rescatado de diferentes rumbos, y ella los cuida, y ellos la cuidan.

El sábado mi hermana y yo fuimos a una boda kitsch, inocente, en Ecatepec (se sentía como otro planeta). Bailamos cumbias, danzón, pasito duranguense. Bailé más y me divertí más que en muchas bodas pípiris náis donde a todo el mundo le combinan los zapatos con los aretes y la bolsa, se gastan un dineral en el atuendo, y todos bailan “WMCA” entre otras cosas peores.

De regreso, en el metro, se subió al vagón un chavo como de mi edad, (moreno de ojos grandes, guapo), con la facha de punk zarandeado (como los punks de a de veras), los pantalones estaban rotos por el uso y el tiempo, y los tenis también, no formaban parte de un look cuidadosamente descuidado sino que eran el producto natural de las calles y del mundo. Traía una especie de Mohawk dividido en tres partes, y tres líneas rectas de cabello se levantaban con más grasa que gel a los costados y al centro de su cabeza, pero una ya se había derrumbado casi por completo. Con la voz ronca, los ojos rojos, aliento alcohólico, empezó a recitarnos una especie de poema, pero no alcanzamos a entender mucho y a él se le olvidaba constantemente lo que quería decir. Se repetían las palabras neoliberalismo, minorías, y resistencia. Me acuerdo de él diciendo “¡abre los ojos!”, abriendo los ojos como poseído por una visión terrible, con las órbitas casi fuera de la cara, y luego mirar hacia el piso y susurrar “ya se me olvidó qué sigue”. Éramos muy poquitos en el vagón, y casi nadie le dio dinero. Supongo que percibió que mi hermana y yo lo mirábamos con simpatía, así que se sentó en el asiento de enfrente, para platicar un rato. Nos susurró casi, señalando a las personas en los últimos asientos del vagón, “a ellos ya ni les pido, yo sé que no me van a dar”. Apenas podía mantener una conversación coherente, pero sus ojos intoxicadísimos no eran turbios, no sé cómo explicarlo. No había maquillaje, ni pose. Todo lo que nos dijo era honesto, y no sé por qué, también parecía dulce. Nos dijo que le interesa resistir el sistema (de alguna manera vaga y más bien panfletaria), pero que lo malo es que "era un vicioso", que venía de ir a comprar marihuana en no sé dónde. Nos dijo que era un callejero. Nos preguntó nuestros nombres, nos dijo el suyo, nos invitó a ir con él al Chopo (no fuimos). Se despidió con un beso en la mejilla, haciendo grandes esfuerzos para explicarnos razonablemente, (en medio de nubes, de noche, y substancias naturales, y químicas) la ruta que debíamos seguir en el metro hasta nuestra casa.

Así es esta ciudad. Todo es inesperado y contradictorio y conmovedor y oscuro y de alguna forma todavía más oscura no le falta belleza, ni dulzura. De pronto está una ahí, sentada en el metro al lado de mi hermana, las dos con nuestros vestiditos de boda, ella todavía con tacones y yo ya en chanclas (mujer prevenida vale por dos), conversando con S., tres líneas de picos en la cabeza (sólo dos todavía de pie), dos amplias perforaciones en los lóbulos de las orejas, y venimos de mundos que son extranjeros entre sí, y estamos en polos y superficies distintas de realidad y no hay puentes ni escaleras que nos comuniquen, pero aún así, por unos minutos, hay un diálogo que parece una canción muy suave, los tres acercamos las cabezas, susurramos, nos separamos.

Y si yo fuera una mujer más sabia, todas esas sensaciones serían suficientes para que yo me reconciliara por completo con los hombres y las mujeres y los niños de este planeta y esta ciudad. Pero al Godín que se quedó con mi quincena le deseo hemorroides sangrantes, y pus en zonas privadas de su cuerpo, no puedo evitarlo.

viernes, 27 de junio de 2008

hhhhaaaapppppyyyyy

Me levanto, y mientras me preparo para ir a la chamba con los gestos casi automáticos de siempre, entra el primer arranque de euforia, y antes de que sea plenamente consciente de lo que hago ya estoy bailando frente al espejo; y así, a cada rato, una revoltura suave del estómago, una revoltura dulce, un despeñamiento breve y sin catástrofes, como pendiente de montaña rusa, como salto de papalote. He sonreído todo el tiempo. He platicado con todos: con los desconocidos del elevador, y la dependiente del puestito de la esquina, y me aventé toda una discusión existencial con el taxista. La gente me voltea a ver cuando subo y bajo y camino, es lo que hace la alegría, es como si trajera una vela en la cara, una lumbre suave, a la manera del vientre de las luciérnagas, uf, y uno es más cursi que de costumbre a la hora de escribir. Casi no soy consciente de mis gestos, nomás de pronto me veo a mí misma saltando por uno de los pasillos del edificio, brincando con los dos pies, sacudiendo la melena, como niña. Muy apropiado. Y bueno, hay sol, hoy nos pagan, y es viernes, y el fin de semana todavía no empieza y es una tira impredecible de tiempo sin estrenar, y todo eso es apenas lo de menos. Hoy llega mi hermana.

La he extrañado sin fin. Sin fin.

miércoles, 25 de junio de 2008

paréntesis

Hoy, como niños, infantes de oficina que somos, no salimos a comer, nos quedamos en nuestros cubículos de siempre, con reservas de helado y galletas. De cappuccino y chocolate, respectivamente. Todo adquiere tonos de irrealidad, aunque, ya poniéndonos más filosóficos, quién sabe qué es la realidad y cuál es su antítesis y de acuerdo a qué parámetros seguramente imposibles uno acomodaría a lo cierto un lado y a lo falso del otro, etcétera. Así que puedo decir algo más segura que a veces mi vida me da la impresión de transcurrir en sueños, como si entre ese que es el mundo que le ocurre a todos y también a mí, y yo, hubiera capas y capas de algodón, tres metros de polvo muy tenue, o medio centímetro de agua. Es una especie suave y casi transparente de aislamiento que me ocurre sólo cuando estoy aquí, frente a la pantalla, con los audífonos puestos, pretendiendo que traduzco cosas del español al inglés pero en realidad nadando y vagabundeando por estratos finísimos de materia, que toman la forma de ventanitas por las que me asomo a estratos todavía más inaprensibles, pelusilla diluida de dientes de león y cosas por el estilo. Letras. Palabras. Dibujos, pinturas, fotografías. Música. Todo eso es el mundo a través de alguien más. El mundo a través de mí pasa por este instante como el eco de un eco de un eco, o el sacudimiento final, ya reblandecido, de un terremoto que levanta montañas o derrumba ciudades a muchos kilómetros de aquí. Y yo toco esa última sacudida, y es un regalo, es un pequeño temblor a la medida de mi pecho, y está bien, y si me gusta, seguramente lo iré repitiendo como el eco del eco por la calle, ya de vuelta en la calle, por un rato. Pero siento nostalgia por los epicentros. En este preciso instante que para mí no es más que la playa fantasmagórica donde se estrellan cosas que vienen de otras latitudes, alguien camina por una sierra michoacana, y se detiene a tomar agua salida de la montaña, con el deleite sin límite que es tener mucho calor y tomar agua helada y espesa; y hay un grupo de niños, en un pueblo sin chiste junto a un río sin chiste, que se echan clavados desde un árbol compitiendo con sus hermanos; y hay montones de gente que en este momento acarician el lomo curvo de un gato, acurrucado entre las piernas en el sol del jardín, o escondido entre libros viejos en rincones que huelen a humedad; y hay gente que se deja mecer por el mar; y hay gente que justo ahorita vive un éxtasis laboriosamente cultivado, prueba la cima del Everest, o cruza a nado un canal frío y peligroso, o rompe un estúpido récord guiness pero lo rompe a fin de cuentas y se sabe poseedor de su medida correspondiente de inmortalidad; y hay gente que ahora se inclina junto a un rostro a punto del primer beso, y es cursi y es idiota pero es bello y mientras yo escribo esto un montón de gente se está besando por primera vez; y hay alguien sacando el violín o la flauta del estuche para tocar en las calles de Barcelona o el metro de cualquier ciudad; y hay guitarristas rasgando cuerdas, y bailarines dando piruetas, y el complicado equipo de un gran director cinematográfico se pone en movimiento mientras crean la próxima obra maestra; y hay rescatistas salvando gente y bomberos apagando incendios; y hay adolescentes mirando con timidez a una muchacha; y hay mujeres gritando por el dolor de su primer parto; y hay gente recibiendo la primera de varias sesiones de quimioterapia; y hay quienes le toman la mano a alguien, puede ser que a alguien a quien aman dolorosamente, y le toman la mano en el hospital o en la cama o para cruzar la calle; y hay quienes, justo ahora, sienten bajo las piernas, ceñidos a su cuerpo, los músculos de un caballo que galopa sin contenciones; y hay quienes ponen temblorosos los últimos dólares sobre la mesa de black jack; y hay quienes miran por primera vez algo que no habían visto nunca, una montaña japonesa o la iglesia de un pueblo checo junto a las vías del tren; y los que jugaron el partido más reciente de la Eurocopa se desploman rendidos sobre la cama del hotel; y periodistas toman fotos en medio del tiroteo, a pocos centímetros de la muerte, y aunque se han acostumbrado a esa amenaza el cuerpo entero les late con violencia; y cirujanos hacen un trasplante cuidadoso; y niños juegan a las escondidillas, y varios de ellos sienten la decepción de ser descubiertos y otros muchos esperan en silencio, expectantes, detrás del ropero o debajo de la cama; y un grupo de pandilleros acaba de asaltar un banco en algún barrio de Los Ángeles; y miles de policías corren detrás de decenas de miles de delincuentes; y alguien prueba por primera vez la heroína; y alguien aprieta entre sus manos su primer boleto para su primer concierto de Radiohead; y alguien encuentra una carta de despedida, o una nota de desalojo; y alguien lleva el cuerpo adolorido por su primer noche a la intemperie, en la banca de un parque por ejemplo; y alguien da clases de secundaria en una comunidad indígena de Chiapas; y alguien se da cuenta de que se está muriendo, justo ahora, y sonríe con sabiduría. Todo eso le ocurre a millones de gentes a lo largo del paréntesis que se abre alrededor de las 10 y se cierra alrededor de las 6, de lunes a viernes, todas las semanas, en mi vida. Me gustaría quejarme menos, cerrar la boca de una vez por todas, y que no se sintiera como un paréntesis, sino como un epicentro cotidiano. Pero todo lo que supuestamente justifica esta espera, y el fin de la espera, ya ha sido dibujado muchas veces aquí, en otros discursos archirepetitivos. Así que me detengo. Por última vez. Además, la canción en turno es deliciosa (Minnesoter, de los Dandy Warhols), y la combinación del helado con las galletas y mi coca cola fría no tiene comparación. Y esto ya sé que es letargo, es placidez sin desafíos, se parece a la panza de los gatos en días como el domingo, pero está a punto de acabar, y quizás, así como ahora siento nostalgia por los epicentros, luego puede ser que mire con algo de añoranza estos meses a donde por los turnos laborales sólo llegaba el mundo entre algodones, el temblor diluido de las guerras y los dramas y las conquistas (ay, eso no es cierto, no voy a añorar nunca esta oficina, a quién quiero engañar), pero en este instante ya suena Starlings, de Elbow, y es una maravilla, y escribir se siente bien.

lunes, 23 de junio de 2008

orilla

Todo está a punto. Cualquier confort, cualquier seguridad precaria, suave, conocida, se balancea a punto de perder el equilibrio y se nos viene encima un rompimiento, como otros, pero más profundo a lo mejor esta vez, más definitivo, si abrimos bien los ojos y extendemos las yemas de los dedos.

Hay quienes están en la vida como peces en el agua, y en la realidad como en el elemento para el que fueron hechos. No son más ni menos, sólo son, se dedican a ser, están. A veces, yo también. Una calle por la que no había caminado, y ciertas fachadas o letreros pegados en las ventanas, o un pedacito del mercado y el hombre viejo hundiendo las manos en una canasta de capulines. Y el café en la cama la mañana del domingo, con la música a un lado y la novela que no podemos soltar aunque es la tercera vez que la leemos, y el cuarto en desorden y la luz detrás de la cortina anaranjada. O una canción en el radio, o una película en el cine que es de pronto una comunidad anónima de personas que comulgan bajo el mismo ataque de risa o la misma exclamación de sorpresa. Y la ciudad. La magia efímera de la segunda paloma sin escarcha y una de James Brown y la pista como un campo de nubes para volar y flotar y un hombre que nos mira y que nos gusta y que nos gusta cómo nos mira. Andrea de tres años platicando conmigo, diciéndome hola vecina y metiéndose sin permiso a mi casa, y Haydeé preparando la comida, y yo sé que no estoy sola y que hay la dulzura y el calor apenas necesarios. Y el café con mucha azúcar entre las cobijas con los ojos desvelados es la felicidad, y no hay que preguntarse nada, sólo sorber con aplicación y ronronear un poco en el edificio, en la ciudad, bajo el cielo que adivinamos azul, y es azul, esa otra magia breve antes de la lluvia.

Pero algo más. Siempre, algo más. Por debajo del café y las cobijas y la cortina y su luz sabemos que hay una tristeza minuciosamente construida, delicadamente armada, hecha de silencios y de ausencias impuestas como castigos. No sabemos muy bien por qué, y hay mucho que todavía no sabemos. No queremos tener 30 o 40 años y seguir preguntando, bajo la luz de ventanas más elegantes y quizás en camas matrimoniales pero en la coyuntura de un hueso o la línea transparente de las manos, ese silencio ahí, esa sombra húmeda, ese reclamo o ese castigo.

Si hay algo subterráneo que cotidianamente nos ha hundido las uñas queremos invocarlo a la luz, al sol. Será quizás la existencia o una fragilidad que nos da miedo o una inocencia que protegemos como si nos protegiera del mundo.

No soy hormiga. No soy ordenada. No elaboro ni cargo en fila india. No tengo disciplina. Dejo que el trabajo se acumule y me distraigo a conciencia hasta que empieza a ser demasiado tarde y entonces hago las cosas de un jalón, empujada por la angustia y la adrenalina de la noche antes. Siempre fue así. Mi vida no es un camino construido metódicamente. Es una languidez tras otra, bajo un disco o la sombra de un libro o la de un árbol y luego tres o cuatro sprints nerviosos y la salvación del último minuto. Siempre, la salvación.

Así que ahora, la respuesta, el camino, la vieja promesa, la promesa que prevalece (porque yo iba a ser bailarina de circo, y luego iba a ser escritora, y luego maestra de primaria pero lo único que sobrevive ahora, como si en la lejanía estuviera contenida la verdad, es el nombre repetido del mismo continente). Y no importa en realidad si acabamos en Zimbabue o sólo en Haití o Guatemala. Queremos la lejanía. Una lejanía al ras de la tierra y el dolor de los hombres. Intuimos ahí una curación. La sabemos. Cerramos los ojos (los abrimos hacia adentro) con la convicción de que eso por lo menos sí lo sabemos. Por lo menos, en esta vida hecha de contemplación y sueños, con sus excepciones como épocas rojas y como noches rojas, buscamos un salto al vacío que nos obligue a volar. Lo más importante es estar sola, lejos de todos los refugios y todos los paraguas, viviendo bajo la lluvia, hasta que el agua nos cale el estómago y el pecho, y nos despierte para siempre.

Así que empiezas por anunciarlo a los amigos, a la hermana, dices, este año. Dices, ya casi. Y ahora lo dices también aquí, para que sea inevitable. Para que cualquier permanencia sea como una afrenta para el honor cuando ya se hizo la promesa solemne de la aventura. Este es el testimonio, la promesa, el juramento. Y ya.
No hay reversa.

viernes, 20 de junio de 2008

sol

Todo azul. Por lo menos hoy. Y mañana también. Y pasado mañana. El lunes ya veremos. No importa si en el inter nos llueve o hace frío. Estos son días para ser ligera y noches para flotar por completo...

martes, 17 de junio de 2008

No sé si el escepticismo es o no una maldición. Creo que es una capacidad o carencia interna equivalente a la fe, el sentido del humor, el ritmo para bailar o los instintos agresivos. Se tiene o no se tiene. Hay quienes simplemente creen, y hay quienes no se pueden obligar a sí mismos a creer, por más que traten. Y a pesar del escepticismo, todos necesitamos respuestas. A lo mejor no todos, a lo mejor sólo yo, que no puedo con los dogmas religiosos, ni con la idea del progreso, ni con el capitalismo ni con el socialismo, ni con el matrimonio, ni con el status, ni con las revoluciones. Y a pesar de eso, tengo ganas de cerrar los ojos y creer. Y sí, a veces creo. O me dejo cautivar por vislumbres repentinos, la silueta de alguien en un sueño, un gesto de despedida en la madrugada, algunos rostros que a veces lo dicen todo acerca de la humanidad, y sólo necesitamos mirarlos para que la sensación del mundo entero nos sacuda, y ciertos libros, y ciertas canciones, y ciertos paisajes y las líneas de ciertas carreteras, y ciertas luces atravesando ciertos árboles, y el corazón acelerado, y las mariposas en la panza. Y la posibilidad, de todo, de cualquier cosa, de inventar el futuro, cualquier futuro al alcance. La posibilidad de romperlo todo, prenderle fuego, soplar sobre las cenizas hasta que se desvanezcan por completo, y entonces empezar otra vez. Los encuentros y los contactos, los espacios milagrosos que separan nuestras orillas de las orillas de todo lo demás.

No le puedo creer a los que me dicen que todo tiene sentido. Si todo esto forma parte del plan maestro de una inteligencia superior, es una inteligencia taimada y nuestra condición de experimento fallido no nos redime ante nadie. Tampoco le puedo creer a los que dicen que nada tiene sentido. Porque creo que lo he visto en los ojos y en los gestos de algunas personas, y en el sonido o el perfume de algunos minutos o algunas horas, algunas veces. Somos más que átomos y células y conexiones nerviosas y accidentes evolutivos del universo, los prodigios se despliegan y hablan en voz baja, y los que no escuchan están un poco sordos, nada más.

Supongo que el escepticismo absoluto se parece mucho a una fe de signo contrario, es el rechazo hecho creencia, y también me cuesta trabajo, igual que la idea del progreso o la idea de Dios. A lo mejor esa sensación infinita de vacío me rebasa, y soy más bien débil. Todavía necesito cerrar los ojos de vez en cuando para creer.

No sé si es por cobardía frente al poder aplastante del azar, o por humildad simple y sencilla, pero a veces hablo con un Dios imaginario. No es un señor con barba, pero a veces tiene rostro humano y a veces no. No es un Dios religioso, es apenas una sensación general de esperanza. Sé que mis gestos en esos momentos son infantiles, y que a lo mejor nadie los mira y nadie los escucha, son ejercicios teatrales donde soy simultáneamente la actriz y la espectadora, y estoy irremediablemente sola. Los necesito, a lo mejor son sólo mis muletas, pero no puedo seguir adelante sin ellos, igual que no puedo renunciar por ejemplo a la idea del amor como un abismo al que tarde o temprano me voy a aventar, aunque duela un chingo.

Ayer me invitaron a una meditación budista. Y fui. No me gusta ser fría frente al fervor de los otros pero a veces me descubro una mirada que a lo largo de la carrera más bien me producía rechazo, la mirada del “antropólogo” que observa con distancia, como el biólogo registrando el comportamiento del pájaro bobo en las islas del Caribe, inmerso en la realidad de los otros con una libreta mental en la mano, tomando apuntes acerca de lo exótico y lo raro. El caso es que la semana pasada tuve varias noches consecutivas de insomnio. A lo mejor había una sensación vaga de angustia detrás de los primeros desvelones, pero luego todo era puro autosabotaje. Angustia frente a la idea del insomnio, que al final no me dejaba dormir. Y en el subsuelo del alma, seguro, alguna tristeza, algún temblor, algo de frío. Lo mismo de siempre. Me invitaron a la meditación y fui. Era gratis. En colonia clasemediera fresa con amas de casa y hartos Godínez de corbata que llegaron a última hora directo desde sus oficinas. A ellos los vi, con sus camisas blancas, sentados en el suelo con sus pantalones de vestir, cerrando los ojos y poniendo las manos de tal manera que el índice derecho toque el pulgar izquierdo, y los quise, eran mis hermanos, yo nomás no uso corbata pero ahí venía también de una oficina, y colocaba las manos en la posición correcta, y cerraba los ojos y repetía los mantras y trataba de visualizar la esfera de cristal en la zona siete de mi cuerpo, en el centro mismo de todo mi ser. Las oficinas producen los seres más hambrientos, los mejores discípulos. Nos dirigía un monje tailandés con túnica anaranjada y rostro que parecía sonreír todo el tiempo, él hablaba en inglés y un güero guapísimo traducía (chale, ni siquiera en plena búsqueda meditativa espiritual pude dejar de pensar en que con él sí rompía la ley, aunque me acusaran de corrupción de menores, porque estaba por debajo del límite legal, con menos de dieciocho años pero la voz varonil y grave).

No me gustan las religiones. Debíamos hacerle tres reverencias al monje, y si éramos mujeres no lo podíamos tocar, y había una serie de protocolos que están asociados a dogmas y que a mí nomás no me entran. Pero el monje me cayó bien. Me gustó, con su cuerpo delgado y su rostro de niño, y la voz serenísima, y la forma en que hablaba con una sencillez sin adornos. La meditación no me salió. Me la pasé distraída por cosas como que me dolía un poco la espalda porque yo no hago yoga y casi nada de ejercicio y eso de mantener la misma posición por mucho tiempo me costaba trabajo, y luego me distraían los sonidos de la calle, y las luces azules y rojas de una patrulla que entraban por la ventana, y a veces abría los ojos, y me daban envidia los rostros relajados y ausentes de los demás. Repetía el mantra que es como la ayuda para principiantes medio estúpidos sin capacidad de abstracción como yo, y lo hacía imaginando las letras flotando en el espacio, o imaginando un coro de monjes cantando las palabras en la cima del Himalaya, pero de pronto sentía el flash en la cara de una mujer que no dejó de tomarnos fotos todo el tiempo, y me desconcentraba y empezaba a sentir un poco de odio hacia ella, lo cual yo supongo que va completamente en contra de los sentimientos que pueden ayudar a una buena meditación. En algún momento sin embargo, el monje empezó a hablar otra vez, y su voz me calmó por completo.

No hubo luz, ni visiones, ni nada extraordinario. Pero anoche, por primera vez en muchas muchas noches, dormí como bebé. Vaya usté a saber. Es una lástima que yo no pueda ser budista. Demasiado adicta a mi ego, a mis deseos, fácilmente seducida por los placeres carnales, uf, carente de sabiduría, y sin mucha capacidad de abstracción, ni modo, voy a tener que buscarme otro camino.

lunes, 16 de junio de 2008

viajando

Todos queremos tomar un avión o un tren o un aventón por carreteras mexicanas o extranjeras. Pero a veces, me descubro viajando casi sin querer en pleno Distrito Federal. Y es que además, esta ciudad se pinta solita para que viajemos por ella, nomás no tiene fin, no se acaba nunca. Si terminamos haciendo las mismas cosas en los mismos lugares y con las mismas personas es por pura falta de imaginación.

El sábado caminé un rato por el centro con una amiga y pensaba, esta es mi ciudad, la conozco, pero ahorita estoy viajando, por las fachadas de los edificios, y por las líneas de albañiles que buscan empleo, y por el rostro fervoroso del hombre que se detiene frente a la escultura que pusieron de Juan Pablo II en la Catedral, la escultura está horrible, pero veo la mirada ferviente y las manos apretando la gorra deshilachada, manos que han de venir de algún barrio de migrantes y que le han tupido toda la semana, y me da un poco de envidia, tener esa fe, en algo, mirar de esa forma. Caminamos por la Alameda y le ponemos monedas a las estatuas vivientes y luego abajito del monumento a la Revolución nos detenemos para ver un show callejero de brakedancers, y les echamos muchas porras, y nos ponemos nerviosísimas cada vez que hacen algo peligroso, porque nos los imaginamos estrellando la cabeza contra el concreto, pero todo salía bien siempre, y entonces con alivio nos dedicamos a mirarles todas las líneas de los músculos en los brazos y las espaldas fuertísimas. El público era el espectáculo más luminoso, los viejos, los señores, los jóvenes, los niños, las familias, muchos de los que están en el círculo bajo el sol y que obedecen las instrucciones de los brakedancers y se ríen de los chistes, y esperan hasta que el show comience luego de larguísimos discursos de los bailarines, están ahí porque es gratis, porque mirar no cuesta nada, y ellos no se meten a los teatros ni a las salas de conciertos sino que caminan por la Alameda, y escuchan a los hierberos y a los magos. Mi favorito es un hombre de unos treinta y seis años, muy moreno, de cabello muy lacio y muy negro, con una playera de la virgen, y pantalones baratos, y mocasines y gorra desgastados por quién sabe si muchos o pocos años, pero de seguro sí muchísimas horas de movimiento bajo el sol, y cuando los brakedancers preguntan si en el público hay gente que ya los haya visto antes él levanta la mano como niño aplicado en la primaria, y asiente con la cabeza, y mira con los ojos brillantes, como si tuviera enfrente al circo del sol, y se ríe de las bromas inocentes con una risa inocente, y yo sé que estoy frente a un rostro claro en el centro de la ciudad oscura. Trae una mochila de mezclilla desgastada, como a punto de descoserse, y creo que ahí trae todas sus cosas, toda su ropa, y que a lo mejor no tiene dónde dormir esa noche, pero a lo mejor sí, porque después de todo, cuando el show termina, él saca una moneda, y da su cooperación. Y me acuerdo de una imagen que leí en los detectives salvajes, cuando García Madero ve por primera vez a Angélica Font, o más bien ella lo mira, y él siente como si la mirada fuera una mano que le apretara el corazón, o algo así, algo que Bolaño logra decir sin cursilería de por medio, y me acuerdo porque yo no soy García Madero sino Jimena, y enfrente de mí no está Angélica ni Ángel sino un hombre de mocasines en el límite del desgaste absoluto, y yo estoy sintiendo eso, estoy sintiendo que me aprietan el corazón dentro de un puño.

Y así siguió el fin de semana. Desplazamientos. Viajes. De los bares con una sola entrada a la entrada clandestina de otros bares, y de los bazares de antigüedades de mi colonia a los puestos de cosas usadas y casi todas aparentemente inútiles, tendidos en la banqueta.

Yo me la paso soñando con la partida, pero aquí mientras tanto, a cada rato ocurren los encuentros.

viernes, 13 de junio de 2008

el amor y la debilidad...

Dicen por ahí que no hay que enamorarse cuando nos sentimos vulnerables y débiles. No debemos enamorarnos de nadie si estamos tristes. Y los que lo dicen han de tener toda la razón, porque que yo recuerde, esas historias nunca han tenido un buen final, por lo menos en mi caso. Uno está dispuesto a entregar mucho, y hay hombres que tienen olfato para eso, uno tiene cara de víctima, y hay hombres que tienen vocación de victimario, aunque por supuesto todo es inconsciente y no nos damos de topes contra la pared sino hasta muchos meses después, cuando vamos recuperando poco a poco la cordura y las funciones neuronales. Pero bueno, ese asunto de los quereres nunca ha sido una cuestión de botoncitos que encendemos o apagamos si decidimos que sí o decidimos que mejor siempre no. Y la tristeza nos hace propensos a los peores accidentes amorosos, los que nos harán (ay, pero mucho mucho tiempo después) retorcernos de pura bilis y arrepentimiento. A lo mejor, todas las relaciones son asimétricas, unas un poquito y otras un chingo. Pero nadie quiere estar del lado débil, si siempre hay alguien que quiere más y alguien que quiere menos, todos preferimos que nos quieran más, preferimos el lado que sostiene el mango del sartén, el lado que va a salir menos chamuscado cuando todo truene como cáscara de nuez con gusanitos.

Ojalá la práctica pudiera apegarse a la teoría y uno decidira matemáticamente sus operaciones sentimentales: dar sólo en la medida de lo que recibimos, sin números rojos, y sin superávit. Aunque en el fondo, qué hueva.

Hay por ahí una especie rara de seres afortunados que se encuentran mutuamente. Se encuentran. Y saltan al abismo a la cuenta de tres agarraditos de la mano. For better or for worse in sicknes and health por los siglos de los siglos amén; los que se quedan por los siglos de los siglos hasta que la muerte los separa (y no me refiero al matrimonio, sino al amor) son una especie de milagro ambulante, que a las mujeres cursilientas como yo nos refuerzan la esperanza en que el prodigio existe y podemos creer, el túnel está re gacho y ay cómo nos hemos raspado en el camino pero ahí viene, refulgente con toda la luz del final del camino, el príncipe que no sólo nos rescatará en corcel y toda la cosa, sino que envejecerá y nos agarrará de la mano arrugadita y nos mirará todavía con dulzura el rostro canoso y chimuelo y medio senil. Y la tristeza, lo hondo del túnel, nos hace desear un rescate a toda costa. Pero uno en casos así no atrae nunca al príncipe en cuestión, sino con mucha frecuencia a alimañas de la peor especie, corsarios de los túneles emocionales, que se aprovechan de la debilidad para asumir el lado más cómodo y seguro de la relación, son los que se recargan en el sillón y se frotan la panza con el corazón del otro, hasta que se aburren, o hasta que el otro y/o otra reacciona, recupera la lucidez, y los manda cual debe ser a la chingada.

Yo, creo que en mis épocas más tristes cometí simultáneamente y de manera acelerada todos los errores que me cabían en la caja torácica. Y ahora sigo siendo infantil y rosa cuando sueño, pero ya dejé de creer con el fervor de antes en los príncipes. Y dejé de creer en los rescates. Y la neta, pues sí creo que existen los milagros, y en que un porcentaje de los mortales vive amores inmortales, pero las probabilidades de caer en ese grupito selecto son mínimas. Los milagros ocurren por accidente, y le ocurren a muy pocos, y no creo que tengan nada que ver con el fervor con el que la gente les reza para que ocurran. La eternidad es una cosa rarísima, y si llega a eternidad, nunca es perfecta. Pero hay magia. De eso sí estoy completamente segura. La magia entre dos también es un accidente, pero es menos improbable que la eternidad.

Y como todo es accidental, las reglas no sirven para nada. Hay muchas reglas; sé siempre la perseguida y nunca la perseguidora es una de las más universales, sostenida por siglos de cultura sobre lo femenino y lo masculino. En el fondo, creo que no importa. Cada corazón tiene un detonador distinto y estoy casi segura de que las explosiones, las explosiones luminosas, dependen de un conjunto de coincidencias circunstanciales. La luz o la música o la atmósfera de un momento nos favorecen, nos pintan con colores poéticos, nos vinculan a alguna imagen arcaica en la memoria del otro que nos hace parecer irremplazables. Yo por lo menos nunca me enamoro de una lista de cualidades, me enamoro de imágenes, de la impresión general de un momento que se parece a una promesa. Y ya está, es el instante de la caída, una especie de salto mortal que nos atrae porque no hay nada más romántico que lanzarse al abismo en nombre del amor.

Lo malo es que cada raspón y cada fractura sumada a las anteriores nos van haciendo distantes y fríos, y en esas circunstancias la magia no hace acto de presencia. Porque la magia sí debe ser invocada en silencio, y si no la invocamos, llegan otras cosas, pero no la luz que se ocupa para que todo parezca, aunque sea por un instante, insustituible. Uno está cada vez menos dispuesto a dar saltos ciegos, y reemplazamos la fe que nos traicionó una y otra vez por reglas cada vez más pragmáticas, por supersticiones del comportamiento cada vez más rígidas. Las revistas del supermercado están llenas de esas recetas que enumeran, en diez sencillos pasos o menos, el camino adecuado para atraer al hombre perfecto y sostener con él la relación perfecta. Iaj.

Yo, soy cursi. Ando suspire que te suspire. Pero tengo mis horas lúcidas, y entonces no suspiro, nomás sonrío de lado con un poquito de ironía, porque aunque usted, lector uno dos o tres, no lo crea, aunque haya leído usted este blog que es un homenaje rosa a lo rosa, tengo mis momentos de lucidez y de ironía. He conocido demasiados hombres egocéntricos. Y también sé que no todos los hombres son iguales. Sé que la magia es un accidente, y por lo tanto lo mejor que podemos hacer es no preocuparnos demasiado por ella. Hagamos lo que hagamos, la magia aparecerá en el momento en que a la magia se le pegue la gana. No hay reglas. En algún momento, el momento que nos parezca el momento perfecto, vamos a tener que cerrar los ojos y creer. Otra vez. Las mujeres somos así, no nos rendimos tan fácil, tenemos el corazón grandote y generoso.

Todo va a ser perfecto como por tres segundos, y luego tendrá que ser imperfecto. Si la luz que lo detonó todo sigue estando ahí, no importará que a él le huelan los pies o que ella sea horriblemente impuntual. Seguirán ocurriendo los momentos impregnados de poesía o cosas parecidas, como monumentos para la memoria que lo irán sosteniendo todo por un tiempo. Y en la medida en que todo sea más real, será más profundo, en una de esas, cada vez un poco más irrevocable. Y ciegos, cada vez más ciegos y más dulces, seguirán así, balanceándose con el milagro de la eternidad por un lado y la oscuridad sin remedio de la fractura por el otro. Y en esto sí soy irreductiblemente rosa: si estoy dispuesta a saltar no es porque crea que haya muchas probabilidades de salir ilesa, sino porque me cautiva la belleza de las caídas y los vuelos, aunque sean fugaces.

Yo para todo tengo mis discursos. Como éste. En el fondo sí sé que no sé casi nada. Sé poquitisísimas cosas: no te enamores de los egocéntricos, y nunca te enamores cuando estás triste. Lo demás queda en manos del destino o el azar, a los dos les doy chance de jugar con mi futuro.

Estos son momentos vulnerables. Momentos para concentrarme en mi propio rescate. Esos rescates nadie mejor que uno solito para ejecutarlos. Ni modo. Cuando andamos tristes nos carcomen las ganas por un par de brazos robustos que nos abracen y una voz que nos arrulle hasta que se nos pase el berrinche. He ahí la paradoja (mierda). Cuando somos débiles es cuando no nos queda más remedio que ser fuertes, y resistir la tentación del vértigo, con todas sus promesas.

miércoles, 11 de junio de 2008

lost in translation

Este post no tiene nada que ver con la película, nomás con la imagen del título, porque me gusta, porque así me siento. Hay épocas de pura seguridad y certezas. Luego uno mismo les va dando con el martillo, les va dando de patadas. Abandonamos la religión de la madre y la casa donde crecimos, y seguimos abandonando cosas, y cada renuncia es la inauguración de algo más, mientras estamos consciente o inconscientemente cada vez más perdidos, y quizás más cerca de nuestras propias verdades, las individuales, las que tenemos que inventar o descubrir solos y sin ayuda de nadie.


Ayer despidieron al gigante del cubículo a mi derecha. Mi gigante favorito en todo el edificio. Se lo tomó con diplomacia, ya lo veía venir, lleva varias semanas yendo a entrevistas de trabajo porque antes de que llegara el veredicto tenía ganas de irse, como la mayoría de nosotros, los residentes más humildes de este lado de la oficina. Es joven, no ha perdido del todo la sombra protectora de su familia, no está casado, no tiene hijos, tiene una maestría, con toda probabilidad no tardará mucho en encontrar otra chamba (changuitos), el despido es apenas la aceleración de un movimiento que él mismo había iniciado. Así que este no es del todo el drama sobre lo desechables que somos para el sistema que nos mueve como cifras sin detenerse ante tragedias personales, pero siempre es el drama de lo desechables que somos para el sistema y siempre hay tragedia, aunque sea sólo un temblor o una fisura en la voz de Chris, aunque sea sólo la inclinación de su cabeza, mientras él se empeña en tomárselo con calma. Él está perdido, como yo, y como los residentes del ala trasera de la oficina. El ala trasera es el limbo de los paracaidistas. Todos queremos saltar, pero no sabemos muy bien la hora exacta. No somos trágicos, no nos morimos de hambre, nuestros trabajos son cómodos, la anestesia flota en el aire en dosis equivalentes a lo que flota de promesas interiores que son irrenunciables, o que por lo menos nos parecen irrenunciables, a las que nos aferramos como a nuestros latidos, como a las tablas salvavidas de nuestra condición humana.


Yo estoy aquí porque estoy perdida y la inercia de una ola me trajo, y la resaca me devuelve todas las mañanas. Esta es la playa serena y triste de la isla de los náufragos. Podría ser mesera (ya fui mesera un tiempo), y esto es sólo un poco más cómodo, un poco mejor pagado, con más días de descanso, y con cosas como audífonos a los que llega el bálsamo dulce de la música casi a todas horas. Me hace falta esta indefinición de ahora, y luego necesito acentuarla con toda la violencia de mis manos y dejar que sea completa. Pronto. Esta es apenas la ambigüedad previa a la deriva absoluta. La deriva es el momento del salto. Y yo estoy aquí, mirando el abismo, reuniendo valor para hundirme de una vez en el agua o en el aire. En el camino.


Y es que todo me lo tomo muy a pecho, o a lo mejor es precisamente al revés, y no logro tomarme nada seriamente. Me la paso discutiendo con el universo, con cosas como el discurso famosísimo de Mark Renton circulando por una cabeza llena de discursos parecidos que también son clichés, y son ingenuos y románticos a su manera, a fin de cuentas. Choose life, choose a job, choose a career, choose a family, choose a fucking big television… Es obvio que yo bueno, no estudié administración de empresas en el Tec, y nunca en la vida voy a ser una dama de gimnasio y minivan y traje sastre y tacones y manicure. Estudié antropología mientras estudiaba letras hispánicas mientras dejaba de estudiar historia y sociología. O sea que la deriva era ya un germen con ganas de florecer por completo. Me decidí por la antropología social, y todavía no me arrepiento, aunque la historia que no era en realidad la historia de mi carrera universitaria sino la historia de mí misma estuvo casi siempre llena de fracturas, ganas de perderme, de estar perdida. El meollo del asunto no está en si me interesa la ciudad o la sierra, los punks o los migrantes o los indígenas, el meollo no es ni siquiera el hecho de que me purguen los mundos académicos donde la gente se dedica a publicar artículos, leerse entre sí, pelearse inútilmente entre sí. Mundos abstractos y diminutos que casi nunca salen de sus propias fronteras. Me siguen gustando las preguntas que los antropólogos se hacen, y me siguen gustando los caminos que toman para responderlas.


El meollo del asunto es el mundo. Y yo. Una discusión que no hemos resuelto. Unas preguntas que no puedo ni formular ni empezar a responder sino hasta que me dé chance de estar completamente perdida. Iniciando una búsqueda desnuda, que no sea la búsqueda de la próxima calificación o el próximo título o el próximo trabajo o el siguiente asenso sino que pueda ser simple y llanamente una búsqueda. Mía.


Desde hace varios años, desde la primera indecisión, debí dejar que el germen floreciera y que llegaran la fiebre y los sudores y los escalofríos. Sin contenciones. Sin miedo. Ahora empieza a ser casi demasiado tarde, y la gente que conozco se casa o se enfila al matrimonio, se compra el primer coche, graba el primer disco de su banda, se titula y gana becas para el posgrado o las residencias de investigación en otros países. Saben lo que quieren o han logrado ignorar del todo a sus preguntas. Dicen, yo soy fulanito de tal, médico, o sutanita, historiadora. Yo podría decir antropóloga pero es con indecisión porque en realidad no es cierto, en este instante soy godínez y podría ser mesera o bartender y me daría casi lo mismo. Desde hace años necesitaba la deriva pero nomás no me alcanzaron las agallas, o me sobraron las ideas prefabricadas acerca de la vida y las profesiones y todas esas cosas. Sólo ahora me lo puedo decir más claramente y puedo dibujar un camino que sigue siendo impredecible pero que adivino dónde desemboca. Sólo sé que mi vida en este momento es un río corriendo al revés del mar, hacia otro continente.


Definitivamente no soy científica ni teórica, demasiado hemisferio izquierdo del cerebro (o es el derecho? demasiado hemisferio cronopio, es lo que quiero decir). Tampoco soy profeta ni revolucionaria, demasiado escepticismo. No quiero ser sólo viajera o sólo barco que flota, no quiero vivir vorazmente sólo para mí misma, demasiado mundo adolorido por todos lados. Tengo algo de testigo deslumbrado de las cosas. Y unas manos que quieren ofrecerse como voluntarias a quien las ocupe o las quiera, sin etiquetas y sin escalafones, lejos de aquí, lejos de todas las sombras protectoras y los refugios conocidos. Más lejos todavía que ahora de las certezas, y más cerca que nunca también. A ver si entonces, de cara a las contradicciones de un mundo sin disfraces, la realidad y yo podemos llegar a un acuerdo.

lunes, 9 de junio de 2008

vouyerista/exhibicionista

No tengo una Mac que pueda cuidar religiosamente y ante la que me incline con cariño y fervor como ante un altarcito privado (qué más quisiera yo, chingá, pura pranganez la mía), ni tengo internet en mi casa, y desde que perdí o descompuse o me robaron por milésima vez el último celular que tuve, me di por vencida y soy la última sobreviviente de esa especie rara de gente que existió en este planeta que sólo recibe llamadas en su casa. La compu que tengo llegó a mis manos como herencia de mi abuela, es decir, es la computadora viejita de la que se deshizo hace muchos años cuando le compraron una nueva, o sea, es la computadora que mi abuelita ya no quiso porque era muy lenta, y mi abuelita no era así que digas muy exigente para esas cosas. Así viví, ignorante y feliz, por muchos años. Leía sólo libros de papel y tinta, y escribía sólo en las páginas secretas de mis diarios. Mi vida, bien que mal, más sola o más acompañada, más triste o más alegre, ocurría en el mundo, en las calles y rincones de la ciudad, en mi cuarto sobre la cama o junto a la ventana, en una realidad con temperatura y luz y olores y sabores y texturas, a veces en medio de todo, en el centro de la fiesta o la muchedumbre, y a veces lejos, en senderitos de Michoacán, o en caminatas interminables desenredando el tejido apretado de mis sueños y mis angustias, mi melancolía y mis arranques eufóricos, sin más testigos que mi memoria. No había sombras anónimas alrededor de mí, ni era yo la sombra de nadie. Mis interacciones eran todas impredecibles y sin ejercicio previo de edición. No había forma de elegir cuidadosamente un perfil que me pintara como fan de Dostoyevski, de uno que otro grupo de rock más o menos desconocido, y de las películas de Kaurismaki. Mis allegados saben que sí es cierto que oigo a “Yo la tengo” y me he chutado como tres veces “El príncipe Idiota”, pero también saben que luego veo los concursos estúpidos de televisa ( en momentos absolutamente depresivos), y que las películas cursis con happy ending me conmueven, y que puedo gastarme los cincuenta pesotes de cine en algo hollywoodense absolutamente prescindible, y saben de mi pasado oscuro, y mis malos gustos subterráneos, y de mis derrapes frecuentes y de todas mis caídas sin elegancia.

Mi blog no nació porque yo fuera una chava in al tanto de las corrientes de comunicación modernas, sino casi accidentalmente o como acto de supervivencia cuando me dieron chamba en una oficina donde tengo acceso libre a una lap top decente, y conexión a internet todo el día. A mí las oficinas nomás no se me dan, y este mundo infinito de ventanas se volvió un escape. Me descubrí la vena de voyeur/exhibicionista, y me encontré de pronto rodeada de seres hipotéticos, perfiles que me explican los intereses generales y la música favorita para delinear una personalidad con los mismos artificios que yo uso para dibujar la mía a todos los navegantes anónimos (que bueno, son como tres, así que más o menos sigo en la esfera de lo privado aunque técnicamente este sea un espacio público). Los consumo rápido, como me deben consumir a mí, y luego los olvido, como me deben olvidar a mí. Nos volvemos parte de las horas muertas de otras gentes, intercambiamos señales de humo que se disuelven, y desaparecen de la memoria (aunque todo quede por escrito). Lo que me gusta de las conexiones con las personas es casi todo lo que es imposible aquí: los hábitos irritantes, y los momentos sin autocensura. Cuando la gente no se da cuenta de que la miran, y no actúa consciente o inconscientemente para la cámara, o el blog, o el myspace, o el facebook, o el twitter o el flicker.

Porque además, autocensura y todo, acabamos balconeándonos. Por más que nos queramos ver bonitos y perfectos sacamos a relucir el egocentrismo o el narcicismo o la superficialidad o los azotes o la mala ortografía o los discursos repetitivos y aburridos. Yo muchas veces releo mi diario con vergüenza pero me consuela siempre saber que nadie más lo lee, y ya estoy acostumbrada a mis debilidades y repeticiones. Pero cuando enrojezco frente al blog ya no hay marcha atrás y ni modo.

Sin embargo, esta es mi licencia poética. Este blog y sus tres lectores abstractos, y mis navegaciones. Algunas veces me enamoro. Me quedo con la sensación de que hay vida, hay humor y poesía en el universo, incluso en este pequeño universo (infinito) hecho de monitores y teclados. Por algunos, estoy agradecida. Son ventanas. Las horas que estoy aquí no estoy en el mundo (me cuesta trabajo concederle realidad a una oficina y al tiempo que transcurre frente a la pantalla encendida), no estoy en el frío o el calor, bajo el cielo, pero me sumerjo en el mundo tal como lo reproducen ojos a veces oscuros, a veces llenos de humor, a veces nihilistas, a veces rosas, a veces torturados, a veces siniestros y muchas veces muy talentosos. Me hacen suspirar, porque soy bien pinche cursi, y también a veces me conmueven o me ponen triste o me iluminan, y me hacen doblarme de la risa o sentirme reconocida.

Me gusta, además, que no haya marcha atrás. Me gusta la sensación adrenalítica de lo casi irremediable que viene cuando das click y publicas. Chale, ya te expusiste, y estás dejando que te lean todas las contradicciones y todos los laberintos internos, y la oficina chica y el cubículo diminuto y los placeres inocuos y la ausencia de glamour y los círculos viciosos. Ando ahí mostrando los abandonos como niñita que presume el raspón con sangre a la hora del recreo. Y soy más valiente que antes, cuando todo eran crónicas en los cuadernos de mis diarios. Soy más valiente y punto.

El mundo real sigue ahí con todos sus habitantes reales, y yo ando por ahí en la realidad, en el centro de la fiesta o la muchedumbre y en las caminatas largas y sobre mi cama o bajo la lluvia. Muchísimas cosas no las escribo aquí sino que se las digo a personas de carne y hueso que me escuchan y me responden. Muchísimas cosas no se las digo a nadie y las escribo en mis cuadernos como secretos míos, inviolables. Pero me gusta sentir el eco o la amenaza de un par de sombras ambiguas alrededor de esta ventanita, por más ficticias que sean. Por más que sean del todo imaginarias. Su posibilidad es suficiente. Su posibilidad siempre ha sido mágica y desde antes de que existiera este blog a mí me encantaba inventarla.

viernes, 6 de junio de 2008

luz

A veces, sólo hay milagros. Niños que sonríen de regreso. Se me olvida que la vida resiste contra el concreto de la ciudad, y que hay gorriones machos danzando para atraer a gorriones hembras, y palomas gordas que susurran sobre sus hijos, y gatos caminando con sigilo por las noches, y libélulas atravesando las avenidas mientras sus alas suavizan el sol que cae en el metal de los coches. Las aves migran de regreso a sus árboles cuando anochece y sus siluetas iluminan los edificios y los tinacos y los anuncios públicos y los cables eléctricos. Aunque a veces, sólo hay crímenes. Niños jaloneados por sus padres. Rostros fríos frente a rostros desamparados, cadenas interminables de pequeños atropellos, y fracturas ejercidas con alevosía y ventaja, jóvenes flacos, limpiando con celeridad los parabrisas de gente que los mira con enojo, y chavitos rompiéndose la espalda contra el vidrio de botellas.


Pero sobre mí (sobre nosotros), el milagro se despliega, clemente, sin límites, la gente que amamos no está condenada todavía, la vemos moverse y reír, sentimos sus manos invencibles entre las manos, sentimos su frente cálida bajo nuestro beso, sabemos que todo está bien, y sentimos ganas de llorar cuando vemos sus siluetas moviéndose a lo largo de una casa que conocemos desde siempre.


A veces me doy cuenta de mi fortuna, y me dan vergüenza las veces en que no me doy cuenta, y sé que ese es mi único crimen pero el más espantoso, cometido en mi contra, y que mis manos están manchadas con espacios vacíos y blancos. Pero a veces no puedo hacer nada, estoy muy cansada como para pelear contra mis propios instintos criminales. Soy culpable del crimen de la limpieza, cuando en realidad quiero manchar mis manos con un poco de mi sangre, con algo más que lágrimas débiles, con el rastro oscuro de muchas noches.


Sin embargo, a veces no tengo vergüenza, sino esperanza, y ni siquiera mi esperanza me avergüenza.


Hubo un tiempo en el que no sabía nada. Ahora tampoco sé nada, pero tengo una promesa. La llevo entre las manos como una niña guarda con cuidado a un insecto luminoso. Es mía. Es una promesa que me hice. Es una promesa a punto de encenderse. Me tengo aquí, lluvia a punto de caer, luz, fresno bajo la tierra y
me aprieto
contra el pecho.

jueves, 5 de junio de 2008

Todos los días y todos los minutos y todos los segundos y todas sus milésimas estoy frente al paredón, y nadie me acribilla. Nadie. El mundo se olvida de mí, de matarme. Me dejan ser, me dejan latir, el pecho sigue sin obstáculos su ritmo de todos los días de acuerdo a los horarios de las semanas laborales. No hay violencia. No hay veredictos. Hay paz. La ciudad transcurre, y yo voy como una gota a través de sus arterias. Al lado de los coches, en las banquetas, siguiendo las líneas amarillas, respetando el parpadeo de los semáforos. Nadie grita, desde hace mucho, nadie. No hay pesadillas, apenas si sueños que no recuerdo al despertar. Los miro a todos en son de paz, a los que se pierden todos los días, a los que traen los brazos cargados de frío y oscuridad a las cinco de la mañana, a los que miran con rostro beligerante, a los que llevan navajas en el bolsillo trasero, a los que no entienden, a los que creen que entienden y enjuician, a los que mastican chicles desde el aire acondicionado de los coches, a los que hacen malabares bajo el agua en los cruces peatonales, a los que miran la televisión desde la calle, a los que trafican y a los que son traficados, a los que se aburren insatisfechos y repletos frente a las vitrinas, a los que recogen colillas del suelo y aguardan sin dinero frente al puesto de comida, a los que mecen niños por encima de los hombros, a los que pedalean bicicletas como si tuvieran alas, a los que están enamorados y se mueven con el vaivén del mar a punto del desastre, a los que se inclinan bajo un beso, a los que se hincan frente a la virgen, a los que aspiran substancias prohibidas y hacen cosas prohibidas, a los que se anudan todas las mañanas una corbata que combina con la camisa, a los que tienen muchas ganas de pegarse un tiro, a los padrinos de la quinceañera, a los taxistas que adoran atravesar estas venas irritadas todo el día o toda la noche, entre estelas de luz y aleteos de aire divino, y cáncer. Yo sé que no hay paz, todos los días los ejecutores disparan y los cadáveres se apilan y los heridos se cubren la cabeza con las manos. La gente no puede dormir a gusto, porque se les viene encima alguna flecha envenenada.

Yo tengo toda la paz del mundo para pensar, a veces, en que no hay paz. En que los perros se muerden y se deshacen y se devoran y la gente se marchita. Aunque no quieran, les caen encima noticias como colmillos agudos, y por las noches se les acercan los lobos para masticarles los vasos sanguíneos. Pero el mundo es de un azul polvoso desde esta ventana rectangular a 4 pisos de altura encima de un estacionamiento gris. Y nadie va a saltar desde aquí, aquí no hay suicidas, ni terroristas, ni héroes, ni guerrilleros, ni ángeles. Aquí hay paz.

Siempre hay quienes cantan. Cierran los ojos y bailan. Fuman con energía. Yo también y además, leo poemas por ejemplo y sé oler el huele de noche de mi calle y otras cosas. Y además, nadie me acribilla. Mi pecho surca el mundo sin asfixia, sin soplos molestos en el corazón, sin agitaciones, sin sudor. Limpia de toda culpa, de todo crimen. Tengo menos amaneceres, pero tengo paz, y mis noches son pozos negros de pura paz.

Cada vez que estoy a cierta altura me dan ganas de pegar un brinco, y cada vez que tengo enfrente un cristal mi puño se cierra, y tengo la comezón de una patada en la pierna izquierda, y un chillido de ave atragantado en las anginas.

Me siento gorda, inflada de gases y sueño en medio de estos días sin barbarie. Voy por escaleras eléctricas, sin esfuerzo, con los ojos abiertos y sin mirar a nadie, y sólo me alivia pensar con cuidado en mi próximo derrumbe.

Dan ganas de una carrera deslumbrada por las calles. Dan ganas de repartir mandarinas a los niños, recargar la espalda contra un árbol, dejar que el sol nos queme los hombros, seguir un caminito a donde nadie pueda seguirnos, y seguir por ahí hasta desaparecer de todos los radares. Y que no haya paz.

lunes, 2 de junio de 2008

Cinco minutos después, sonó el teléfono y luego se hizo el silencio. Mi silencio. Cuando se juzga la calma desde la calma, sólo se tejen discursos ingenuos. A mí se me están acabando todas las palabras. Cada quien hace lo que puede frente a su aguacero. Viene el dolor, sólo podemos apretar los dientes y resistir. Sonó el teléfono. El recordatorio. De lo que lastima, lo que nos deja desmadejados y exhaustos, sin fuerza en las manos, las muñecas dobladas, inertes. Ya no me queda nada que decir. Apretar los dientes, aguantar vara. Dejar que la ola caiga y nos doble la espalda, sin romperla. Yo estoy apenas en la periferia del sufrimiento, otra vez, a mí me llegan sólo las réplicas del terremoto. Sólo podemos esperar al momento en que todo se ilumine otra vez. Cuando llegue, si es que llega. Cada vez sé menos. Ya no sé casi nada. El universo no tiene discurso, ni sintaxis, ni cuenta sus sílabas, ni nos guiña los ojos, ni nos promete nada. Es un conjunto azaroso de palabras. Se ríe de nosotros. Toda la poesía del universo es involuntaria.
Hace muchos días que quiero caer con dulzura. Muerta de frío y llena de sal. Colgando por la punta de las uñas, por hilos de sangre adelgazada, de oasis que tiemblan en el desierto, que se diluyen, y desaparecen. Siempre resultan falsos, y son todo lo que tengo. Y aquí estoy, sostenida por hebras frágiles, de todos mis espejismos, como artista de las acrobacias, del trapecio y la cuerda floja, pedaleando el monociclo y jugando con la boca de los leones, ofreciendo el corazón a los paseantes, a los desconocidos.

Yo sé cómo estar sola. En el fondo, nunca he dejado de estar sola. Alrededor de mí está siempre la visión del oasis tembloroso, aislándome, protegiéndome, del mundo. Yo he llegado ahí innumerables veces, he bebido néctares y me he hartado de dátiles, y me he hundido en ojos como ojos de agua, y en pechos como lagos quietos. Ni siquiera cuando, una y otra vez, todo es de nuevo sólo el gusto seco de la arena, ni siquiera entonces deja de ser dulce. Ni siquiera entonces me alejo. Con fe estúpida, con esperanza deslumbrada, sigo creyendo, ofreciendo el corazón a los transeúntes, a los extraños.

Hace muchos días que quiero acurrucarme. Quiero dejar que me consuelen. Que acaricien mi cabeza.

Pero no me estoy muriendo. Estoy al margen del camino, viviendo. Recuperando espejos, cuentas de vidrio, canicas, monedas, piedritas, pequeños tesoros. No soy pobre, lo tengo todo. El cielo completo, encima de mi cabeza, y los bosques de rostros humanos, donde me pierdo cada vez que puedo. El único problema es mi corazón ciego. Corre y se estrella, una y otra vez, embiste las paredes, los árboles, los postes de luz en la banqueta. Una y otra vez, se empeña en creer, y se ofrece al azar, a los pasajeros del microbús, a los vagabundos, a los conocidos de la niñez, a voces sin cuerpo que deambulan en el aire, a rostros indefinidos que aparecen en los sueños.

Hace muchos días que quiero darme a beber.

Nada de esto importa, decirlo tampoco importa. Todo lo que podemos hacer es cerrar los ojos, o abrir los ojos. Llorar si queremos, con nuestras propias cortinas, azules o grises. Orar en silencio, si queremos, o aullar o cantar como locos, si queremos. Pedirle al corazón que por favor por favor por favor se duerma. Que se hunda en un sueño mudo, sin sueños. Que no murmure, que no exija, que nos deje en paz, que se quede callado.

Danos hoy, corazón, el sosiego nuestro de cada día, la tranquilidad de los que no se entregan, y no necesitan entregarse. Los que no quieren volar, y se resguardan, intactos. Los que caminan al ras de la tierra y vigilan sus pasos, y nunca se tropiezan, y nunca se desgarran una rodilla o el pecho, nunca se rompen el alma o los huesos. Danos hoy el desierto sin sed de los satisfechos. Aquellos que se beben a sí mismos, y con eso les basta, y nunca tienen frío, nunca tiemblan, y tampoco tienen fiebre. Danos hoy ese desierto sin espejismos, ese silencio.

Duerme de una vez, corazón. Deja de buscar. Sé un monumento frío. Si quieren venir, que vengan las palomas, los gorriones, les daremos sólo la superficie helada de la piel, los tomaremos con el puño y los dejaremos caer al suelo. Que se quiebren los otros, nosotros, corazón, nunca más nos romperemos. Vamos a ser como una estatua en un jardín, corazón, vamos a dejar que nos admiren desde lejos.

Sin sacrificios inútiles, corazón. Dejemos de latir, dejemos de escribir malos poemas. Concentrémonos en la ciencia exacta de la realidad y los balances, y hagamos transacciones equilibradas con el mundo. Hay que reír, gozar, comer en abundancia, ir a las fiestas, acariciar a las palomas o los gatos que se acerquen. Sin sacrificios inútiles, sin caídas, sin raspones, sin cielo, sin viento en las alas, sin lágrimas. Sin dolores que lleguen de improviso, corazón, esos dolores que nos pueden romper para siempre, por completo. Sin abismos. Sin galaxias. Sin vía láctea. Sin laberintos. Hay que seguir la línea recta de la carretera, sin desviaciones, sin sorpresas, sin caminitos de tierra que nos saquen de improviso hasta el mar. Sin el mar, sólo el desierto, plano, sensato, satisfecho.

Pero mi corazón no escucha. Hace su propia voluntad, no me hace caso. Anda por ahí en el mundo, como víctima propicia, como sacrificio ambulante, tembloroso, agarrado por la punta de los dedos a la imagen de una luna o la promesa de una nube. Murmurando ciegamente el nombre de ciudades.

A veces quiero darle la espalda, por estúpido, pero la mayoría de las veces sólo lo miro con mucha tristeza. No puede ser de otro modo. No quiere morirse, quiere latir. No quiere dormirse, quiere con terquedad que lo dejen estar despierto, con la boca seca, lleno de sal y muerto de frío, a punto de romperse, colgando de palabras murmuradas por accidente, y la visión de la sombra de un ave cruzando el suelo.

Cierro los ojos. Escucho al corazón latiendo con el frío y la esperanza sin raciocinio de siempre. Me gustaría acariciarle y decirle, todo está bien, no te preocupes, yo te consuelo. Pero por supuesto, no puedo. Soy yo la que tiene frío. Soy yo la que anda colgando de ficciones como hilos delgados. Soy yo la que quiere un pecho para recargar ahí la cabeza, rendida.

En el fondo, siempre me he inclinado al bando de los que están vivos, los que sufren por las estrellas, los que se pierden y se mueren sin dejar de buscar el mar.

También sé que esto es lo que dicen los que todavía no saben. Nada. Los que olvidan toda la amargura de los sabores amargos y todo el ácido que remueve huesos. Yo sufrí una vez solamente. Y ya no recuerdo nada. Por eso me inclino a favor de mis latidos, y pienso con ingenuidad en mis alas abiertas. Y sigo queriendo. Hace muchos días que quiero caer con dulzura. Al primer descuido, voy a dejar que me rompan por completo.

POSDATA

A los que han logrado con éxito arrullar su corazón para dormirlo, y no se inmolan inútilmente, y evitan con cuidado los abismos. A algunos de ustedes, no sé muy bien por qué, los quiero. A los que no vuelan porque les rompieron una por una las fibras de las alas, y es por eso que renunciaron al cielo, y se predican a sí mismos la contención y el silencio. Estaría dispuesta a creer en algunos, los más dulces, los más frágiles, los más cálidos, los más honestos de ustedes. Creo que llevan firmamento interminable, y cúmulos de galaxias, y cúmulos de aves, migratorias, que son valientes y atraviesan muchas veces el mar, por dentro.

Desde lejos. Con esperanza distante. Con mi propia frialdad. Sin cercanía y sin desprecio. Ustedes son el límite de mi corazón (mi corazón es estúpido, pero tiene límites). Sé de antemano que no se van a enamorar de mí. De antemano les digo que no me voy a enamorar de ustedes. Pero les podría acariciar la cabeza lacerada, un momento. Me gustaría decirles (pero qué caso tiene), que la vida es un túnel de luciérnagas breves. Y no hay nada más dulce que el momento en que nos encendemos.